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Los límites del "bonapartismo" cristinista y los desafíos de la izquierda revolucionaria
por : Christian Castillo , Fernando Rosso

28 Aug 2012 |

El 54% de los votos obtenido por Cristina Fernández de Kirchner en la elección presidencial de octubre de 2011, que le permitió lograr la reelección en primera vuelta dejando muy por detrás a todos sus opositores, y el fortalecimiento del oficialismo en el Parlamento, no abrieron, sin embargo, un panorama libre de obstáculos para el gobierno. En primer lugar, porque al no tener CFK la posibilidad de otra reelección, salvo que se realice una nueva reforma constitucional, sacó a luz la disputa por la sucesión al interior del peronismo, con el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, como principal apuesta de los sectores peronistas más “tradicionales”, de donde proviene la mayoría de los gobernadores e intendentes del Frente Para la Victoria. A Scioli también apuestan las patronales enfrentadas con el gobierno nacional, como el Grupo Clarín o las patronales agrarias. A su vez, las tendencias al agotamiento del “modelo” llevaron al gobierno a responder con una política de “ajuste”, con quita de subsidios y alzas de tarifas, descargando la crisis sobre los hombros de los trabajadores y los sectores populares. Estas medidas potenciaron el freno de la economía en el primer semestre de 2012, donde el gobierno utilizó su poder político para reforzar sus tendencias “bonapartistas”. Estas políticas de ajuste cambiaron las condiciones de la lucha de clases con la emergencia de conflictos más duros. El otro dato saliente fue la ruptura abierta del kirchnerismo con Hugo Moyano, una disputa que se venía acelerando desde la muerte de Néstor Kirchner pero que se potenció desde el discurso de asunción del mando de CFK en diciembre de 2011. Mientras Moyano ha decidido jugar con Scioli en la interna peronista, el kirchnerismo alineó en su jugada “antimoyanista” a los sectores más retrógrados de la burocracia sindical. De conjunto, esto muestra un resurgir de las tendencias centrífugas; el kirchnerismo no solo ha perdido capacidad de atraer nuevos sectores sino que comienza a perder aliados.

En este marco, y pese a que no hay un desarrollo de la lucha de clases generalizado, aunque sí tendencias a peleas más duras, continúa el avance de los sectores clasistas en el movimiento obrero, como expresaron los resultados de distintas elecciones sindicales. Para nuestro partido y la izquierda clasista, que en 2011 logró una importante visibilidad política con la campaña electoral del Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT), está planteado el gran desafío de dar nuevos pasos en su influencia e inserción entre los trabajadores y la juventud, que le permitan ser una alternativa cuando la clase obrera complete su experiencia en curso con el gobierno de CFK y enfrentemos una nueva “crisis nacional”.

La desaceleración económica y las tendencias al agotamiento del "modelo"

En los últimos diez años nuestro país vivió un ciclo de crecimiento económico muy importante, con un promedio anual cercano al 8%, solo interrumpido por la caída del segundo semestre de 2008 y el primero de 2009. En artículos anteriores[1] nos hemos referido a las características de este período y del patrón de acumulación surgido a la salida de la convertibilidad, resaltando que en el marco de las diferencias creadas por el “dólar alto” luego de la devaluación, existe una gran cantidad de elementos de continuidad con la década de 1990, algo que el kirchnerismo pretende ocultar. Todo el discurso oficial se ha construido sobre la base de las presuntas bondades del “modelo de desarrollo industrial con inclusión social” como contrapuesto al “modelo del ajuste estructural” del menemismo.

Pero el “modelo” no solo no ha revertido la dependencia y el atraso generales de la economía nacional sino que la vociferada “recuperación industrial” no ha modificado lo central del patrón de la producción manufacturera surgido de la convertibilidad. Como señala un estudio, “la expansión reciente del sector manufacturero derivó (…) en la consolidación de dos de los principales legados críticos del ‘modelo financiero y de ajuste estructural’: a) una estructura fabril desarticulada y trunca, muy orientada hacia las primeras etapas de la transformación manufacturera y con marcadas heterogeneidades estructurales y desacoples en los niveles intra e interindustriales, y b) una fuerte redistribución de ingresos en detrimento de los trabajadores y a favor de las fracciones más concentradas y trasnacionalizadas del capital”[2]. No solo no se recompuso la producción de bienes de capital sino que la industria automotriz, vedette del crecimiento industrial de estos años, está fuertemente extranjerizada, tanto porque las terminales son parte de empresas multinacionales como por la muy alta composición extranjera de las autopartes que componen los vehículos. Cada automóvil fabricado en el país tiene un costo mayor a $ 15.000 en autopartes importadas. En el caso de la industria química, otro de los rubros con fuerte crecimiento en esta década, su balance comercial es deficitario con respecto a las exportaciones.

Por ello, aunque la industria se recuperó respecto de su peor caída en la crisis de 2002, su proporción dentro del PBI apenas creció un punto porcentual del promedio que tuvo en la década de 1990 (del 16 al 17%), ya que también se produjo en estos años una importante expansión de la producción agropecuaria, fundamentalmente de la soja, que hace que la economía nacional dependa, en gran medida, de los precios de exportación de este sector. El crecimiento de la megaminería también contribuyó a mantener los niveles de primarización. El balance planteado para el desempeño industrial podría ampliarse al conjunto de los aspectos de la política kirchnerista. Una política energética que llevó al vaciamiento en la producción de gas y de petróleo y a la necesidad de dedicar más de 20.000 millones de dólares a la importación de energía entre 2011 y 2012. Una política de vivienda y de apropiación del suelo que favoreció la especulación inmobiliaria mientras se consolidó un déficit habitacional para tres millones y medio de familias que se hacinan en asentamientos, hoteles e inquilinatos. Una política agraria que favoreció la concentración de la propiedad de la tierra y la producción por parte de los terratenientes y capitalistas del campo en desmedro de los trabajadores rurales (dos de cada tres trabajan “en negro”) y los campesinos pobres. Una política minera que alienta el saqueo y la destrucción ambiental de las multinacionales. Una política financiera que priorizó el pago de la deuda externa a la vez que favoreció la fuga masiva de capitales y altas ganancias para la banca. Una política jubilatoria por la cual el 80% de los jubilados cobra el mínimo y los fondos de la ANSES son utilizados como caja para pagar deuda externa y subsidiar capitalistas. Una política hacia los trabajadores que mantuvo los niveles de precarización heredados del menemismo –el trabajo informal supera el 35% y es casi del 60% si se toman las distintas formas de empleo precario– y donde, pese a la baja del desempleo, ha caído la participación de los asalariados en la distribución de la renta nacional, debido a que en estos años los empresarios “se la llevaron en pala”, como admite el mismo discurso presidencial, mientras el salario real apenas recuperó los ya alicaídos niveles anteriores a la devaluación para los sectores en blanco y bajo convenio[3]. Una política de transporte que, de la mano de la continuidad de las concesiones privadas ferroviarias y del subte, mantuvo a este sector en estado calamitoso pese a los jugosos subsidios del Estado.

En este último caso, el del transporte, estamos viendo la emergencia de una crisis en gran escala, producto del agotamiento del esquema de concesiones privadas en los trenes y subtes inaugurado por el menemismo y continuado por los gobierno posteriores incluidos los kirchneristas. Esto lo vimos tanto en el “crimen social de Once”[4] como en la crisis que afecta al subterráneo de la Ciudad de Buenos Aires, donde la disputa entre el gobierno nacional y el jefe de gobierno, Mauricio Macri, por quién se hace cargo de su administración se da en medio del retiro de formaciones enteras por falta de fondos para su mantenimiento. A su vez, la baja o quita de subsidios al transporte de colectivos está llevando a aumentos de tarifas más directos o más graduales en prácticamente todo el país.

Actualmente la economía nacional se encuentra en proceso de desaceleración. Los pronósticos más serios plantean que el crecimiento difícilmente supere el 2%. Esta caída respecto del 7-8 % de 2011 se combina con la continuidad de altos niveles inflacionarios, que rondan entre el 20 y el 25% anual, lo que plantea para 2012 un fenómeno conocido como “estanflación” (estancamiento más inflación).

La desaceleración se produce, por un lado, por la baja performance de la economía brasilera, a la que nuestro país dirige buena parte de sus exportaciones manufactureras[5]. Esto repercutió fundamentalmente en limitar el crecimiento de la industria automotriz en el primer semestre del año[6]. También hubo una caída de las exportaciones a la Unión Europea, consecuencia de la recesión que afecta a la mayoría de los países del viejo continente[7]. En segundo lugar están las medidas de “ajuste”, producto de que las “cuentas no cierran”, y la decisión política de tomar distintas iniciativas para contener el deterioro fiscal. A esto se suman los fuertes vencimientos de los pagos de la deuda pública y los importantes gastos a realizar por el Estado en la importación de energía. Agreguemos que ha caído la inversión privada, primero por la política de las empresas imperialistas que en medio de la crisis giran todos los dividendos posibles a las casas matrices; y segundo, por la conducta de los capitalistas, más en general, que en épocas de crisis actúan acentuando la fuga de sus capitales hacia destinos más “seguros”, como los paraísos fiscales. Hay cálculos que mencionan la existencia de 400.000 millones de dólares de argentinos depositados en el exterior, más de dos veces el monto de la deuda externa, mientras los más conservadores hablan de 200.000 millones.

En un año en el que estaba en cuestión la continuidad del superávit comercial y una fuerte demanda de dólares por parte del Estado (para pagar deuda y para los gastos por importación energética) el gobierno recurrió a un control estricto de las importaciones y a una gran restricción en el acceso a la compra de la moneda estadounidense. Si bien desde el punto de vista de limitar las importaciones y frenar la fuga de capitales estas medidas fueron parcialmente “exitosas” (mientras que las exportaciones cayeron este año un 10%, las importaciones lo hicieron un 20% proyectándose para 2012 un superávit comercial de 11.000 millones de dólares), lo primero creó un fuerte desequilibrio en diversos rubros de la economía, que dependen para su funcionamiento de las importaciones, algo que golpeó particularmente a diferentes ramas de la industria que vieron una merma en su actividad. El segundo aspecto, las dificultades para la compra de dólares al precio oficial debido al “cepo cambiario”, impactó fundamentalmente en el negocio inmobiliario (que funciona dolarizado), paralizando la actividad en la construcción, ya golpeada por la baja de la obra pública. La gran contratendencia a esta caída ha sido el aumento de los precios de las exportaciones agrarias, que están a niveles superiores a 2008, tanto en lo que hace a la soja[8] como al maíz, donde en este último se espera un “boom” para la cosecha 2012-2013.

Si en años anteriores el gobierno decía que la economía argentina estaba “blindada” frente a la crisis internacional, ahora el discurso oficial sostiene que “el mundo se nos viene encima”. Esta afirmación tiene un doble objetivo. Primero, plantear que el gobierno no tiene responsabilidad en la caída económica, sino que esta es meramente un producto de causas “externas”. Segundo, utilizar la profundidad de la crisis capitalista mundial para justificar políticas de “ajuste” y limitar los reclamos obreros y populares. De hecho para tratar de equilibrar las cuentas externas (balanza comercial) e internas (rendimiento fiscal) el gobierno recurrió a medidas recesivas que favorecieron la caída económica, algo que supuestamente condenaba.

Aunque es innegable que la crisis mundial tiene inevitablemente efectos sobre la economía local, hay dos cuestiones que el discurso oficial deja de lado. Por un lado, las señales de agotamiento del “modelo” no son nuevas. Desde 2007 existe una tensión entre la rentabilidad capitalista y la competitividad externa de la economía, ya que los empresarios, que tienen una baja tasa de reinversión en la economía local en relación a sus utilidades[9], tendieron a mantener los altos niveles de ganancias logrados con la devaluación remarcando precios, lo cual incrementa el costo de la producción local disminuyendo las ventajas comparativas del “dólar alto”, algo que internamente se traduce en los altos niveles inflacionarios. También desde ese año se verifica una fuerte tendencia a la caída en los ritmos de creación de empleo[10]. Esta contradicción ya estaba presente cuando en el país se sintió con fuerza el primer golpe de la crisis internacional, en el segundo semestre de 2008 y el primero de 2009, que provocó una fuerte caída de la economía local en ese período. En los últimos meses hemos visto también la manifestación de distintas crisis estructurales que dan cuenta de la continuidad entre el actual patrón de acumulación y el desarrollado durante la convertibilidad, como el estado calamitoso de las redes ferroviarias y la estafa de su sistema de concesiones privadas, o el vaciamiento de YPF realizado por Repsol, una política que no solo fue responsabilidad del menemismo o de la Alianza, sino que se continuó durante el kirchnerismo.

Más allá de los discursos, los intentos gubernamentales de gestionar la crisis en forma capitalista (de eso se trata la “sintonía fina”) implican que de una forma u otra la bancarrota internacional en mayor o menor medida debe ser pagada por los trabajadores y el pueblo. Aunque por ahora el gobierno retrocedió parcialmente cada vez que sus medidas enfrentaron resistencia, sobre todo porque la situación no es tan asfixiante como para tener que jugarse a un enfrentamiento “a todo o nada” contra el movimiento de masas, es claro que su política se dirige hacia descargar la crisis sobre los hombros de la clase obrera y terminar con el período de las “concesiones”. La misma decisión de recostarse sobre los sectores más retrógrados de la burocracia sindical contra Moyano habla por sí misma de que su preocupación mayor es contener cualquier tipo de demanda obrera. Esto no implica que la fragmentación de la burocracia termine favoreciendo el desarrollo del “sindicalismo de base”, pero eso sería en todo caso un efecto no deseado de la política de unirse a los llamados “gordos” de la CGT “Balcarce”[11].

Por ello no hay que confundir el aspecto “dirigista” que tienen algunas de las medidas gubernamentales, incrementando la regimentación estatal del funcionamiento de la economía (como la estatización de las AFJP, la expropiación de las acciones de Repsol, con el carácter social general de su política, completamente capitalista. Cada una de estas medidas fueron respuestas pragmáticas, de contragolpe, ante la emergencia de contradicciones estructurales. La nacionalización de los fondos jubilatorios estuvo dictada por el deterioro fiscal que dificultaba continuar con altos niveles de subsidios a los empresarios y pago de deuda. La toma del paquete mayoritario de acciones de YPF (que le permite al estado tener mayoría en el directorio de la empresa) respondió al agotamiento de los recursos para continuar con las importaciones energéticas. Las trabas a las importaciones y el cepo cambiario buscaron resolver la escasez de dólares que el gobierno requería para el pago de los vencimientos de la deuda, que este año suman alrededor de 12.000 millones de dólares, algo que desmiente el mito kirchnerista del “desendeudamiento”[12].

Si bien este mayor “dirigismo” estatal no es bien visto por la gran burguesía, hoy por hoy no hay fracciones burguesas que disputen el sentido general de la política económica, aunque estas divisiones surgirán inevitablemente si la crisis se profundiza. Después de la derrota sufrida con la Resolución 125 el gobierno contraatacó y los sectores “sojeros” fueron vencidos en lo que era su apuesta mayor, cambiar la correlación de fuerzas al interior de la burguesía para quedar como fracción hegemónica. Pero, a pesar que el gobierno pudo sortear esta crisis, la fractura con el sector de la patronal sojera no volvió atrás y esta es una de las debilidades de origen del “cristinismo”, no contar con el apoyo de un sector económicamente dominante en amplias regiones del país. Si bien hoy, en medio de altos precios de los productos agrarios, este sector no está planteando una nueva ofensiva “destituyente”, permanece al acecho alentando otras alternativas políticas más favorables a sus intereses (como podría ser, por ejemplo, De la Sota).

La actual orientación económica implica el fin del “nunca menos”[13], con un gobierno que discute todo el tiempo ajustes, aunque graduando su aplicación de acuerdo a la resistencia encontrada. El gobierno mantiene muy bajo el piso del “impuesto al salario” y el techo de las asignaciones familiares (aunque todos esperan que lo subirá en los próximos meses), mientras las paritarias vienen cerrando un poco debajo de la inflación (salvo estatales y docentes que quedaron más retrasados). Hasta el momento los altos precios de la soja y las medidas “intervencionistas” le permitieron evitar un escenario de descontrol hiperinflacionario o tener que recurrir a un ajuste tipo “Rodrigazo”[14] (que combinaba devaluación con tarifazos y alzas de precios). Pero esto se mostrará completamente impotente si la crisis mundial pega un nuevo salto. Aunque todavía no hay una ola despidos (aunque sí hay pérdida de puestos de trabajo en ramas particulares como la carne y la construcción) ataques de este tipo están inscriptos en el devenir de los acontecimientos. Además, y a diferencia de 2008-2009, hoy el gobierno no cuenta con superávit fiscal pese a la imputación de fondos de la ANSES, el Banco Central, el Banco Nación y el PAMI[15], en el marco de una caída de las reservas[16]. En gran medida, el éxito o no del plan gubernamental de llegar a las elecciones de 2013 mostrando una economía en recuperación luego de la fuerte desaceleración de este año, depende de que se mantengan los precios internacionales de los granos y el nivel de exportaciones a China. Pero, más allá de que se cumplan o no estas expectativas del oficialismo, el gobierno no va a tomar medidas para terminar con la precarización laboral y la superexplotación de las capas más golpeadas de la clase obrera: la juventud precarizada, los trabajadores inmigrantes, las mujeres trabajadoras. Si no lo hizo en el período de “auge” del “modelo” menos lo hará en su etapa de decadencia. Lo más que estuvo dispuesto a dar para los sectores pauperizados son medidas asistencialistas, “de contención social”, como la Asignación Universal por Hijo (AUH), que a lo sumo aumentan los ingresos de los hogares pero no alteran las pésimas condiciones de vida y de trabajo de las franjas más sumergidas del pueblo trabajador. De ahí que la tendencia a la emergencia de los sectores más explotados de la clase obrera que vimos entre fines de 2010 y comienzos de 2011 (con los reclamos de tierra, vivienda y el fin de la precarización laboral) es posible que ganen nuevamente el centro de la escena política en el próximo período, junto a las tendencias al endurecimiento de la lucha de clases que ya comenzamos a ver en la primera mitad de 2012.

El kirchnerismo y la restauración conservadora

En el marco de estas tendencias, nos parece pertinente partir de algunos conceptos para precisar el carácter del régimen político bajo los años del kirchnerismo. Hemos definido al kirchnerismo como un proyecto “restaurador” de la autoridad estatal cuestionada en diciembre de 2001, que fue a su vez el punto culminante de una “crisis orgánica” que atravesaba el país desde el fin del proyecto de la convertibilidad[17].

Contra los que apoyan al gobierno desde cierto progresismo y afirman que el kirchnerismo fue una respuesta genuina y progresiva en términos históricos a las demandas de 2001, definimos que este representaba un gobierno de desvío con el objetivo estratégico de sacar a las masas de las calles y restaurar la autoridad del Estado[18].

El debate sobre la “restauración” fue puesto en la agenda por la intelectualidad kirchnerista en los días del enfrentamiento con las patronales del campo por la Resolución 125 de aumento de las retenciones móviles a los productos del agro. Es verdad que la burguesía “sojera” proponía un “modelo” restauracionista más a la derecha en términos relativos que el “modelo” kirchnerista. Este sector patronal pugnaba por un país donde se liberara prácticamente de impuestos a la renta agraria y como consecuencia el Estado dejara de subsidiar a la burguesía industrial o de servicios, más allá de las consecuencias sociales y, sobre todo, de la lucha de clases que esto podía significar. El kirchnerismo consideraba inviable este proyecto, pero su pelea fue por un régimen económico-político que garantice los negocios al conjunto de la clase capitalista y para esto era condición reinstaurar la paz social, aunque ello significara algunas concesiones y un cambio del discurso.

Hemos señalado que esta restauración pudo llevarse a cabo porque contó con ventajas para la economía capitalista. La devaluación impuesta por el expresidente Duhalde favoreció a la burguesía con un ataque brutal al salario obrero y como contraparte lógica un aumento sideral de la tasa de ganancia para las patronales[19]. Además el país se vio beneficiado por determinadas condiciones internacionales que favorecieron a la economía.

Pero estas ventajas se combinaron con mecanismos políticos. En sus Notas sobre Maquiavelo el marxista italiano Antonio Gramsci afirma: “La técnica política moderna ha cambiado por completo luego de 1848, luego de la expansión del parlamentarismo, del régimen de asociación sindical o de partido de la formación de vastas burocracias estatales y ‘privadas’ (político-privadas, de partido y sindicales) y las transformaciones producidas en la organización de la policía en sentido amplio, o sea, no sólo del servicio estatal destinado a la represión de la delincuencia, sino también del conjunto de las fuerzan organizadas del Estado y de los particulares para tutelar el dominio político y económico de las clases dirigentes. En este sentido, partidos “políticos” enteros y otras organizaciones económicas o de otro tipo deben ser considerados organismos de policía política, de carácter preventivo y de investigación”[20].

Esta definición nos permitió precisar los mecanismos políticos que el kirchnerismo puso en movimiento con el objetivo de contener y desviar el proceso abierto con la rebelión de 2001. Estos mecanismos combinaron la coacción económica, la corrupción-fraude y el papel de policía política de las organizaciones de masas y sobre todo del movimiento obrero. La desocupación que actuó como factor conservador para que la clase obrera no intervenga de manera decisiva en las jornadas de 2001 es un ejemplo del rol de la coacción económica. La cooptación de organismos de derechos humanos y movimientos de desocupados devela claramente elementos de corrupción-fraude. Y por último, el tercer elemento se expresa en el rol cotidiano de la burocracia sindical como policía interna del movimiento obrero y en la que el kirchnerismo se apoyó firmemente.

De aquí que el kirchnerismo desarrolle un “poder formal” por arriba, con un relato progresista “nacional y popular”, pro derechos humanos y a favor de los trabajadores y el pueblo, pero basado en un “poder real” conformado por los “barones” del peronismo (intendentes y gobernadores), la burocracia sindical y las policías bravas, con la Bonaerense como “modelo”[21].

El sociólogo Juan Carlos Torre se acerca a una definición similar cuando afirma que existe un “peronismo permanente” y un “peronismo contingente”, donde el primero se mantiene esencialmente inalterable (y destaca que “El sindicalismo peronista es una de las cosas más expresivas del peronismo permanente”, confirmando el rol estratégico de la burocracia sindical para el régimen), y el segundo se adapta a los “climas de época”. El menemismo en la década de 1990 y el kirchnerismo después, fueron simplemente dos formas de un “peronismo contingente”[22].

El crimen del joven militante del Partido Obrero, Mariano Ferreyra en octubre del 2010, dejó al descubierto ese “poder real”, íntimamente ligado al Estado, mostrando el entramado criminal entre la burocracia sindical, asociada con el Estado en el manejo del Ferrocarril Roca, la policía que liberó la zona y su relación con funcionarios del gobierno, del Ministerio de Trabajo y la Secretaría de Transporte. Este entramado sigue en pie. La Unión Ferroviaria, dirigida todavía por José Pedraza, desde la cárcel dio su apoyo a la CGT alineada con el gobierno. Y no por casualidad el asesinato se produjo a raíz de una rebelión de los trabajadores del ferrocarril que luchaban contra la “tercerización”, una de las formas de precarización laboral que sostiene al modelo kirchnerista.

El "bonapartismo" cristinista y sus vaivenes

Como definición conceptual, el argentino es un régimen democrático burgués con rasgos bonapartistas (algo propio de todo “presidencialismo”, como el consagrado en la Constitución local). Más históricamente, el carácter “estable” de esta democracia que ya lleva casi tres décadas se explica por su génesis en la dictadura, una contrarrevolución abierta que asesinó a lo mejor de la vanguardia obrera, y en la liquidación por un período histórico del “partido militar”, luego de la caída del régimen genocida. A su vez, la derrota nacional en la guerra de Malvinas dejó como secuela un deterioro de la conciencia antimperialista, que sirvió como apoyo para la ofensiva privatizadora de la década de 1990. En este marco, todo el ciclo kirchnerista estuvo marcado por una acentuación de los mecanismos bonapartistas, al tener que responder a las condiciones de salida de la crisis “catastrófica” de 2001 y la irrupción popular en las jornadas de diciembre de ese año. Desde el inicio, los Kirchner utilizaron el poder estatal para arbitrar a la vez entre el conjunto del régimen burgués y el movimiento de masas y entre las distintas fracciones burguesas. Hacia el movimiento de masas, el kirchnerismo mantuvo y amplió las medidas de contención social que venían del gobierno de Duhalde al tiempo que concedió una mejora del salario real para los sectores bajo convenio (que había caído un 40% con la devaluación) y se vio favorecido por el crecimiento del empleo. Entre las fracciones de la burguesía redistribuyó parte importante de la renta agraria hacia subsidios a la industria (directos e indirectos, a partir del congelamiento de las tarifas de servicios y transporte) y a sectores de las privatizadas que se perjudicaron con la devaluación. Este esquema, basado en los cambios en los niveles de rentabilidad de las fracciones burguesas que provocó la devaluación y el alza de los precios de las materias primas, se mantuvo sin grandes contradicciones hasta 2008, cuando se produjo la crisis con las patronales agrarias. La combinación entre la recuperación económica y expropiación de las AFJP le dio una sobrevida a este esquema que hoy, en medio de la continuidad de la crisis capitalista internacional, se enfrenta a fuertes tensiones, donde se acabaron las concesiones al movimiento obrero y para la burguesía se van perdiendo las ventajas de la devaluación y se vuelven cada vez más imposible de sostener los subsidios a distintos sectores. Esta es la base de la profundización de los aspectos bonapartistas más generales de todo el ciclo kirchnerista en este nuevo mandato de Cristina.

El “bonapartismo cristinista” no se compara ni con el bonapartismo clásico definido por Marx, ni con los bonapartismos sui generis de las semicolonias definidos por Trotsky. Sin embargo, la esencia de esos rasgos bonapartistas expresan la relación de fuerzas más general fundada en 2001 y en la recomposición social objetiva, pero también subjetiva del movimiento obrero en esta década. El bonapartismo es por definición el intento de posponer enfrentamientos entre las clases y ubicarse de manera arbitral, en apariencia por encima de las mismas. Los rasgos bonapartistas del cristinismo actual contienen este aspecto. El marxista norteamericano George Novack definió la posibilidad de una forma de bonapartismo “parlamentario” diciendo que: “aunque el ‘hombre a caballo’ usurpe la autoridad por la fuerza extraparlamentaria o bajo una cobertura legal, la ejerce por decreto. Su régimen no necesita desmantelar o descartar completamente las instituciones o partidos parlamentarios en seguida; lo que hace es volverlos impotentes. A lo mejor, les permite sobrevivir garantizando que jueguen meramente papeles supernumerarios y decorativos”[23].

Producto de llevar más hasta el final rasgos bonapartistas presentes en los anteriores gobiernos kirchneristas hemos denominado a la etapa cristinista, parafraseando a Lenin, la “fase superior” del kirchnerismo. Al mecanismo arbitral basado en los recursos fiscales centralizados por el Estado nacional y que hemos llamado periodísticamente “bonapartismo fiscal”, el cristinismo le sumó una profundización del ataque permanente en sus discursos a las acciones de lucha del movimiento obrero, una activa intervención para dividir a las centrales sindicales y conquistar una CGT adicta, así como intentos de mayor “intervencionismo” (o “dirigismo”) en la economía que tuvo su medida más “audaz” en la expropiación parcial de las acciones de YPF que estaban en manos de REPSOL. En 2012 se reforzaron los intentos del gobierno de regimentar las paritarias.

A la vez, Cristina sostiene un discurso de “exigencia” a las patronales para que (re) inviertan un mayor porcentaje de sus utilidades o muestra un rol más activo de los representantes con los que cuenta el Estado en muchas empresas[24]. Incluso tomó medidas que obligan a los bancos a otorgar créditos con un porcentaje de su capital o más recientemente puso en marcha una comisión que regula precios, márgenes de ganancia e inversiones en el sector petrolero[25]. Al mismo tiempo, el gobierno ha continuado en la construcción de un sistema de medios público-privado que, bastardeando la idea de la “democratización mediática” contra los “monopolios hegemónicos” (expresados por el Grupo Clarín y La Nación), ha llevado a que el oficialismo cuente hoy con una mayoría de medios adictos en lo que hace a radio y televisión, así como al control de numerosos diarios, tanto nacionales como en las diversas provincias.

El recurso de la utilización de la “cadena nacional permanente” (casi hay un anuncio diario) para la toma de decisiones políticas y el escaso protagonismo del parlamento es otra muestra del fortalecimiento de los rasgos bonapartistas. Aunque la crisis no se expresa de manera catastrófica, el gobierno ha tomado el camino hacia el ajuste. Este giro a la derecha se ve combinado con vuelcos como la expropiación parcial de YPF, aunque rápidamente dejó claro su contenido con la apuesta a conquistar nuevos inversores que impondrán condiciones leoninas. Si vemos los acuerdos en minería o transporte es evidente que el plan del gobierno no es “resistir” las exigencias de las empresas imperialistas. Una de las primeras medidas que tomó fue el aumento del 300% pagado “en boca de pozo” a las empresas extractivas de gas, para la producción de GNC (gas natural comprimido), que no tardará en expresarse en las tarifas. Para entender la medida contra REPSOL también hay que tener en cuenta la debilidad del imperialismo español en primer lugar y el debilitamiento del conjunto de los países imperialistas, que hace que estas acciones no tengan consecuencias. Incluso Estados Unidos dio un aval implícito, bastante evidente para que Cristina tome la medida de expropiación parcial[26].

Bajo los gobiernos kirchneristas Argentina profundizó su ubicación internacional como socia menor de Brasil. Esta sociedad política, no exenta de roces comerciales, que favoreció la política brasileña de consolidarse como la gran potencia regional (más de 200 de las 500 principales “translatinas” son firmas brasileñas mientras solo 5 son argentinas), ha actuado frente a diversas crisis políticas regionales, a veces en acuerdo (como cuando fueron a “moderar” a Evo Morales y Chávez o con la MINUSTAH en Haití[27]) y otras en discrepancia en relación a la política norteamericana (golpes “constitucionales” en Honduras y en Paraguay), pero siempre para favorecer los intereses capitalistas. El Mercosur es la institución clave de esta alianza política, aunque en lo que hace a convertirse en un verdadero “mercado común” está cruzado por numerosas contradicciones, más allá de la integración existente en la industria automotriz de la que se benefician las multinacionales del sector. La incorporación de Venezuela al bloque económico luego de la destitución mediante un golpe “blando” de Fernando Lugo en Paraguay es ante todo una medida política (sin negar que puede tener repercusiones en lo que hace a negocios vinculados a la energía), destinada a seguir devaluando el ALBA y consolidar a Venezuela como un país que se mueve en política exterior bajo la órbita brasileña. Más allá de los discursos, este bloque terminó aceptando los “golpes destituyentes” en Honduras y Paraguay y tiene una política de buscar acuerdos con el gobierno de Obama, con el límite puesto cuando las políticas de EE.UU. afectan lo que Brasil considera sus intereses estratégicos (por ejemplo, la soberanía sobre el Amazonas).

La sucesión, motor de crisis permanentes

Sobre la base de que por ahora la crisis capitalista global no golpea de lleno a la Argentina (perspectiva no solo posible, sino probable), el gobierno arbitra y maniobra entre las clases, retrocediendo parcialmente cuando sus ataques encuentran resistencia en el movimiento de masas.

Desde el segundo gobierno, la gestión cristinista pasó por varias coyunturas, siempre determinadas por el cambio de las condiciones internacionales y nacionales de la economía, combinadas con la internas por la sucesión dentro de la propia coalición gobernante, un factor esencial para entender la dinámica política argentina.

La combinación de elementos de crisis políticas, ajuste y problemas estructurales estaba generando una pérdida de hegemonía que empujó al giro hacia la expropiación parcial de las acciones de REPSOL en YPF. Con esta medida el gobierno recobró la agenda y cierto apoyo político que contenía la ilusión de que con esta expropiación se recuperaba verdaderamente ese un recurso estratégico que es el petróleo. Sin embargo, hasta el presente el gobierno no logró mostrar ningún avance en relación a la producción petrolera.

La economía, la inflación y las paritarias volvieron a imponerse en la agenda y comenzaron nuevamente las internas políticas por la sucesión y con Moyano, que en el caso de este último llegaron a la ruptura.

El estrechamiento de la caja y los efectos de la crisis internacional hacen más difícil ejercer los aspectos de “bonapartismo fiscal”, de hecho la política del gobierno nacional antes esta situación es una suerte de “tercerización del ajuste”, enviando menos fondos a las provincias o quitando subsidios que las obligan a ser más renuentes con los reclamos obreros o directamente a aplicar tarifazos. El paro de 10 días de los trabajadores del subte en agosto de 2012 y, anteriormente, el anuncio de Scioli de desdoblar el pago del salario anual complementario a los más de 500 mil estatales de la provincia de Buenos Aires, tuvieron este telón de fondo, lo mismo que las medidas de rebaja de las jubilaciones provinciales tomadas por el gobernador José De la Sota en Córdoba. Inmediatamente después del triunfo electoral de octubre pasado y producto en parte de ese resultado, comenzaron las internas en dos frentes: con el “pejotismo”[28], especialmente con el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, por la sucesión; y con Hugo Moyano y el sector de la burocracia sindical que le responde. La interna con Scioli, gobernador de la provincia más importante del país, que aparece como “candidato natural” del peronismo, aunque con el telón de fondo de la desaceleración económica, tiene un motor claramente político. Esta disputa no representa un enfrentamiento fracciones de la burguesía con programas diferentes, porque aunque no sin fricciones, el conjunto de las clases dominantes aceptan el “modelo” de acumulación impuesto por el kirchnerismo. Sin embargo, la burguesía y el establishment, con corporaciones mediáticas como Clarín a la cabeza, alientan a Scioli como posible sucesor de Cristina en 2015. Ante la falta de candidatos con peso y volumen propio en la oposición no peronista, buscan candidatos dentro del peronismo. La apuesta es por un sucesor que deje atrás todo rasgo demagógico de gobierno de desvío y que abandone cierto intervencionismo estatal (bonapartista) que algunos sectores patronales consideran un tanto excesivo.

La crisis de la oposición patronal (compuesta por los radicales de la UCR, los derechistas del PRO, y los falsos “socialistas” del FAP) históricamente tiene una explicación, además de la “fortuna” de la que gozó el kirchnerismo en la economía, en el hecho de que siempre intentaron superar por derecha al gobierno y, en un sentido general, su lógica política era “pre2001”. Si algún mérito tuvo el kirchnerismo fue saber leer el cambio de la situación pos2001 y encaminarla hacia la “normalización” (restauración) de la Argentina capitalista. La oposición burguesa fue absolutamente miope para medir el signo de los nuevos tiempos.

Los tempranos enfrentamientos con Scioli se explican por la crisis del kirchnerismo por no tener posibilidad de una nueva reelección y no contar con ningún candidato fuerte para la continuidad de su camarilla en el poder[29]. Entre los objetivos o las hipótesis políticas del gobierno está en primer lugar despejar de adversarios el escenario y gobernar hasta 2015 sin que un posible candidato a la sucesión provoque un debilitamiento político. No se puede descartar que busque instalar en las elecciones de medio término de 2013 algún candidato que le responda, empresa en la que hasta ahora viene fracasando. El vicepresidente Amado Boudou fue encumbrado en algún momento como posible sucesor, más por sus carencias que por sus virtudes, ya que no tenía ningún peso político propio y, en los planes pragmáticos de la camarilla gobernante, esto podía significar que sea poco más que un títere de Cristina durante su mandato. Esta opción se descartó ante los escándalos de corrupción en los que se vio envuelto. Otra posible alternativa de máxima, si logran muy buenos resultados en 2013, es ensayar algún intento de reforma constitucional que habilite una posible re-reelección de CFK. O en su defecto, que quede como la “gran electora” del próximo gobierno. En el medio quedan todavía tres años, en un marco de desaceleración económica y crisis mundial, donde seguramente se producirán nuevas tensiones como consecuencia de esta interna o de posibles enfrentamientos, inscriptas como posibilidad en la dinámica del “bonapartisimo cristinista”. Y donde la hipótesis de un golpe más directo de la crisis sobre el capitalismo argentino puede echar por tierra los planes políticos de las distintas fracciones en disputa por el poder.

Kirchnerismo, burocracia sindical y clase obrera

La alianza del gobierno de Néstor Kirchner y Hugo Moyano, el jefe del sindicato camionero y secretario general de la CGT, fue estratégica para la coalición durante los primeros años del kirchnerismo. En el número anterior de Estrategia Internacional decíamos: “…en el período pos devaluación la clase obrera se recompuso socialmente con la incorporación al mercado de trabajo de entre tres y cuatro millones de nuevos asalariados, aunque con una proporción importante de ellos ‘en negro’, y que el mayor papel político adquirido por los sindicatos en la vida política, y en particular el poder de Moyano al frente de la CGT y su lugar relevante dentro de la coalición kirchnerista, fueron una expresión deformada del fortalecimiento social logrado por la clase obrera”[30].

Un estudio de Claudio Lozano y Tomás Raff o, actualizado al cuarto trimestre de 2011, sitúa en 4.185.252 la cantidad de puestos trabajo creados entre los años 2003 y 2011. El 71,4 % fueron creados en el período 2003-2006 y tan solo el 28,6%, entre 2007 y 2011, demostrando las tendencias al retroceso económico del segundo tramo del ciclo kirchnerista. El mismo trabajo afirma que la fuerza laboral total es de 16.530.944, de los cuales, según datos del INDEC, el 77.3% son asalariados, por lo que el cálculo de asalariados totales en la actualidad es de 12.778.419, es decir una enorme fuerza social de casi 13 millones de trabajadores[31].

Junto a esta ubicación histórica general, que es expresión de una nueva relación de fuerzas sociales y sobre la base de dirigir el sindicato de camioneros, que tomó relevancia estratégica para la economía nacional, sobre todo luego del desmantelamiento del sistema ferroviario, Moyano acumuló más poder sindical, social y económico. Primero peleando afiliados que pertenecían a otros sindicatos para lograr encuadrarlos bajo el suyo (logró sacarle 25.000 afiliados al Sindicato de Empleados de Comercio dirigido por Armando Cavallieri), para lo que contaba con el aval del Ministerio de Trabajo. Además, desarrolló emprendimientos empresarios, aunque no directamente propios, sí con una gran influencia suya, como por ejemplo la empresa de recolección de residuos Covelia u otras como Ivetra, la compañía que tuvo un ingreso en 2009 a Puertos de Buenos Aires y había firmado un convenio con la Administración General de Puertos que la habilitada a cobrar una suerte de peaje a cada camión que entraba a las terminales con un contenedor. El sindicato que hoy lidera su hijo, Facundo Moyano, y que agrupa a los trabajadores de peaje consiguió su personería gremial en tiempo récord, a pesar de competir con otros preexistentes.

El periodista Mariano Martin, autor del libro El hombre del camión, explica en relación con el poder acumulado por Moyano bajo el gobierno de Kirchner: “semejante cosecha no parecía tener más contrapartida que la garantía de una cierta paz social, asegurada mediante el disciplinamiento de los sindicatos adheridos a la CGT”[32]. Y, efectivamente, Moyano actuó como un garante de la paz social y como contención de las negociaciones paritarias y de la protesta obrera en general.

Varios elementos convergentes llevaron al enfrentamiento de Moyano y su marginación de la coalición de gobierno hasta terminar en la ruptura. Por un lado el giro a la derecha iniciado en el segundo mandato de Cristina Fernández, expresado en sus ataques contra las huelgas y las acciones de lucha del movimiento obrero, que tenían el objetivo de alertar a los trabajadores de que la etapa de la “redistribución” había terminado y que ante las nuevas condiciones económicas mundiales y del país había que comenzar a moderar los reclamos. Para alcanzar este objetivo Moyano era un “símbolo” de los años de negociaciones paritarias en alza, cuando se lograron aumentos salariales luego de la enorme reducción que significó la devaluación. Por otro lado, el mismo peso conquistado por Moyano y los “servicios” que había prestado al kirchnerismo, lo empujaron a exigir mayor presencia sindical en las listas electorales y más poder político dentro de la coalición de gobierno, solicitud que nunca fue respondida positivamente por el gobierno, que marginó de manera constante al sindicalismo de las listas electorales.

Más históricamente, las derrotas del movimiento obrero en la dictadura y después bajo el neoliberalismo, habían impuesto transformaciones profundas en el peronismo. Steven Levitsky sintetizó esa transformación del justicialismo como el salto “del partido sindical, al partido clientelista”[33]. Esto quiere decir que el sindicalismo, como expresión distorsionada del movimiento obrero en la escena política, había perdido el peso gravitante que tenía dentro del peronismo.

El politólogo Andrés R. Schipani explica esta nueva relación de la burocracia sindical con el justicialismo de la siguiente manera: “Una diferencia clave entre el sindicalismo local y otros movimientos sindicales de la región, como el brasileño o el uruguayo, es que el argentino no está vinculado de forma orgánica con ningún partido político. Aunque prácticamente la totalidad de los dirigentes se reconoce como peronistas, casi ninguno de ellos participa de las decisiones internas del PJ o compite por cargos legislativos o ejecutivos en sus listas. Este distanciamiento entre el movimiento obrero y el PJ fue consecuencia directa del giro neoliberal emprendido en los años noventa por Menem, que redujo drásticamente la presencia de sindicalistas en el partido, eliminando la vieja regla del tercio (una norma informal que establecía que un tercio de los candidatos debía ser de origen gremial) y apartando a los líderes sindicales de los puestos partidarios”[34].

La recomposición social del movimiento obrero trajo como consecuencia un retorno del protagonismo de la clase trabajadora y de los sindicatos. Montado sobre esta nueva situación Moyano pretendió una vuelta a los “buenos viejos tiempos” de mayor poder político de la burocracia sindical dentro del peronismo. Sin embargo, hay factores que actúan como un límite a este intento “neovandorista” de Moyano y de la burocracia en general[35].

Uno de ellos es el alto nivel de precarización que sigue teniendo la clase obrera. El mismo estudio citado anteriormente informa que el 53,6% de la fuerza laboral total está precarizada. Hay que destacar que el concepto de precarización contiene no solo lo que el sentido común identifica como los más “vulnerables” o directamente más pobres, sino a todos aquellos que no tienen garantizada la estabilidad laboral y un salario menor al mínimo (los desocupados, los no registrados o “en negro”, los contratados o los que ganan menos del salario mínimo, hoy en $2300). Si el cálculo se realiza sobre la fuerza trabajo asalariada, la proporción de aumenta a un 55.5% de la clase obrera que está en situación de precarización. Pero además, a estos datos de por sí contundentes hay que agregarle una porción de los trabajadores que no está necesariamente incluida en las investigaciones, pero que se encuentra también en una situación de precarización. Esto es el amplio espectro de los “tercerizados”, donde puede haber trabajadores que reúnan las condiciones para considerarlos precarios, pero otros no, ya sea porque ganan más que el mínimo o tienen “estabilidad”. Pero sin embargo si se comparan sus remuneraciones o condiciones de trabajo, con las de sus compañeros de la planta permanente que realizan tareas similares, se confirman grandes situaciones de precariedad[36].

Estos números ascienden cualitativamente en la juventud. Varios estudios hechos con datos de 2007 (último período del cual se disponen datos del INDEC) ubican la desocupación entre los jóvenes en un 25%, y la precariedad laboral superando el 60%. Una proyección, en el marco de que 2007 fue uno de los años pico del ciclo de crecimiento, no puede hacer más que empeorar esta situación al presente[37].

Es sobre la superexplotación de este amplio sector de la clase obrera y especialmente de la juventud y la mujer trabajadora (que llevó a muchos a hablar de una “Argentina de las dos velocidades”), donde descansa gran parte del “éxito” del modelo kirchnerista.

Esta situación es consecuencia de las derrotas que comenzaron a imponerse en la dictadura, pero terminaron de asentarse bajo el menemismo y el gobierno de la Alianza y de la que fue cómplice toda la burocracia sindical. Moyano se movilizó contra algunas de estas políticas en la década de 1990, sin embargo, apoyó luego la devaluación de Duhalde y a los primeros gobiernos kirchneristas que mantuvieron intactas estas conquistas estructurales del capital sobre las condiciones de trabajo del movimiento obrero argentino. Es por esto que algunos autores académicos hablan de un posible “neocorporativismo segmentado”, donde observan efectivamente un retorno del movimiento obrero y de los sindicatos, pero con el límite de la segmentación del “mundo del trabajo”, es decir, de las divisiones de las filas obreras. Si la época de “restauración burguesa”, que en la Argentina se consumó bajo el menemismo, significó un debilitamiento estructural de la clase trabajadora, la importante y sostenida recomposición de estos años se desarrolla en el marco de las secuelas de la etapa anterior y esto también tiene su expresión en las “superestructuras” del movimiento obrero[38].

Un estudio señala que la tasa de sindicalización, que en 1990 era de 65,6%, se redujo cuatro años después a 38,7%, luego tiene una caída mayor aún y baja hasta 31,7% en 2000. En los años del kirchnerismo hubo una recuperación y en 2008 la sindicalización subió hasta el 37%, sin embargo no alcanzaba a superar el porcentual más bajo de la década de 1990[39]. La cifra refiere al nivel de sindicalización en el sector privado. Si se comparan estos datos históricamente, se pueden ver más claramente las dimensiones del cambio: en la década de 1970, en el marco del pleno empleo, la cantidad de trabajadores registrados constituía más del 80% de los asalariados, el trabajo en negro se ubicaba en un 18%, el desempleo para los principales aglomerados urbanos era del 5% y el nivel de sindicalización, muy alto, cercano al 72%.

Los años de “neoliberalismo” y restauración, marcaron una importante regresión, comparado con los niveles históricos de conquistas que obtuvo la clase trabajadora argentina a lo largo de la historia.

Sin embargo, si Trotsky en el Programa de Transición afirmaba que “Los sindicatos, aún los más poderosos, no abarcan más del 20 al 25% de la clase obrera y por otra parte, sus capas más calificadas y mejor pagadas”; el 37% actual de sindicalización del movimiento obrero argentino, manifiesta que los sindicatos son organizaciones todavía con un importante poder. Un investigador hace la siguiente comparación: “En Argentina, según datos de 2009, la negociación colectiva cubre al 80% de los trabajadores registrados, algo así como el 55% de los asalariados privados. En México, ese número entre los asalariados llega al 17% y en Chile a un magro 5,6%. Sólo Brasil tiene un nivel de cobertura comparable de los acuerdos colectivos en la clase trabajadora, con la siguiente salvedad: en Brasil, Chile y México casi la totalidad de trabajadores convencionados lo está bajo acuerdos de ámbito local, municipal o de empresa, mientras que en Argentina la gran mayoría está cubierta por convenios de actividad que tienden a atenuar la dispersión salarial (…)”[40].

Precisar objetivamente las fortalezas y debilidades del movimiento obrero es útil para definir un programa y una estrategia revolucionaria que debe combinar necesariamente un trabajo en los sindicatos y los centros estratégicos donde se concentra su poder social, tarea que es tan importante como avanzar sobre el conjunto de los trabajadores que quedaron por fuera de los mismos.

Apoyado en las divisiones que existen en el movimiento obrero y en el corporativismo traidor de la burocracia sindical y su creciente dependencia del Estado, el gobierno de Cristina Fernández se jugó con todo a dividir la CGT (como antes había hecho con la CTA[41]). A la vez que tiene un discurso contra una presunta “aristocracia obrera”, categoría en la que incluye a los trabajadores que llegan o sobrepasan levemente la canasta familiar (en muchas casos a costa de trabajar extensas jornadas de “lunes a lunes”), la presidenta pretende ganarse el apoyo de los sectores más sumergidos de la clase obrera, con el programa de que los que más ganan aporten al Estado (mediante el impuesto a las ganancias, aplicado sobre el salario) para que este cuente con recursos para sus planes sociales. La ruptura llegó a su momento de mayor tensión cuando en plenas negociaciones paritarias, el 20 de junio de 2012, Moyano convocó a un paro del sindicato camionero con bloqueos a destilerías, acción que duró dos días y con la que reclamaba un aumento del 30%, muy por arriba de lo que había negociado la mayoría de los sindicatos. Finalmente, levantó el paro y las acciones, firmando un acuerdo de aumento salarial del 24%, que en promedio no era muy diferente al del resto de los gremios (incluso más bajo de lo que acordaron algunos de ellos, como la alimentación) y pasó a una estrategia de oposición política[42]. En síntesis, comenzó a ofrecerse como “pata obrera” de una eventual coalición peronista poskirchnerista. Poco después se produjo efectivamente la división de la CGT. Del lado de la central que se ubica con el gobierno quedaron los sindicatos más importantes: la UOCRA (construcción), el SMATA (mecánicos), los estatales de UPCN, y otros sindicatos que se proponen encumbrar a Antonio Caló de la Unión Obrera Metalúrgica como Secretario General en un Congreso en octubre próximo. La principal contradicción que tiene el gobierno es que la mayoría de estos dirigentes sindicales fueron parte de la burocracia empresaria y entregadora de “los noventa” que tanto dicen condenar. Y hasta se encuentra entre ellos un dirigente, Gerardo Martínez, que fue informante de la dictadura en el Batallón 601. Además las bases de estos sindicatos también ven afectados sus ingresos por el impuesto a las ganancias y el tope para que se les abone el salario familiar, que el gobierno mantiene muy bajo (por lo tanto con la inflación y las paritarias, muchos trabajadores pasaron ese tope y dejaron de cobrar el beneficio, además de tener que pagar ganancias). Estas son las dos demandas que levanta Moyano. La debilidad de esta fracción sindical es tener que ser “ultraoficialista”, como exige el gobierno, cuando las tendencias son hacia el ajuste. Moyano, por su parte, quedó con pocos aliados de peso, más allá del estratégico sindicato de camioneros que dirige junto a su hijo Pablo. Y de Guillermo “Caballo” Pereyra, Secretario General del sindicato de Petroleros Privados de Neuquén, Río Negro y La Pampa, quien también integra el directorio de YPF en representación de los sindicatos del sector.

Esta división histórica de las centrales sindicales (hay cinco en total), se da en un momento no de derrota o defensiva del movimiento obrero, sino luego de un ciclo de recomposición social y recuperación (aunque desigual por sectores) de su capacidad de movilización y de lucha.

Schipiani compara esta ruptura de la CGT con las que se produjeron históricamente y resalta que: “(…) a diferencia de todas las rupturas anteriores, esta no se da en el contexto de un movimiento situado a la defensiva. Por el contrario, tiene lugar en el marco de un proceso de recuperación del poder sindical y del salario de los trabajadores formales con pocos antecedentes en la historia reciente”[43]. En este marco son varios los analistas, incluso algunos que apoyan abiertamente al gobierno, que alertan sobre el peligro de esta división de la burocracia sindical para la estabilidad y el avance del sindicalismo de base o clasista.

El editorialista dominical del diario oficialista Página/12 alertaba antes de la ruptura del gobierno con Moyano: “El crecimiento de representaciones basistas muestra un talón de Aquiles del modelo sindical. Dentro del actual esquema, es bastante lógico suponer que una conducción combativa de la CGT, en dialéctica negociadora con el Gobierno, sirve de contención más que de acicate a la conflictividad. Es otro de los puntos complejos de una puja cuya resolución sin rupturas ni escándalos es un objetivo complicado aunque por demás deseable”[44].

Los revolucionarios denunciamos la política divisionista y traidora de la burocracia sindical, a la vez que damos la pelea por recuperar las comisiones internas, cuerpo de delegados y sindicatos. Pero no hacemos fetichismo de la “unidad”, igualando la unidad de la burocracia, con la unidad de la clase trabajadora. En este sentido, aprovechamos el debilitamiento de la burocracia para lograr el fortalecimiento de los trabajadores como clase. Donde los consejeros del gobierno ven un peligro, nosotros vemos una oportunidad.

Si en el número anterior de Estrategia Internacional destacábamos la emergencia de los sectores más explotados de la clase obrera, el elemento nuevo desde aquel momento hasta esta parte es el avance de la izquierda clasista en sectores estratégicos del movimiento obrero. Este avance está basado en el hecho de que la burocracia sindical vive una crisis histórica, y es el sector que menos cambió luego de 2001[45].

La burocracia sindical es el componente más débil de la coalición de gobierno y del régimen, el menos defendido y por lo tanto donde hay que concentrar el ataque como dictan las reglas más elementales de la estrategia. Si bien por el momento, las concesiones logradas en tiempos de crecimiento económico le permitieron mantener el control del movimiento sindical, sufre un desprestigio social muy grande. De este fenómeno se nutre el desarrollo del “sindicalismo de base”.

El 10 de mayo de 2012 la lista Bordó del sindicato de la alimentación, encabezada por los dirigentes de las internas clasistas de Kraft y Pepsico, obtuvo el 40 % de los votos en las elecciones del gremio que cuenta con 189.000 afiliados a nivel nacional. Poco antes, el 20 de abril, una lista conformada por compañeros del PTS y el PO (el Frente Naranja - Bordó) realizó una importante elección en el sindicato gráfico obteniendo un 29% en todo el gremio, con un destacado 40% en las fábricas que están en la estratégica zona norte de la provincia de Buenos Aires. El 15 de junio se dio otro importante avance en el sindicato jabonero, en esa elección la lista Bordó clasista obtuvo el 37% de los votos en Capital y Gran Buenos Aires, donde se concentran la inmensa mayoría de las fábricas del gremio. Estas fueron algunas expresiones que muestran el avance de la izquierda clasista en el movimiento obrero.

Si durante 2010 y 2011 la conflictividad laboral tuvo niveles similares, con un aumento de los conflictos por lugar de trabajo[46], en 2012 estamos viendo las tendencias al endurecimiento de los conflictos obreros, como expresión de que patronales y gobiernos se mantienen más firmes ante los reclamos, en tiempos de ajuste hecho directamente por el gobierno nacional o “tercerizado” a administraciones locales. En ese marco se produjeron algunas luchas duras que tomaron relevancia nacional como el paro de camioneros, con bloqueo de destilerías, durante las negociaciones paritarias. También el durísimo conflicto de los petroleros tercerizados de Cerro Dragón, en la provincia de Santa Cruz, trabajadores enrolados en la UOCRA (construcción) que realizan tareas similares a los petroleros, pero tienen salarios y condiciones de trabajo muy inferiores. Esto se mostró también en la inédita huelga de diez días del subte, que emergió producto de la pelea política-electoral entre el gobierno nacional y el de la ciudad, más allá que la dirección kirchnerista de la AGTSyP (Asociación Gremial de los Trabajadores del Subte y Premetro) debilitó la acción de los trabajadores. La pelea por el subte entre el gobierno nacional y el derechista Macri, que gobierna la Ciudad de Buenos Aires, también tiene como telón de fondo el intento del gobierno nacional de “tercerizar” los gastos que implica sostener el sistema de subsidios al transporte público, entre ellos el subte. Parte de este fenómeno de lucha de clases fueron también las respuestas de los estatales de Santa Cruz a comienzos de año y de los estatales de la Provincia de Buenos Aires frente al pago en cuotas del aguinaldo de junio, además de conflictos estatales en varias provincias como los docentes en Mendoza y Neuquén o el conjunto de los estatales en Córdoba.

El reciente conflicto, que incluyó cortes de ruta y enfrentamientos con la policía en el Ingenio “El Tabacal”, en la localidad de Orán de la provincia de Salta (una lucha que empezó por salarios y siguió por el reclamo de reincorporación de 57 despedidos), puede enmarcarse dentro de un proceso de luchas duras en varias provincias del norte argentino (Jujuy, Tucumán y Salta). La huelga de 16 días de los trabajadores del Ingenio “La Esperanza” en Jujuy en abril de 2012 o la larga y dura huelga de los trabajadores de la salud de Tucumán en 2011, son sintomáticos de este procesos.

Todos estos conflictos muestran la disposición de los trabajadores a responder a los ataques. El hecho de que la lucha de clases no haya alcanzado niveles más altos se debe a que el gobierno se cuida de realizar ataques generalizados y directos y a que la burocracia se ha limitado a negociar aumentos en paritarias en promedio algo por debajo de la inflación. Si se profundiza la crisis y se extienden los ataques, veremos seguramente mayores y masivas luchas. Ya la desaceleración económica y las medidas de “ajuste” están llevando a un endurecimiento de las patronales y los gobiernos frente a los reclamos obreros, donde hay una suerte de “guerra de desgaste” contra las nuevas direcciones combativas. En el caso del transporte, la quita o baja de subsidios está planteando, como lo mostró la huelga del subte, que serán mayores las dificultades para obtener los aumentos salariales y otras demandas obreras.

Más allá de la intervención en las elecciones sindicales que muestran el crecimiento de la izquierda en distintos gremios, la superación de la burocracia sindical no va a darse en forma evolutiva, aunque sin la actual actividad preparatoria para la izquierda clasista será imposible canalizar un descontento obrero de mayor envergadura. No hay que olvidar que cuando se dio un salto en el enfrentamiento de la clase obrera con el gobierno de Isabel Perón en las jornadas de junio y julio de 1975 contra el plan Rodrigo, el sector mayoritario en las “coordinadoras interfabriles” era la Juventud Trabajadora Peronista, que planteaba una política de conciliación de clases con sectores de la “burguesía nacional” y de ninguna manera veía a las coordinadoras como embriones de organismos de doble poder obrero. Hoy, por el contrario, es en la izquierda clasista donde se encuentran los referentes más importantes de la lucha contra la burocracia sindical en sus diversas variantes.

Nuestro partido, como parte de una vanguardia más amplia de izquierda, antiburocática o clasista que existe en la Argentina, logró conquistar en el movimiento obrero un peso importante en ciertos sectores concentrados (como las principales fábricas de la alimentación de la zona norte del Gran Buenos Aires, gremios como ferroviarios o subterráneos o, más incipientemente en las automotrices) que potencialmente pueden golpear la maquinaria capitalista y paralizarla. Esto incluye tanto sectores que se enfrentan directamente con algunas de las más poderosas patronales (como Kraft Foods o Perpsico Snacks en la alimentación) hasta sectores de servicios, como los ferroviarios, aeronáuticos o subterráneo, con alto “poder de fuego” por el papel que cumplen en el transporte diario de millones de personas. Aunque es imprescindible continuar con la extensión de este trabajo, esto no alcanza si no va acompañado de una estrategia capaz de construir la alianza social para vencer. Esto implica en primer lugar superar el corporativismo y la presión de la rutina sindicalista y avanzar sobre las capas más bajas de la clase obrera, que a la vez pueden actuar como “nexo” entre la fuerza obrera conquistada en las “posiciones estratégicas”[47], que coinciden hoy con ser los sectores más privilegiados, con el conjunto del pueblo pobre, para una estrategia de hegemonía obrera.

En síntesis, mientras la economía se desacelera, el gobierno enfrenta anticipadamente su “crisis sucesoria” y en franjas importantes de los trabajadores crece la disconformidad con el gobierno de Cristina, tenemos por delante una batalla por sembrar la idea de un partido propio de la clase trabajadora y por expulsar de los sindicatos a la burocracia sindical, mientras avanzamos en la construcción de una gran juventud trabajadora y estudiantil. Son tareas que podemos llamar “preparatorias” pero que son claves para que podamos jugar un papel dirigente cuando se nos presenten combates de clase de mayor envergadura propios de una nueva “crisis nacional”.

Coordinadoras y hegemonía obrera

Con la desaceleración económica y la “crisis de sucesión” de CFK abierta en el peronismo, estamos en el comienzo de un proceso de descontento obrero con el gobierno kirchnerista, que por ahora tiene ritmos graduales, evolutivos, sin un ascenso generalizado de la lucha de clases aunque con el desarrollo de algunos confl ictos duros. La izquierda obrera, socialista y anticapitalista es hoy una referencia, minoritaria pero presente y extendida en la vanguardia obrera, que tiene el desafío de intervenir activamente en este proceso creando las condiciones que le permitan capitalizar una posterior radicalización política de las masas obreras, es decir, una ruptura por izquierda con las direcciones políticas y sindicales peronistas. No se puede precisar hoy cuándo tendrá lugar una próxima “crisis nacional”, como la que vivimos en diciembre de 2001, ni cuál será el alineamiento de fuerzas si esta se produce, pero somos conscientes de que vivimos un período internacional en el que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, es decir una etapa signada por cambios bruscos. ¿Llevarán nuevos golpes de la crisis económica internacional a que el gobierno responda con un ataque tipo “rodrigazo”? ¿O contestará dando nuevas respuestas de contragolpe que le hagan perder poder y tenga que enfrentarse a una línea “destituyente” impulsada por parte de la misma coalición de gobierno como hemos visto ya en otros países de América Latina? ¿Causará la crisis de sucesión del kirchnerismo divisiones en las alturas que permitan la emergencia independiente de la vanguardia obrera aún sin que la economía toque fondo? ¿Será el actual comienzo del descontento de los trabajadores con el gobierno un primer paso hacia una ruptura por izquierda con su actual dirección peronista? ¿O logrará el kirchnerismo sobrellevar la crisis y postergar enfrentamientos de clases más agudos para el sucesor de CFK?

En todo caso, tenemos que ver estratégicamente las posiciones conquistadas hoy por la izquierda en el movimiento obrero como trincheras que puedan jugar un rol destacado frente a una futura crisis del poder burgués. La caída en la sindicalización de los trabajadores respecto de los niveles de la década de 1970 puede hacernos prever que en una crisis nacional el desarrollo de organismos del tipo de lo que fueron las coordinadoras interfabriles en 1975 tenderán a agrupar no solo a trabajadores de fábrica con representación sindical (como fue en aquel entonces) sino a organizaciones de desocupados, asambleas populares y centros y federaciones estudiantiles, como mostró embrionariamente la Coordinadora del Alto Valle en Neuquén durante 2002 y 2003, impulsada inicialmente por un acuerdo entre el Sindicato de Obreros y Empleados Ceramistas de Neuquén y el Movimiento de Trabajadores Desocupados de esa provincia. Es decir, organismos donde la clase obrera se presente como dirección del conjunto de las masas explotadas y oprimidas. Esto sin embargo no fue lo que predominó en la crisis de 2001 cuando, por cuestiones objetivas, de subjetividad y de dirección, la coordinación entre los distintos movimientos que salieron a la lucha fue episódica y, en particular, la clase obrera ocupada no estuvo en el centro de la escena, cuestión que fue fundamental para que el régimen burgués pudiera recomponerse.

Si en 1975, cuando los niveles de sindicalización llegaban casi al 80%, una de las debilidades de las coordinadoras fue la ausencia de un programa donde la clase obrera se mostrara hegemónica respecto al conjunto de las masas populares afectadas por el “rodrigazo”, este problema se vuelve hoy mucho más agudo, cuando los sindicatos en el sector privado solo agrupan al 37% de los trabajadores, donde incluso los cuerpos de delegados, comisiones internas y seccionales sindicales recuperadas a la burocracia tienen que tener una política sistemática para agrupar e influir a los sectores de la clase obrera que se encuentran bajo distintas formas de precarización laboral. De ahí la importancia central que cobra la pelea política y la educación sistemática contra el “corporativismo” y el “sindicalismo” por parte de toda dirección que se reivindique clasista, una pelea que desde el PTS hemos dado históricamente pero que se vuelve más relevante a medida que aumenta nuestra influencia sindical entre los trabajadores[48].

A su vez, postular a la clase obrera como clase hegemónica es clave para enfrentar con mayor posibilidad de éxito los seguros golpes de bandas represivas paraestatales si el movimiento obrero pasa a la ofensiva, como lo vimos no solo con el surgimiento de la Triple A[49] en el ascenso de los ’70 sino en los grupos de choque organizados por intendentes y gobernadores del PJ contra las Asambleas Populares en 2002, o en la misma patota de la Unión Ferroviaria que terminó con la vida de Mariano Ferreyra.

La construcción de un gran partido revolucionario de la clase trabajadora es imprescindible para luchar por esta estrategia.

26 de agosto de 2012

 

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