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Estancamiento secular, fundamentos y dinámica de la crisis
por : Paula Bach

11 Jan 2016 |
Estancamiento secular, fundamentos y dinámica de la crisis

En diversos artículos [1] y desde múltiples ángulos desarrollamos una crítica a la tesis burguesa del estancamiento secular. Presentamos aquí una actualización de dicha crítica, abordada desde la dinámica presente de la crisis económica mundial.

Introducción

Trascurrieron siete años desde el inicio de la crisis económica mundial que siguió a la caída de Lehman. Si el fantasma de los años ‘30 sobrevoló los primeros nueve meses posteriores a aquel suceso, la combinación del resurgir de China y la intervención masiva y coordinada de los estados capitalistas centrales, disipó la amenaza. Sin embargo la recuperación que siguió al ruinoso año 2009 tampoco resultó lo suficientemente sustancial como para cerrar el episodio abierto. Si esta definición descriptiva y sencilla se aproxima con cierta fidelidad a la verdad, estampa también el sello de su originalidad. Fenómenos como la recuperación extraordinaria de China tras la crisis –complemento de su resurgir capitalista luego de la restauración–, medidas monetarias sin precedentes encaradas post 2008 y una pujante internacionalización tanto financiera como productiva del capital –legado de las décadas anteriores–, colaboraron en el diseño de la particular identidad de la crisis de los recientes años. Identidad caracterizada por un crecimiento sustancialmente más refrenado que el de años anteriores e incongruente tanto con los estímulos monetarios más significativos y extensos de la historia [2], como con la renovada energía china y el impulso para la recuperación ofrecido por la crisis más profunda desde la Gran Depresión. Estas características peculiares junto a su perdurabilidad, otorgan a la crisis actual un carácter histórico. Esto es, un período que –como las crisis de 1873, 1929 o 1970– está llamado a trastocar la anatomía mundial en términos económicos, políticos y geopolíticos. Y es precisamente aquella combinación de originalidad y extensión en el tiempo, la que de algún modo comenzó a sacudir la resaca de la teoría económica burguesa. La tesis del estancamiento secular, reformulada en la actualidad por el neokeynesiano y ex Secretario del Tesoro norteamericano, Lawrence Summers, tiene el sentido de encontrar una explicación a la “incapacidad del mundo industrial de crecer a tasas satisfactorias incluso con políticas monetarias muy laxas” [3]. Fenómeno contrastante con las “exitosas” burbujas norteamericanas de los años anteriores que conduce a Summers –y otros adherentes a la tesis, incluyendo gran cantidad de economistas del mainstream e indirectamente a académicos más progresistas como Thomas Piketty– a revisar la historia de la economía de las décadas recientes. La mirada retrospectiva se encuentra así –sorpresivamente– con elementos de caracterización que desde el marxismo venimos identificando hace décadas cuestión que, hasta cierto punto, resulta una “prueba de realidad” para nuestra teoría. Es innegable que la teoría económica burguesa, cuya crisis comenzó hacia mediados del siglo XIX y dio origen a través de los años al compendio retorcido y superficial que hoy se enseña en las academias del mundo, en los momentos más críticos en términos estratégicos, es cuando más “sincera” se vuelve.

Por otra parte y en el período más reciente, comenzaron a ponerse de manifiesto límites al virtuosismo débil que emergió de la conjunción entre el renovado impulso chino y las bajas tasas de interés norteamericanas. Esta restricción –está dando paso a un nuevo momento de la crisis post Lehman que a la vez que incrementa la probabilidad de convulsiones financieras– abona una superior insistencia por parte de la teoría económica con respecto a la necesidad de implementar medidas fiscales para estimular el gasto en aquellos países en los que la tasa de interés ya alcanzó su límite cero. Estos consejos entre tímidos y displicentes que –como se verá– lamentan bajo formatos variados la imposibilidad de reproducir en condiciones de paz los resultados económicos de alguna guerra, reflejan un profundo escepticismo de la burguesía con respecto a las potencialidades del sistema que le da razón de ser. En nuestra apreciación esta realidad es la sustancia de la imposibilidad de que amplias franjas de trabajadores y sectores pobres, alcancen conquistas significativas y medianamente duraderas. Cuestión que hasta cierto punto, la burguesía con superior visión estratégica, identifica con mayor claridad y “sensatez” –aún no deseada– que la izquierda reformista.

En la primera parte de este trabajo se abordará una exposición de los aspectos nodales de la tesis del estancamiento secular y las causas explicativas que esgrimen sus autores. En la segunda y tercera parte, una contribución a la crítica marxista de lo que en un contexto general de crisis ideológica se presenta como lo más audaz del pensamiento burgués en el terreno de la economía política, conjuntamente con el significado de las tendencias inminentes de la economía mundial y una primera aproximación a las consecuencias estratégicas del período abierto luego de la caída de Lehman.

PRIMERA PARTE:

¿Qué significa “estancamiento secular”?

A partir de la verificación de determinados hechos empíricos posteriores a la crisis de 2008, Lawrence Summers actualiza la hipótesis del estancamiento secular [4], formulada originalmente por Alvin Hansen –extinto economista keynesiano de origen norteamericano– en el contexto de la Gran Depresión de los años ‘30. Como escenario general del planteo, Summers observa que la crisis de 2008 junto con la Gran Recesión que le siguió, barrieron con la suposición de que las depresiones conservaban un mero interés arqueológico. Idea que en el campo de la economía burguesa, se había consolidado durante el curso de los aproximadamente veinte años previos a la crisis, a los que Summers denomina de la “Gran moderación”.

Habiendo transcurrido ya 6 años desde que la economía norteamericana se encontrara en su punto más bajo en el año 2009, su crecimiento apenas promedió un 2,2 % [5]. Valor significativamente más reducido que el promedio de alrededor del 3 % alcanzado durante los años de ascenso posteriores a la crisis del 2001. La Eurozona por su parte promedió durante el mismo período un magro valor de alrededor de 0,85 % incluyendo el mejor pronóstico –aunque aún en dudas– de 1,6 % para el año en curso. A su vez Japón –que entró nuevamente en recesión técnica durante el segundo trimestre del presente año– promedió un crecimiento de apenas 1,35 % en igual período. Summers observa que estos patrones son sorprendentes debido a que por regla general los economistas esperan que luego de una recesión la caída de las tasas de interés estimule la demanda de crédito para inversión y la creación de empleo, provocando una aceleración del crecimiento. Sin embargo, no solo el aumento de velocidad del crecimiento no se produjo sino que, por el contrario, tanto en EE. UU. como en Europa y Japón, la producción efectiva es en la actualidad incluso más baja que su potencial estimado en 2008 [6], calculado sin tener en cuenta el factor acelerador de la crisis.

La base de la tesis de Summers entonces –enfocada en los países capitalistas centrales–, consiste en la constatación de un fenómeno excepcional. Bajo las condiciones poscrisis 2008, el nivel de tasa de interés real que permite un desarrollo de la inversión congruente con el “pleno empleo” (al que los economistas cifran en un 5 % de desocupación y definen como “natural”), se halla en un nivel más bajo del que los “mercados” o las intervenciones gubernamentales efectivamente pueden lograr o sostener en el tiempo [7]. Situación que implica una baja demanda de inversión –cuya contracara es un persistente “exceso de ahorro”– y un crecimiento económico extremadamente pobre, a pesar de la permanencia durante años de tasas de interés cercanas a cero. Las consecuencias de la “histéresis” es decir, la circunstancia de que las recesiones no solo resultan costosas sino que impiden el crecimiento de la producción futura parecen, al decir de Summers, “mucho más fuertes de lo que nadie imaginaba hace unos años” [8]. Hasta aquí Summers coincide con la tesis del “estancamiento secular” tal como Hansen la había formulado en los años ‘30 aunque agrega que en la actualidad el asunto se agrava debido a las tendencias a la reducción de la inflación en Estados Unidos y a la deflación en Europa, que dificultan aún más la reducción de las tasas de interés reales. De este modo, la hipótesis del estancamiento secular, que Summers utiliza para definir específicamente el período poscrisis 2008 y su probable tendencia, se presenta como un problema más importante hacia el futuro que en el pasado y si se mantiene un nivel de empleo alto durante los próximos años, ello será a causa de una tasa de interés por debajo del mínimo histórico, lo que guardará permanentemente altos riesgos financieros.

Por otra parte, si la visión “céntrica” de la tesis del estancamiento secular esconde una interpretación incompleta de los hechos –como se criticará más adelante– su empirismo extremo la vuelve inevitablemente mutante. De este modo y durante el año en curso los límites del modelo exportador chino –y su convulsiva transición– le están abriendo un espacio al gigante asiático en la tesis. Ya no se trata solo de los países centrales sino que ahora cobra particular valor la circunstancia de que los llamados “mercados emergentes” y China en particular, constituyeron en palabras de Summers “los destinatarios sustanciales del capital de los países desarrollados que no pudieron ser invertidos productivamente en casa” [9]. Debido al menor crecimiento chino, el mundo está perdiendo su último motor significativo de demanda [10], cuestión que redunda necesariamente en un mayor “exceso de ahorro”. Nuevamente en palabras de Summers “los problemas del estancamiento secular –la incapacidad del mundo industrial de crecer a tasas satisfactorias, incluso con políticas monetarias muy laxas– están empeorando en paralelo con el despertar de los dilemas de los mercados emergentes más importantes, empezando por China” [11]. De modo tal que si la tasa de interés extremadamente baja implica un riesgo necesario, adopta ahora el formato de una paradoja. Mantener las tasas de interés en niveles extremadamente bajos no solo involucra permanentes riesgos financieros sino que a la vez anula la posibilidad de reducirlas en caso de necesidad. Pero a la vez, y contradictoriamente, una serie de alzas –aún débiles, como las previstas– podrían acabar precipitando nuevos temblores en la economía internacional. Es esta singularidad la que está abriendo paso a una insistencia un tanto más incisiva respecto de la necesidad de impulsar políticas de corte fiscal en los países centrales y en especial en Estados Unidos.

Una mirada retrospectiva

Summers no detiene su análisis en las condiciones particulares del período pos Lehman. Antes bien, el escenario lo conduce a evaluar que las dificultades surgidas durante los últimos años resultaban en realidad, de larga data, aunque habrían sido enmascaradas durante décadas por el desarrollo financiero. Si por un lado, el crecimiento de Estados Unidos durante el período 2003/7 no fue espectacular aunque sí “adecuado” –y hasta podría decirse bueno, dice Summers–, coincidió con el momento de la mayor burbuja de construcción de viviendas en un siglo. Era el momento de la gran erosión de los estándares de crédito, de la aparición de los déficits presupuestarios más importantes y de las políticas monetarias y de regulación que los críticos consideraron laxas. Por otra parte, previo al 2003 la economía se encontraba en la recesión de 2001 y antes había sido impulsada por la burbuja de las punto com, durante la década del ‘90. Para el caso de Europa, señala Summers, gran parte de la fuerza previa al 2010 de los países de su periferia, se basaba en una disponibilidad inapropiada de crédito barato. Mientras que una porción importante de la fortaleza de las economías del norte, derivaba de exportaciones financiadas de manera insostenible hacia aquella periferia. Si bien Summers distingue entre financiamiento “sostenible” en el caso de Estados Unidos e “insostenible” en el de Europa, lo interesante es que concluye que sin estas burbujas, sin esa “gran erosión de los estándares del crédito”, no hubiera tenido lugar un crecimiento similar de la producción. Por el contrario, el crecimiento habría resultado “inadecuado” como consecuencia de una insuficiencia tanto de demanda de inversión como de consumo. De este modo y durante las últimas tres décadas, la economía de los países centrales se debate entre las “burbujas” –que habilitan un crecimiento “adecuado”– y una situación de estancamiento que tiende a establecerse como norma de no existir o de no funcionar eficientemente –como está sucediendo actualmente– los estímulos crediticios que por otra parte suelen culminar en estallidos como el de fines de los años ‘90 o el de 2008.

Otro economista, columnista habitual de Financial Times, Gavyn Davies [12], resalta que en los años posteriores a la Gran Recesión de 2008/9, las previsiones del crecimiento económico mundial, demostraron ser, de forma recurrente, demasiado elevadas. Esta sobreestimación del crecimiento se produjo tanto con respecto a los principales países denominados “emergentes” como con respecto a los países avanzados. Davies apunta que para el caso de los países avanzados, el fallo en los pronósticos se asienta en la creencia de los economistas de una tasa de crecimiento media, constante a través del tiempo. Sin embargo en la corroboración empírica, la convicción se habría demostrado falsa. El comportamiento del PBI en el largo plazo en las economías avanzadas, da cuenta de una desaceleración muy persistente en las tasas de crecimiento desde los años ‘70, es decir en los últimos aproximadamente 40 años. Por lo cual, la desaceleración del crecimiento de largo plazo en las economías desarrolladas parece ser un hecho permanente, y no un resultado temporal consecuencia de la crisis. No se trató de un “cisne negro”. Y aun cuando desde el año 2009 se ha estado formando un nuevo patrón de crecimiento del PBI, ese patrón se encuentra bien por debajo de la ya deprimida tendencia de largo plazo. Si se asume que la actividad del G7 en 2007 se hallaba en términos generales alrededor de una línea de tendencia de largo plazo del 3,25 %, y que el crecimiento desde entonces ha estado por debajo del 2 %, se concluye que se viene perdiendo más de 1,25 % de crecimiento anual desde aquel momento. De modo tal que el nivel actual del PBI se encontraría –en términos acumulados– todavía alrededor del 8 % por debajo del nivel de tendencia de largo plazo. La retracción a partir de 2008, se explica entonces como un momento particular de esa tendencia de largo plazo y no como un descenso aislado y repentino. La suposición de la tasa de crecimiento media como una de las grandes constantes económicas se demuestra, en las últimas décadas, sencillamente falsa. Según Davies, la verificación de este comportamiento novedoso del capitalismo, está en la base del auge y creciente “reclutamiento” de múltiples economistas por parte de la tesis del “estancamiento secular”.

Causas explicativas

Varios interrogantes quedan expuestos. Entre ellos ¿qué explica la retracción del crecimiento? ¿Por qué en términos generales solo incorporando en la economía dinero extremadamente “barato”, los dueños del capital estarían dispuestos a invertir? ¿Por qué exigirían además una tasa de interés crecientemente menor? [13]

Las respuestas de los economistas que adhieren a la tesis del estancamiento secular se centran fundamentalmente en los distintos argumentos que se exponen a continuación.

Envejecimiento poblacional

El primero de ellos, enarbolado por todos los adherentes a la tesis, refiere a la disminución del crecimiento poblacional que afecta a los países centrales. De acuerdo con la explicación de The Economist [14], la reconstrucción posterior a la segunda posguerra y el rápido crecimiento alentaron un veloz incremento de la tasa de natalidad que nutrió la generación de los denominados “baby boomers”. A mediados de la década del ‘60 estos hijos del boom se incorporaron a la fuerza de trabajo pero luego la tasa de nacimientos decreció y a esta altura, aquellos niños, ya se están jubilando. A su vez, las bajas tasas de natalidad se combinan con un incremento de las tasas de longevidad, cuestión que se traduce en un alto “costo” para la sociedad. Fundamentalmente en los países avanzados, la mano de obra ya no es creciente, por el contrario, se espera que se contraiga en Italia, Alemania y Japón. La UE perdería 40 millones de trabajadores en los próximos 40 años si se excluye la afluencia inmigratoria. Paul Krugman explica que el problema consiste en que el crecimiento lento o negativo de la población en edad de trabajar implica baja demanda para nuevas inversiones tanto en términos de construcción de viviendas como en términos del capital productivo, cuestión que contribuye a reducir aún más la tasa “natural” de interés [15].

Polémicas sobre la productividad

El segundo argumento explicativo se relaciona con el ritmo de crecimiento de la productividad del trabajo. Según Davies, el crecimiento de la productividad en los países del G7, tomados de conjunto, se habría reducido desde alrededor del 4 % anual hasta aproximadamente el 2,5 % en el curso de la década de 1970, descendiendo luego a alrededor del 1 % en la década del 2000, antes del estallido de la crisis. La desaceleración tanto de la tasa de crecimiento de la población como –y especialmente– la de la productividad, tomadas de conjunto, explicarían la reducción a la mitad del crecimiento del PBI de largo plazo en los países del G7, desde un valor superior al 4 % en 1970 al 2 % en la actualidad [16]. Un informe del think-tank Conference Board confirma que el proceso de ralentización es previo a la crisis de 2008. Mientras la adopción de nueva tecnología comenzó su descenso en Europa y Japón durante los años ‘90, en Estados Unidos el crecimiento de la productividad comenzó su declive hacia 2005 [17]. Pero además, si desde el 2009 la productividad en EE. UU. creció a un promedio del 1,5 % anual, en los dos últimos años se incrementó en solo el 0,5 %. Nuevamente Davies observa con sorpresa que mientras se espera que tras una recuperación se acelere el crecimiento de la productividad, ello está lejos de estar sucediendo [18].

Sobre las causas que explican esta tendencia declinante existen variadas posiciones. El economista norteamericano Robert Gordon, con una mirada de más largo plazo, sostiene que el crecimiento de la productividad, en particular en Estados Unidos, resultó más lento en las cuatro décadas que comienzan en los tempranos ‘70 que en las décadas precedentes del siglo XX. Plantea que solo en la década de 1995/2005, la unión de los ordenadores personales y las comunicaciones bajo la forma de internet, navegación web y correo electrónico, consiguió impulsar una tasa de crecimiento de la productividad del conjunto de la economía, comparable a la impulsada por inventos como la electricidad, los motores de combustión interna o las cañerías. Según Gordon, los avances posteriores a 2005, por más importantes que fueran, resultan de segundo orden ya que no tienen la potencialidad suficiente para incrementar la productividad total de la economía y no hay en el horizonte ningún gran invento de potencial revolucionario similar al de la electricidad o los motores de combustión interna. No obstante señala que su “pesimismo” en el avance tecnológico futuro, sobre todo a partir de 2007, no se basa fundamentalmente en un pronóstico de pobre desarrollo técnico sino en las condiciones generales de la economía que define como “vientos en contra” (bajo crecimiento poblacional, decadencia educativa, creciente desigualdad del ingreso y creciente participación de la deuda federal en el PBI). El historiador económico Barry Eichengreen sostiene que el estancamiento de la producción y la productividad total debe buscarse, más bien, en el fracaso de países como Estados Unidos para invertir en infraestructura, educación y formación y no en la escasez de inventos potencialmente revolucionarios. En oposición a Gordon, argumenta que la productividad potencial de la robótica y el genoma humano colocan a la humanidad frente a la posibilidad de una nueva revolución tecnológica y que el problema hay que buscarlo en el hecho de que, debido a su estado actual, la economía en su conjunto aún no puede absorberlos plenamente. También está extendido el argumento según el cual el sector servicios –donde el crecimiento de la productividad resulta significativamente más lento que en el sector manufacturero– que tiende a ocupar una parte creciente en las economías avanzadas, constituye un factor explicativo de la declinación del crecimiento de la productividad. Suele señalarse que aun cuando este argumento puede aportar una justificación estructural de largo plazo, resulta impotente para fundamentar la tendencia reciente.

En términos generales, y aún con variados matices, la discusión que despunta como constante tras desaceleración de la productividad, remite a la debilidad del crecimiento económico. O dicho de otro modo, a la imposibilidad del capital de absorber y generalizar nuevos adelantos técnicos, cuestión que a su vez conduce a la debilidad de la inversión o –en términos marxistas– a la debilidad de la acumulación ampliada.

Inversión menguante

La debilidad de la inversión transporta nuevamente al concepto de “exceso de ahorro”, fundamento clave de la tesis del estancamiento secular. Martin Wolf [19] señala que en las 6 mayores economías de altos ingresos (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia) y durante el año 2013, las corporaciones explicaron entre la mitad y un poco más de dos tercios de la inversión bruta. Dado que las empresas realizan la mayor parte de la inversión, explica, son también los principales usuarios de ahorros disponibles de otros sectores [20], auque sus propias utilidades retenidas resultan también fuente de ahorro. Por ejemplo en Francia los beneficios empresariales generan el 40 % del ahorro bruto y en Japón, el 100 %. Se espera que en una economía dinámica las empresas inviertan no solo parte importante de sus utilidades sino también el exceso de ahorro de otros sectores. Sin embargo, un superávit estructural del ahorro sobre la inversión originado en los sectores corporativos de los países de altos ingresos resulta altamente significativo. Por un lado, limita el crecimiento de la oferta potencial como consecuencia de una inversión relativamente débil, pero también afecta la demanda agregada esto es, la demanda de consumo y de inversión. De modo tal que si el sector empresarial sufre un superávit estructural del ahorro sobre la inversión, otros sectores deberán compensarlo con déficits estructurales. En conclusión, si la inversión es débil y las ganancias fuertes, explica Wolf, el sector empresarial se convierte, sorprendentemente, en un financista neto de la economía. La contraparte de este proceso se traduce en déficits estatales y financieros de los hogares o, dicho de otro modo, en deuda. En Japón, por ejemplo, los excedentes de ahorro de las empresas representan un asombroso 8 % del PBI, mientras que en Estados Unidos –según el Instituto Apen y la Fundación Mapi– existe un retraso significativo de la inversión de capital. Si en 2014 el PBI real norteamericano estuvo un 8,7 % por encima del de 2007, la inversión interna privada bruta creció apenas el 3,9 % en los mismos años. Wolf señala que en Japón los grandes excedentes corporativos se compensan con déficits fiscales, mientras que en Estados Unidos y el Reino Unido lo hacen en gran parte con nuevo endeudamiento de los hogares, y en la Eurozona la misma lógica está en la base de los grandes excedentes por cuenta corriente de los países centrales como Alemania y Francia, cuya contracara resultan los déficits de su periferia. La noción de “exceso de ahorro” –reafirma Wolf– contribuye a explicar las extremadamente bajas tasas de interés regentes desde el inicio de la crisis mundial. Cuestión que resulta razonable porque existe una abundancia creciente de dinero en la economía. No obstante Wolf retorna sobre la idea de que la noción de “estancamiento secular” sugiere que la superabundancia de ahorro es también previa a la crisis. Según un documento de la Reserva Federal de Estados Unidos, si bien la Gran Recesión resultó en parte responsable de estos excedentes, incluso durante la media década previa a la crisis, las tasas de inversión de las empresas habían caído por debajo de los niveles augurados por los modelos estimados en años anteriores. En la visión de Wolf el aumento del excedente de ahorro de las empresas sobre la inversión se explica por una combinación de ganancias fuertes y debilitamiento de la inversión que resulta, a la vez, estructural y cíclico. Cíclico, por cuanto está asociado a la propia crisis y estructural, porque está explicado por causas que preceden a la crisis. Dentro de las causas estructurales Wolf menciona factores como el bajo crecimiento poblacional o la globalización en tanto fundamento de la deslocalización de la inversión en los países de altos ingresos, concluyendo que en un mundo prefigurado de esta manera, las tasas de interés reales extremadamente bajas y las altas cotizaciones de las acciones no resultan en absoluto sorprendentes. Summers agrega un argumento explicativo interesante –que Wolf hace propio–, basado en la tendencia a la disminución del precio de los bienes de capital relacionados con la tecnología informática. Argumenta que los precios de dichos bienes continúan declinando a alta velocidad a la vez que representan una parte cada vez mayor de la inversión de capital. De modo tal que, incluso una porción creciente de capital físico invertido en este sector, podría resultar compatible con una ralentización general del incremento de la inversión considerada en términos monetarios y porcentuales con respecto al PBI. La combinación de estas tendencias arroja como resultado, una vez más, el “exceso de ahorro”, el bajo crecimiento de la economía y una plétora de capital líquido que estimula recurrentemente la predisposición al endeudamiento y a la inestabilidad financiera. De modo tal que las visiones relativamente tranquilizadoras al estilo Kennet Rogoff –según quién el proceso de débil crecimiento económico podría terminar con el fin del apalancamiento–, expresan una cierta circularidad en la medida en que un endeudamiento creciente asume como fundamento un exceso de capital líquido que no encuentra espacio rentable para la inversión productiva. La debilidad de la inversión, por otra parte, tiende a agravarse con los límites que impone China para continuar recibiendo el capital sobrante “en casa”.

Desigualdad creciente

Por último, el incremento de la desigualdad es otro de los argumentos que esgrimen todos los economistas que adhieren a la tesis del estancamiento secular. Summers señala que la desigualdad de la distribución del ingreso es un factor explicativo fundamental del estancamiento de la demanda agregada, los hogares no gastan lo suficiente y las empresas no invierten lo suficiente. La escasa propensión al consumo de los sectores más altos de la sociedad que son los que reciben casi la totalidad del ingreso, se traduce en un exceso de ahorro que las empresas no pueden invertir con rentabilidad positiva. Los países avanzados, por lo tanto, buscan tasas de interés extraordinariamente bajas a medida que esa superabundancia de ahorro inunda el mercado. Sin embargo, esas tasas resultan insuficientes para absorber el ahorro o mantener un nivel respetable de crecimiento. La “preocupación” por la desigualdad aproxima la tesis del estancamiento secular a la tesis del economista francés Thomas Piketty [21] quien sostiene que la desigualdad social se está acercando a niveles record y que de proseguir la actual tendencia, retornaría a su más elevando nivel histórico verificado a fines del siglo XIX. Si bien Piketty no adhiere explícitamente a la tesis del estancamiento secular, su tesis del crecimiento de la desigualdad se fundamenta en el pronóstico de la continuidad de un crecimiento económico bajo –acompañado de un escaso crecimiento poblacional– para las próximas décadas. Según Piketty la explicación de este fenómeno reside en el hecho de que a través de la historia (salvo en el período excepcional de la posguerra) el rendimiento del capital resulta recurrentemente mayor que la tasa de crecimiento económico de las sociedades. De modo tal que es suficiente que los propietarios del capital inviertan una pequeña parte para que la acumulación patrimonial (que el autor identifica con la acumulación de capital) se produzca a mayor velocidad que el crecimiento de la sociedad en su conjunto. En este contexto, los patrimonios heredados del pasado siempre superan a los constituidos en el curso de la vida de las personas. El crecimiento de los patrimonios privados y la sociedad de rentistas –que viven de la diferencia entre el rendimiento del capital y la inversión–, resultan factores que se desarrollan a la par. De modo que, aunque por otra vía, Piketty establece una relación estrecha y casi necesaria entre el bajo crecimiento económico, la baja inversión y el desarrollo de las finanzas. Piketty observa sugerentemente que la muy elevada acumulación de capital (más allá de que su concepto de capital difiere de la definición marxista) habría requerido en la primera mitad del siglo XX –y aún podría exigirlo nuevamente– una destrucción masiva (guerras mundiales y crisis del ‘30) como precondición de los llamados “Treinta Gloriosos” en los que, al contrario de la norma, se habría producido un alto crecimiento de la inversión y una tendencia a la disminución de la desigualdad. Estas tendencias sufrieron una reversión hacia el fin del boom, reestableciéndose la “norma” durante las últimas décadas.

El lugar de las guerras

Por último, resulta sugerente que el rol de las guerras mundiales en la expansión capitalista, se esté haciendo presente recurrentemente tanto en economistas que abonan la tesis del estancamiento secular como en los teóricos de la desigualdad, como Piketty. La cuestión no es nueva en sí misma, el problema ya se lo había planteado en su momento Keynes al preguntarse si era posible repetir los resultados económicos de la guerra (de la Primera Guerra Mundial) bajo condiciones de paz. Keynes obtuvo una respuesta contundente en 1939. Lo que resulta insinuante es que en el momento actual toda una serie de autores económicos pertenecientes a la burguesía estén redescubriendo con cierto asombro y con considerable escepticismo las “bondades” económicas de la guerra. Empezando por Krugman que insiste con un chiste banal de su autoría [22], en el que señala que Estados Unidos requeriría un amago de invasión alienígena para generar un gasto masivo (o sea, una provocación que desate una inversión estatal intensiva) y lograr una recuperación vigorosa. Siguiendo por Piketty que en El capital en el siglo XXI [23], se asombra una y otra vez del hecho de que solo grandes shocks combinados como las dos guerras mundiales del siglo XX, la Revolución rusa de 1917 y la crisis de los años ‘30, establecieron –como excepción histórica– un límite a la acumulación excesiva de los patrimonios y por tanto a la desigualdad, estimulando durante algunas décadas un crecimiento extraordinario de la inversión y del PBI junto con la creación de las nuevas “clases medias” cuyo estatus se encuentra hoy seriamente cuestionado. Pasando por Summers [24] quien, tras recordar que cuando Hansen proclamó el riesgo de estancamiento secular a fines de la década del ‘30 se le vino literalmente la guerra encima, lamenta que aunque es posible que algún “acontecimiento exógeno mayor” eleve el gasto o disminuya el ahorro en el camino de un incremento de las tasas de interés de “pleno empleo” en el mundo industrial, salvo una guerra, no resulta fehaciente de qué tipo de eventos podríamos estar hablando. Caso contrario, indica, la mayoría de las razones que exigen la caída de la tasa de interés de “pleno empleo”, es probable que continúen al menos durante la próxima década. Es por ello que recomienda –con énfasis renovado desde que los límites al crecimiento chino se volvieron más evidentes–, un mayor financiamiento de la inversión productiva impulsado por medidas de expansión fiscal en los países centrales donde las tasas de interés alcanzaron su límite cero. Por último, Martín Wolf, aportando sensatez al asunto, recuerda que si por desgracia el impulso fiscal de la Segunda Guerra Mundial fue un “deus ex machina” para la política, no puede repetirse en tiempos de paz. Agrega que en la actualidad, no obstante, al menos podría ser posible retornar a las tasas de la tendencia previa a la crisis para lo cual sería necesario un decidido apoyo a la demanda y la oferta de largo plazo mediante niveles mucho más elevados de inversión pública [25].

El escepticismo de la economía (política) con respecto a la baja inversión, la escasa demanda y el crecimiento, en conjunción con las añoranzas guerreras, dan la pauta del carácter estructural de los problemas que asolan al capital.

SEGUNDA PARTE

Síntomas y fundamentos

La serie descriptiva de constataciones y fundamentos no demasiado concatenados que integra la tesis del estancamiento secular, representa más que una “teoría” una evaluación empírica respecto del funcionamiento del capitalismo con punto de partida en la debilidad económica pos Lehman. Evaluación que exige a sus autores volver la vista sobre las décadas anteriores signadas por el fin del boom de posguerra y los años de neoliberalismo. Tras aquella mirada retrospectiva, la conclusión fundamental que postula la tesis consiste en la definición de que durante los últimos aproximadamente 40 años, el capitalismo se rige por una suerte de dualismo contradictorio que oscila entre el desarrollo de burbujas crediticias “exitosas” que impulsan el crecimiento –significativamente más moderado que el de posguerra– y las tendencias al estancamiento económico, con primacía durante los últimos años. Encontramos –no sin cierta sorpresa– tanto en el diagnóstico y pronóstico del estancamiento secular como en esa mirada retrospectiva, en la evaluación de los límites al crecimiento de la productividad y la inversión, en la apreciación del capitalismo como máquina generadora de desigualdad –Piketty– y en la mirada entre tímida y displicente que la teoría económica burguesa le dirige a la guerra, elementos de caracterización que desde el marxismo venimos identificando hace décadas. Nuestras propias explicaciones han estado centradas en la evaluación de aquello que un sector bastante hegemónico de la academia burguesa hoy aborda como la dicotomía entre burbujas y estancamiento. Pero donde la teoría burguesa solo identifica hechos y síntomas –la debilidad de la “oferta potencial”, la tendencia decreciente de la tasa de interés, etc.– los marxistas buscamos fundamentos. Así se llega a la definición de que el trasfondo de tal dicotomía debe rastrearse tanto en las características de la crisis de la década del ‘70 como en las particularidades de su resolución. Aquella crisis ponía de manifiesto un exceso de acumulación de capitales derivado de los altos ritmos de inversión del boom junto a la caída de la tasa de ganancia asociada a dicha acumulación [26]. La caída de la tasa de ganancia fue en gran parte mitigada por la ofensiva neoliberal que se inició a fines de esa misma década y que incluyó la ulterior reconquista de China y de Europa del Este, para la producción capitalista. Si se mira por sus resultados, dicha reconquista actuó –si se permite la metáfora– como una “pequeña guerra”, en la medida en que habilitó nuevas regiones para la acumulación ampliada y colocó a disposición del capital, sendos “ejércitos de reserva”. Neoliberalismo y restauración, resolvieron parcialmente [27] los problemas de la sobreacumulación. Pero es precisamente en ese carácter parcial donde deben buscarse tanto las causas de la “Gran Moderación” de las décadas precedentes a la crisis como aquellas de la dicotomía “burbujas-estancamiento”. En última instancia, es ese movimiento dual y contradictorio, esa coexistencia de condiciones mejoradas para la producción y acumulación de valor por un lado y la persistencia de un exceso de acumulación de capitales en los países centrales por el otro, el que está en la base de las formas particulares que adoptó la inversión del capital durante los últimos aproximadamente 40 años. Nos referimos a la combinación de fenómenos asociados a la producción de valor y plusvalor por un lado y a la sobrevaluación de activos financieros por el otro. Ambos fenómenos favorecidos por la creciente liberalización del movimiento de capitales que impulsó la internacionalización tanto financiera como productiva del capital. Entre el primer tipo de fenómenos destacan tanto el desarrollo del sector informático en Estados Unidos en la década del ‘90, como la deslocalización de la producción norteamericana hacia China y desde Alemania y los países de Europa central hacia el Este –junto con la inmigración hacia el centro– en los 2000, o el propio desarrollo de la construcción con epicentro en Estados Unidos en los mismos años. Entre el segundo tipo de fenómenos destaca tanto la “inversión” masiva de capitales en toda forma de activos financieros, como el creciente mecanismo de recompra de acciones entre las propias empresas. Estos últimos mecanismos que desplegaron toda su potencia fundamentalmente en el mundo anglosajón (Estados Unidos y Gran Bretaña), en España y en menor medida en países como Francia, representan, en última instancia, la expresión de la escasez relativa de fuentes para la valorización del capital y, por lo tanto, de los límites existentes para la acumulación ampliada. La tesis del estancamiento secular no considera ni los resultados del neoliberalismo en su conjunto, ni –excepto post festum– el lugar de China y Europa del Este en tanto destinos de la inversión del capital, como factores de apoyo “real” de los distintos ciclos de formación de burbujas “exitosas” en los países centrales. Tanto los motivos de un nivel de inversión superior al actual como del carácter moderado del crecimiento y de la dicotomía entre burbujas “exitosas” y extraordinaria “valorización financiera” durante las décadas previas a la crisis, permanecen inexplicados. Esa ausencia vuelve a la tesis impotente para revelar las razones del actual “estancamiento secular” por oposición al “crecimiento moderado” del período precedente.

No es soplar y hacer burbujas

Hasta cierto punto y visto desde ahora, el renovado impulso de China y las bajas tasas de interés norteamericanas posteriores al estallido de la crisis de 2008, reeditaron la relación chino-norteamericana de décadas previas. Esta combinación –tal como se señaló– detuvo el amenazante escenario de la Gran Depresión y otorgó fuerza renovada a la burbuja de las materias primas que operó esencialmente (salvo en el caso de la producción de petróleo de esquisto en Estados Unidos) por fuera de los países centrales. Sin embargo, la renovada relación adquirió en gran parte el formato de una parodia. Y ese costado contribuye considerablemente a explicar la debilidad de la recuperación de los últimos años. Dicho de otro modo, aporta pistas para comprender por qué tasas de interés cero durante un período históricamente extenso no alcanzaron para estimular una burbuja “exitosa” en el centro –en Estados Unidos en particular– o, lo que es lo mismo, un crecimiento aceptablemente moderado como el de décadas pasadas. Hay que tener en cuenta que si tras el gigantesco plan de estímulos gubernamental, la economía china logró retomar una alta senda de crecimiento que la catapultó como segunda economía mundial, comenzaba a sufrir a la vez los efectos combinados de una tendencia interna a la sobreacumulación de capitales –con una inversión cercana al 50 % del PBI y reducción de la rentabilidad– y los límites que el estancamiento de la economía mundial imponían a su “modelo” exportador. Estos factores constituyeron el punto de partida del intento de la burocracia gobernante de efectuar un giro triple hacia un “modelo” mercado internista, una mayor ofensiva en cuanto a exportación de capitales y la internacionalización del yuan. Los límites de esa compleja transición, no obstante, se hallan en el origen de las burbujas que tuvieron lugar en China. Inmobiliaria primero y bursátil después, impulsadas por el gobierno para garantizar tanto un espacio para la “valorización” del capital como para sostener la demanda de consumo interno [28]. No por casualidad China resultó el paradigma del desarrollo de la deuda privada que durante el período 2007/14 y en términos brutos, creció 111 % con respecto a su PBI [29]. Deuda e inversión en esos años, no hallaron correspondencia con el nivel de crecimiento de la economía china. Summers reconoce, con retardo, que cualquier discusión debe comenzar por China que “sirvió concretamente más entre 2010 y 2013 de lo que los Estados Unidos lo hicieron en todo el siglo XX” [30]. También señala al gigante asiático como motor impulsor de esa indefinición llamada “mercados emergentes”, únicos “puntos brillantes” en el firmamento en el curso de la recuperación, beneficiarios de la burbuja de las materias primas y –como se mencionó– “destinatarios sustanciales de capital de los países desarrollados que no han podido ser invertidos productivamente en casa” [31]. Sin embargo, la tesis de Summers evita hurgar la relación entre los diversos períodos en el centro y las características de la inversión allende “casa”, en tanto posible factor explicativo de la distinción entre burbujas “exitosas” con crecimiento moderado versus estancamiento secular en “casa”. Sucede que posteriormente a la crisis de 2008 –tal como se señaló–, el crecimiento de gran parte de la inversión en China se asentó sobre burbujas. Mientras tanto el espacio de producción para exportaciones se limitaba progresivamente, el crecimiento de la cadena de suministros se desaceleraba y la producción se volvía menos intensiva en mano de obra, la población envejecía aceleradamente, la migración rural hacia las ciudades perdía impulso y los salarios se incrementaban comparados con las ventajas iniciales [32]. No aparenta sensato tratar la escasa inversión en el centro como problema econométrico derivado de la imposibilidad de reducir las tasas de interés a niveles absurdamente negativos. Al menos intuitivamente –y si se comparan los períodos 2001/8 y 2010/15– parece existir una correlación entre las posibilidades de producción y acumulación de valor y plusvalor allende “casa” y las condiciones del desarrollo de burbujas “efectivas” en el centro. Por otra parte, la crisis de 2008 limitó en buena medida el festival de crédito que, en particular durante la década del 2000, contrarrestó el estancamiento o caída directa de los salarios en los países centrales, incorporando por ejemplo los créditos masivos al consumo como novedad histórica, y como punción de los bancos sobre el plusvalor. El incremento de la explotación –fundamento del ascenso de la tasa de ganancia– se expresa en la actualidad como debilidad del consumo de masas que se traduce en dificultades para la realización del plusvalor. Los problemas de la escasa inversión y demanda de consumo, mirados como problemas de la acumulación del capital y su realización, coexisten como cuestiones estructurales de largo plazo cuya resolución parcial quedó coartada por la explosión de la última burbuja. Los límites aún relativos para la inversión del capital internacional en China y el incremento de la desigualdad que a partir de 2008 cobró la forma de un problema para la realización, contribuyen en gran parte a explicar el hecho de que incluso tasas de interés históricamente bajas no atinan a generar un estímulo suficiente para la inversión. De hecho, la cuestión China comenzó a adoptar una “tercera dimensión” más cruenta durante el año en curso. Los flujos de capital neto con destino a los países llamados “emergentes” cayeron abruptamente durante 2015, marcando su mayor declive en 30 años. El menor crecimiento chino sin resultar catastrófico –al menos por ahora–, debilita por un lado el único motor propulsor de la economía mundial y, en particular, a los “mercados emergentes” destinatarios privilegiados de la inversión –en gran parte especulativa durante los últimos años [33]– que no tiene lugar en “casa”. Por el otro lado y como puede verificarse en faraónicos proyectos de inversión externa, en la fundación del Banco de Inversión en Infraestructura, en las políticas de liberalización del yuan y en su reciente incorporación a la canasta de monedas del FMI, transforma a China de “El Dorado” de antaño en un competidor por los espacios mundiales para la acumulación ampliada del capital. Se trata de un aspecto clave que obligó a incorporar el factor China –post festum y con mucha liviandad–, en las especulaciones de la tesis del estancamiento secular. Su contracara combina dos aristas. Por un lado, la propaganda frenética de la prensa anglosajona sobre las ventajas inéditas de la India para la inversión internacional del capital, y la exigencia de reformas en aquel país como parte de un intento de hallar un nuevo “El Dorado”, más allá de las posibilidades reales. Por el otro, la insistencia más incisiva respecto de la necesidad de políticas fiscales expansivas e inversión en infraestructura en los países centrales, como recomiendan Summers, Wolf, Krugman y otros.

Hacia una nueva configuración

El menor crecimiento de la economía china y los apremios de la Reserva Federal que por primera vez en 7 años elevó módicamente la tasa de interés [34], están limitando la combinación de factores [35] que durante los últimos años permitió frenar las tendencias abiertas por la Gran Recesión. La burbuja de las materias primas que se nutrió de aquella mixtura, pierde aire, fundamentalmente en lo referente a materias primas industriales. Países denominados “emergentes” como Rusia, Brasil [36], Sudáfrica o Turquía –de alto crecimiento durante los últimos años– entran en recesión o moderan significativamente su perspectiva. Está en curso una reversión del flujo de capitales desde la “periferia” hacia el “centro” y hacia Estados Unidos en particular. Como resultante, la brecha entre “ahorro e inversión” se incrementa y los Bancos Centrales de los países de altos ingresos enfrentan serias dificultades para apelar a nuevas reducciones de la tasa de interés. Los países “emergentes” cuya deuda privada en dólares se incrementó desde 1,7 billones en 2008 hasta 4,3 billones en 2015, sufrirían el impacto del aumento –aún cuando se espera que prosiga una escalada suave– de las tasas, que a su vez podría instalar tendencias recesivas al interior Estados Unidos.No se analizará aquí la perspectiva de la crisis económica mundial en el corto plazo [37] aunque se dejarán señalados, no obstante, tres interrogantes centrales. En primer lugar y por un lado, el incremento de las tasas de interés –de persistir como política– puede suavizar el auge bursátil norteamericano comenzando a preparar las condiciones para apelar eventualmente a una nueva reducción. Sin embargo, por el otro, en la medida en que aumenta el valor de las deudas en dólares, refuerza las tendencias descendentes de los precios de las materias primas, fortalece el dólar y agudiza el retorno de capitales hacia el centro, incrementa la probabilidad de episodios de estallido financiero. Cuestión que deja abierto un eventual nuevo escenario de pérdida de control de la crisis por parte de los estados. De hecho, según Summers, los peligros que enfrenta la economía mundial en la actualidad son más graves que nunca desde la quiebra de Lehman en 2008. En segundo lugar, y aún cuando existe bastante consenso sobre el hecho de que el crecimiento de la economía china se sostendrá en un nivel aceptable de alrededor del 6,8 anual, se considera que dicha perspectiva resulta incompatible con una inversión que ronda el 40 % del PBI [38]. Asunto que impide sostener la demanda en los niveles actuales y asume que el mundo pierde a China como último motor que a partir de 2009 proporcionó un poderoso impulso a los exportadores de materias primas industriales y de bienes de inversión [39]. Si se asocia la necesidad de incrementar las tasas de interés por parte de la Fed con el menor crecimiento chino –que a su vez vuelve al país asiático más ofensivo en sus políticas destinadas a la exportación de capitales–, se deduce que esta combinación de elementos abre otros dos escenarios posibles. En primer lugar –y aún cuando no existen en un horizonte cercano señales claras de ello– no puede descartarse como posibilidad que algún sector, beneficiándose de cierta ventaja particular, devenga punto de partida de una nueva burbuja que reemplace a la de las materias primas, otorgando a la economía capitalista mundial un respiro temporal. De lo contrario y en el que parece el escenario más probable, se irá asentando una tendencia hacia un mayor estancamiento. En este último sentido, Summers alerta sobre el riesgo de que la economía mundial caiga en una trampa al estilo de la de Japón durante los últimos 25 años [40].

TERCERA PARTE

Sobre forma y contenido

La teoría económica marxista nació como crítica de la economía política clásica. Aprehendiendo por un lado lo más revolucionario de los logros científicos alcanzados por la burguesía naciente y, a la vez, criticando incisivamente sus limitaciones. Los problemas de la forma y el contenido adoptaron una presencia estelar en esta relación dialéctica que Marx estableció con la economía política de aquel entonces. Hasta cierto punto –y salvando todas las distancias del caso– dilucidar las tendencias del capitalismo actual, exige aportar elementos para la crítica de lo más perspicaz del pensamiento económico burgués contemporáneo [41], hurgando nuevamente en los problemas de la forma y el contenido. Problemas que resultan sugerentes a la hora de pensar el contenido que corresponde a la forma de aquello que se expresa como la dicotomía “burbujas versus estancamiento”. Como se formuló en términos más concretos en la segunda parte, esta dualidad remite a los problemas de la producción de valor y su acumulación ampliada. El exceso crónico de “ahorro” sobre “inversión” es expresión de una porción creciente de plusvalía que no se reinvierte productivamente y que por tanto no abona el proceso de la acumulación. La tendencia decreciente de las tasas de interés en los países centrales durante las últimas décadas no es más que la contracara de esta contradicción o, lo que es lo mismo, es expresión de las dificultades que enfrentan las políticas estatales para contrarrestarla. La forma “burbuja” significa que algún sector de la economía, con condiciones particularmente ventajosas, toma impulso y sin lograr influir con igual potencia sobre el conjunto de la economía, deviene un factor aglutinador de masas de dinero prestadas a bajo costo. El capital tiende a acumularse en exceso sobre el sector en cuestión y se producen al menos dos efectos fundamentales. Por un lado, aunque el resto de la economía no logra contagiarse del impulso en igual magnitud, se genera una reactivación que consigue mitigar una situación de potencial estancamiento. Por el otro, el carácter parcial y sectorial que asume la acumulación –por ejemplo el desarrollo de las punto com en los años ‘90, en simultáneo con la ofensiva neoliberal o la burbuja inmobiliaria con epicentro en Estados Unidos en los 2000, en sincronía con la conquista de nuevos espacios para la acumulación– le otorga precisamente la forma de una “burbuja”. Es decir, un sector donde el capital se acumula con frenesí produciéndose en consecuencia, un distanciamiento creciente entre “precios” y valores. Ese alejamiento se manifiesta en el incremento del capital ficticio, o dicho de otro modo, en el crecimiento de los precios, ya sea de las acciones, de las propiedades inmobiliarias, de las materias primas o de otros activos como los financieros que se multiplican en una escala verdaderamente novedosa por encima de la cantidad de trabajo social necesario sobre el que se asientan. La deslocalización de la producción en los países centrales y la huída hacia regiones de alta valorización y escasa acumulación como fue China en su momento, la lucha “incansable” por el plusvalor absoluto con todas las expresiones políticas de ella derivadas, la liberalización e internacionalización del capital, la recompra de acciones entre las mismas empresas como contratara de esa relativamente escasa acumulación ampliada, los créditos masivos al consumo entre otros varios aspectos, se encuentran en la base del modo cada vez más engañoso en que el valor se pone de manifiesto a través de la forma de “precio”. Pero la ley del valor o la “norma” opera en última instancia y así sucede cuando las burbujas estallan y los precios de las acciones, los derivados y todo tipo de activos se derrumban y se acercan progresivamente a los valores. La ley del valor o el contenido, se pone entonces de manifiesto tal como se impone la ley de gravedad –como decía Marx– cuando a uno se le viene la casa encima. La dicotomía “burbuja vs. estancamiento” es, en última instancia, expresión de la relación específica entre forma y contenido del capital en nuestro tiempo. Sin embargo y como elemento clave de actualidad, interesa el alerta de Summers en el sentido de que las tasas de interés históricamente bajas –negativas en términos reales– que rigen en este momento en los países centrales, son el síntoma de que el asunto ha empeorado y que para alcanzar el “equilibrio” son necesarias tasas de interés insoportablemente bajas que ponen a la economía recurrentemente al borde del estallido, esta es la contradicción que asola actualmente a la Reserva Federal. El escaso éxito de este estímulo crediticio exacerbado durante los últimos 7 años asume entre sus causas los límites formulados en la anterior parte.

Crítica de las causas esgrimidas

El crecimiento aletargado de la productividad –y la débil inversión como trasfondo–, el bajo crecimiento poblacional y el incremento de las desigualdades sociales constituyen –tal como se desarrolló–, causas fundamentales que esgrimen todos los mentores de la tesis del estancamiento secular. Las explicaciones sobre el primer aspecto ya sea en la versión de Gordon o Eichengreen –más allá del menor o mayor “optimismo” y con todo lo que tienen de sugerente–, no dejan de ser descripciones donde lo esencial –la inversión declinante en tecnología– permanece inexplicado. La incapacidad de las nuevas tecnologías de lograr una revolución productiva queda fundamentada por las causas que explican el bajo crecimiento, con lo cual la cuestión se vuelve circular. El argumento que incorpora Summers, subrayando el abaratamiento de los elementos de tecnología informática que crecientemente integran el capital constante como fundamento del bajo volumen de inversión, deja formulado un aspecto nuevo. Interpretado mediante herramientas marxistas, el abaratamiento de los elementos que constituyen el capital constante, es una de las causas que contrarrestan la caída de la tasa de ganancia derivada de la acumulación ampliada del capital. Si la hipótesis de Summers es correcta, es cierto que el abaratamiento de una parte de los componentes puede haber favorecido por un lado el proceso de recuperación de la tasa de ganancia aunque, a la vez y por el otro, puede estar actuando como factor limitante de la inversión. Queda sugerido que un mecanismo que en condiciones “normales” alienta la acumulación creciente de capital, en las circunstancias actuales, podría estar contribuyendo a un progresivo “exceso de ahorro”. Incorpora de este modo a los problemas ya planteados, eventuales límites internos para promover una inversión acorde al volumen de capital existente [42]. La segunda causa esgrimida, el bajo crecimiento poblacional –aspecto muy importante en la tesis de la desigualdad de Piketty [43]– en los países centrales, remite también en última instancia al problema de la productividad y la inversión. En términos abstractos y genéricos se puede considerar lógico que sociedades en las que crece la tasa de longevidad y disminuye la de natalidad, necesiten alcanzar una mayor productividad del trabajo. Sin embargo la teoría económica invierte los términos y define al bajo crecimiento poblacional como causante del alicaído crecimiento de la productividad y la inversión. Se ve inducida así a expresarse de la forma más sincera y dramática. El capital ve con terror lo que en gran parte es su propia obra, consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas. Esto es que la combinación de la extensión de la expectativa de vida y un índice relativamente bajo de nacimientos, no resulta compatible con las necesidades crecientes de succión de plusvalor. El débil crecimiento poblacional de los países centrales se presenta como un obstáculo relativo (si se considera una desocupación cercana al 21 % en España o al 25 % en Grecia, o la afluencia inmigratoria) a la creación de ejércitos industriales de reserva, imprescindibles para abaratar el valor de la fuerza de trabajo. A su vez, y como el capital piensa todo en términos de lo que es –un valor que se valoriza–, la economía burguesa piensa todo en términos de costos. De este modo autores como Davies plantean abiertamente que la “productividad” tendrá que contrarrestar la situación demográfica. En otros términos, los jóvenes trabajadores tendrán que pagar con más plusvalía relativa la vida “improductiva” (en el sentido de la producción de plusvalor) de los viejos o mejor aún, tendrán que producir una cuota mayor de plusvalor cuando jóvenes, para pagarse una prolongación “improductiva” de sus vidas. La conquista de “tiempo libre” aunque más no sea por el aumento de la expectativa de vida, se presenta como un obstáculo para el desarrollo del capital al que no interesa en lo más mínimo la necesidad de las sociedades de incrementar la producción de valores de uso –lo que Marx definió como el contenido material de la riqueza–, sino que busca incrementar la producción y reproducción de valor que es la forma específica que los valores de uso adquieren en el modo de producción capitalista. Pensada en estos términos la cuestión plantea una contradicción entre el devenir del capital y el devenir de la humanidad y en términos estratégicos pone de manifiesto los límites del reformismo. A decir verdad, actualiza en gran parte la discusión sobre las posibilidades de desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo, en la medida en que opone el incremento de la expectativa de vida a las necesidades del capital como algo que solo podría resolverse incrementando la productividad en un contexto de “estancamiento secular”. Y precisamente porque este es el contexto, el problema se presenta como una suerte de círculo vicioso en la medida en que remite nuevamente a la escasa inversión y a los declinantes índices de crecimiento de la productividad. Por ello, las fuentes de plusvalía absoluta (nuevas reservas de trabajo abundante y barato, como las oleadas migratorias, India, México, entre otros) suenan siempre como una bendición y en gran parte una contratendencia al bajo crecimiento capitalista de las últimas décadas. Por último, la “preocupación” por la desigualdad y la lucha por la obtención de una cuota mayor de plusvalor parecerían en principio términos contradictorios. Por supuesto que a la teoría económica burguesa la desigualdad no le preocupa salvo en la medida en que puede limitar la realización del plusvalor. Y esto es lo que parece estar sucediendo desde la recuperación de 2010 cuando debido a los grandes niveles de endeudamiento de los hogares, el crédito al consumo ya no puede jugar el rol de años anteriores. La única salida que entonces puede pensar la burguesía para los países centrales es otra vez aumentar la plusvalía relativa, cuestión que hasta cierto punto y a la vez que eleva la desigualdad en términos relativos, sería eventualmente compatible con incrementos salariales que regeneren por ejemplo a la “clase media” norteamericana. Pero la cuestión es que esta vía de solución nuevamente solo podría lograrse a través del incremento de la productividad, lo que retorna una vez más sobre el mismo asunto.

Las causas que cita la teoría económica para explicar la contradicción que pone de manifiesto, resultan de este modo –y en su mayor parte– más que causas, consecuencias. Sin embargo la obsesión por la escasa inversión y las fuentes de plusvalor tanto absoluto como relativo repican, en realidad, sobre los problemas de contenido, esto es, los problemas de la producción, la realización y la acumulación ampliada del valor.

Destrucción “creativa”, guerra y naturaleza del capital

El recuerdo nostálgico del lugar de las guerras en la expansión capitalista aparece en Summers, Krugman, Wolf y Piketty como contracara de la repetición de los problemas estructurales de largo plazo que identifican. El “Deus ex maquina”, el “impulso externo”, se hacen presentes en la mente de los economistas como el recuerdo de una especie de fuerza natural que vino a desatar el gasto o a despertar los “espíritus animales”. De hecho el reconocimiento displicente del lugar de las guerras como motor de la inversión capitalista –aunque por supuesto no como planteo “programático”–, es confesión de una “dimensión desconocida” de la economía burguesa. Hace ya casi un siglo que la teoría de raíz keynesiana lamenta la imposibilidad de obtener los resultados de las guerras en condiciones de paz. A decir verdad, el rol extraordinario de las guerras en el desarrollo capitalista no se puede abordar seriamente más que considerando los límites históricos del modo de producción capitalista. El exceso de capacidad –o la sobreacumulación de capital– en tanto limita el proceso de acumulación ampliada, representa –como se señaló reiteradas veces–, un factor explicativo clave de la disminución del crecimiento durante las últimas décadas y, en última instancia, del menor crecimiento de la productividad. La ausencia de condiciones para la acumulación del capital en los antiguos centros industriales –tal como señala Isaac Joshua [44]–, impulsó a partir de los años ‘80 y ‘90 del siglo XX la inversión directa de capital productivo en el extranjero y las deslocalizaciones que prefiguraron la actual estructura productiva norteamericana. A su vez el resultado de este proceso se terminó constituyendo, casi como en un juego de espejos, en factor clave del impulso de la actual sobreacumulación en países como China. Cuestión que derivó finalmente en la necesidad asociada del gigante asiático de incrementar la exportación de capitales, transformándolo en nuevo competidor por los espacios de acumulación. Espacios cuya creación deviene un imperativo para dar lugar a un crecimiento económico “aceptable” bajo las condiciones del modo de producción capitalista. El rol económico de las guerras en situaciones de sobreacumulación de capitales tiene, entonces, doble faceta. En primer lugar, los propios preparativos para la guerra crean áreas nuevas para la acumulación y en ese sentido actúan como motor del gasto y la inversión. Este es el aspecto que identifican, Summers, Krugman y otros. Hasta cierto punto en esta primera forma, las guerras juegan un rol similar al que jugó China en los años 2000. Gordon y Robert Krenn dicen que en el verano de 1940 Estados Unidos “fue a la guerra” [45]. Krugman explica que bastante antes de Pearl Harbor el gasto militar se elevaba mientras Estados Unidos se dedicaba a sustituir barcos y otros armamentos enviados a Gran Bretaña. A la vez se construían a toda velocidad campamentos militares para albergar a los millones de nuevos reclutas. Cuando el gasto militar empezó a crear empleos y se incrementaron los ingresos familiares, también se recuperó el gasto de los consumidores y cuando las empresas vieron que subían las ventas, respondieron a su vez aumentando el gasto. Y así fue como se terminó la Depresión, remata Krugman, y todos los trabajadores volvieron a trabajar. Por el contrario, todos los programas de creación de empleo bajo el New Deal, resultaron siempre demasiado estrechos, dado el nivel de la crisis y nunca lograron reducir la desocupación por debajo del 11 % [46]. Y es que si el New Deal había resultado en sí mismo un mecanismo ciclópeo de contención de la crisis que logró reducir en buena medida –aunque parcialmente– la desocupación y sacar a la economía de la parálisis, un gasto estatal mayormente “improductivo” no podía resolver el gran obstáculo para la acumulación ampliada asociado a la sobreacumulación de capitales. La preparación para la guerra habilitaba, por el contrario, el montaje del aparato militar industrial, parasitando una demanda garantizada por el Estado, con la posterior “ocupación” (reclutamiento) de 17 millones de hombres en el ejército, la incorporación masiva al mercado de trabajo de las mujeres y los negros y la limitación del derecho de huelga bajo el lema “ganar la guerra es producir más”. El Estado cambiaba su rol y se transformaba en demandante de barcos, armamentos y todos los implementos necesarios para montar campamentos militares, además de gran disciplinador de la fuerza de trabajo. Es decir, demandante de mercancías, en cuya producción se genera valor y cuya demanda queda garantizada por el Estado. El Estado cambiaba la prioridad de un “gasto” fundamentalmente improductivo, desde el punto de vista de la producción de valor y plusvalor, hacia otro destinado a demandar trabajo productivo. Estas fuentes de nuevo tipo para la acumulación no pueden ser reemplazadas por “vías pacíficas” –salvo parcialmente por eventuales nuevas “chinas”, “indias”, etc.– porque precisamente la guerra surge como respuesta –en múltiples sentidos– a la ausencia de ramas o sectores para la acumulación en contexto “normal” o en contexto de “paz”. La guerra y sus preparativos tienen la virtud de abrir paso a la acumulación en contexto de sobreacumulación y por eso representan un grado de estímulo al gasto estatal que no puede producirse en condiciones normales. Sin embargo, este es solo un aspecto del poder de la guerra que tiene una segunda faceta aún más estratégica. En su propio desarrollo y debido a su capacidad destructiva, las guerras liberan capacidad instalada, eliminan capitales, destrozan fuerza productiva, generan condiciones de miseria insoportables y, en ese sentido, llevan adelante una función similar a la de las crisis capitalistas pero en una escala verdaderamente ampliada. Escala en la que, dado el nivel de acumulación de capital en la época actual, no podrían operar los mecanismos normales de las crisis.

La teoría liberal en boca de autores como Hayek o Schumpeter o de sus representantes actuales como el economista liberal de la Universidad de Chicago, ex jefe de FMI, Raghuram Rajan, sinceran en realidad la lógica del funcionamiento del capital. Rajan sostiene que “la recuperación solo es firme si se produce por sí sola. Pues todo resurgimiento que se deba meramente a un estímulo fiscal deja sin realizar parte de la labor de las depresiones y añade al residuo indigerido del desajuste, un nuevo desajuste propio que habrá que resolver a su vez, con lo cual amenaza a las empresas con otra crisis futura” [47]. Este posicionamiento, sensato desde un punto de vista, resulta ahistórico y antipolítico desde otro y por lo tanto, utópico. Sensato, en la medida en que reconoce la necesidad destructiva como precondición para un nivel de acumulación acorde a los requerimientos de los volúmenes de plusvalor existente. Utópico por cuanto soslaya que dados los niveles de acumulación de capital imperantes, difícilmente el nivel de destrucción requerido –con todo el hambre, desocupación y miserias que traería aparejado– pueda alcanzarse antes del advenimiento de estallidos revolucionarios [48]. La teoría liberal fue y es incapaz de reconocer las condiciones del fin del laissez faire que aquejan al capitalismo desde las primeras décadas del siglo XX, inhabilidad que le impidió ver el salto en calidad del rol del Estado con respecto a la economía. El lugar de las guerras es parte indisoluble de ese salto en la medida en que el Estado aparece como planificador y director de la economía para la consecución de la tarea de la acumulación ampliada del capital. En un sentido y más que nunca, la política es economía concentrada. Pero el accionar saneador de la crisis por la vía de las guerras con todas las miserias, destrucción y muerte que acarrea acaba convirtiéndose también, en otra palanca para la revolución. El keynesianismo surgió, tras la experiencia de la Primera Guerra Mundial, como invento “teórico” de la burguesía tardía en tanto última línea de defensa del capital. Formato renovado de reformismo que buscaba evitar la guerra, aunque reproduciendo sus resultados económicos en condiciones de paz. Su objeto consistía en dirigir económicamente el accionar del Estado a través de medidas fiscales y monetarias para evitar la destrucción de fuerzas productivas cuya necesidad señala la escuela liberal. El fracaso de esta meta quedó sellado desde dos ángulos. Por un lado, en las propias palabras de Keynes quien acabó reconociendo que “Parece políticamente imposible que una democracia capitalista organice el gasto en una escala necesaria para realizar el gran experimento que daría prueba a mis tesis –salvo que se verifique una guerra”. Por el otro, por el propio advenimiento de la Segunda Guerra Mundial que, dicho sea de paso, dio también por tierra con la versión de Hansen del estancamiento secular. El keynesiano y sus lejanísimos primos neokeynesianos –que hay que remarcar que como Summers, Krugman y si se quiere, Piketty, son efectivamente muy lejanos– devienen en realidad grandes “demoradores”, militantes en mayor o menor escala de un “reformismo” que tiene poder en el corto plazo aplazando las crisis, como estamos viendo en la actualidad, pero impotente para restablecer las condiciones de la acumulación del capital en sentido estratégico. De esta contradicción se desprenden sus lamentos.

Si estamos en lo correcto y las cartas están echadas en un sentido estratégico, se pueden augurar distintos escenarios en el más largo plazo retomando las configuraciones más inmediatas señaladas en la segunda parte. Por un lado y si difícilmente una perspectiva “a la Rajan” pueda ser producto de una decisión consciente, nuevos episodios al estilo 2008, incluso de mayor duración y envergadura, no pueden descartarse en el actual escenario abierto. Por otra parte y si bien un contexto con mayor contenido bélico no necesita ser presagiado [49], nadie se animaría a pronosticar –al menos en el período próximo– una nueva guerra mundial. Sin embargo, el esquema neoliberal que permitió los años de crecimiento moderado pero, al decir de Summers, “aceptable”, se estrelló contra sus propios límites. Aunque –como ya se señaló– no puede descartarse teóricamente un eventual respiro temporal, la perspectiva estratégica de destrucción está inscripta en las condiciones estructurales actuales del capital, pudiendo asumir ya sea la forma de nuevas catástrofes como la del ‘30, de nuevos estallidos financieros, de estancamiento prolongado, de variantes similares a la ofensiva neoliberal, de nuevos conflictos armados, o de una combinación de estos escenarios.

En definitiva la línea divisoria entre reformismo y marxismo está trazada sobre el interrogante de si ante las condiciones estructurales actuales es posible imaginar un escenario reformista de largo plazo o si ese anhelo amenaza transformarse en una nueva trampa. El riesgo no consiste en sostener, por supuesto, que el desarrollo de la lucha de clases podrá obtener nuevas conquistas. El peligro es creer que podrán mantenerse durante un plazo medianamente prolongado, en las actuales condiciones del modo de producción capitalista. Los proyectos neo reformistas como Syriza, Podemos, el chavismo, el evomoralismo, el lulismo o el kirchnerismo en América Latina –que están dando paso actualmente al ascenso de una “nueva derecha” o transformándose ellos mismos en ejecutores de planes neoliberales [50]–, han trabajado y trabajan para amilanar al movimiento de masas postulándose como redentores del capital. Su acción es perversa porque lejos de “empoderarlo”, militan para que dejen de confiar en sus propias fuerzas. Actuar sobre el terreno para ayudar a que el movimiento obrero y las masas pobres confíen en el poder de su autoorganización, ayudarlo a prepararse para las luchas decisivas que vendrán –incluso a sabiendas de que enfrentaremos probablemente nuevas experiencias reformistas que serán efímeras– es la tarea que los revolucionarios consideramos que tenemos planteada en el período próximo. Se trata de una polémica estratégica que está planteado reabrir en gran escala con toda la izquierda que vislumbra una salida en el reformismo.

26 de diciembre de 2015

 

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