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Obama, candidato del "cambio", presidente de la continuidad
por : Claudia Cinatti

30 Dec 2008 | El 4 de noviembre de 2008 una mayoría de norteamericanos transformó a Barack Obama en el 44 presidente de Estados Unidos y el primer afroamericano en ocupar el cargo. Esta elección refleja un cambio cultural de magnitud y tiene un impacto simbólico que excede en gran medida el contenido concreto de lo que significará la presidencia de (...)


El 4 de noviembre de 2008 una mayoría de norteamericanos transformó a Barack Obama en el 44 presidente de Estados Unidos y el primer afroamericano en ocupar el cargo. Esta elección refleja un cambio cultural de magnitud y tiene un impacto simbólico que excede en gran medida el contenido concreto de lo que significará la presidencia de Obama.

Indudablemente la agudización de la crisis económica, que se aceleró en septiembre y octubre pasado y la percepción social de la profundidad de la recesión en curso, combinada con la fuerte oposición a la guerra de Irak, fueron los elementos decisivos en la victoria electoral de Obama, y terminaron de decidir el voto a favor del candidato demócrata incluso en sectores que aún sostienen prejuicios raciales.

Si bien Obama no hizo eje en la cuestión racial, evidentemente su condición de afroamericano mantuvo presente el problema del racismo como tema de campaña. Al día siguiente de las elecciones las editoriales de los principales diarios norteamericanos se enorgullecieron de que el país había dejado atrás el racismo, incluso el columnista de The New York Times, Thomas Friedman escribía que las elecciones del 4 de noviembre de 2008 pasarían a la historia como la fecha simbólica en que culminó la guerra civil de 1861 [1]. Pero la cooptación de un pequeño sector de la comunidad afroamericana, (también de latinos y otros minorías) para la elite política y económica de Estados Unidos –Obama, Colin Powell o Condoleezza Rice– es la contracara de la situación de marginalidad y opresión en la que se encuentra la minoría negra [2].

Con el transcurso de los días la lectura sociológica de la base electoral de Obama se ha hecho más precisa: el candidato demócrata obtuvo el 95% de los votos de los negros, el 67% de los latinos, casi el 70% de los jóvenes menores de 30 años y sobre todo de aquellos que votaron por primera vez, un 58% de las mujeres y un alto porcentaje de la clase media acomodada con título universitario e ideas liberales, que tradicionalmente vota al Partido Demócrata. Su victoria en los estados industriales –Ohio, Pennsylvania, Wisconsin, Michigan y Minnesota [3]– indica que fue capaz de recuperar el voto de los sectores sindicalizados de la clase obrera industrial, mayoritariamente blanca, que desde mediados de los ’60, y sobre todo desde la elección de Ronald Reagan, habían cambiado en gran parte su voto a favor de los republicanos. Probablemente esto fue posible por la colaboración de la central sindical, la AFL-CIO a la campaña.

El partido republicano, el otro pilar del régimen bipartidista del imperialismo norteamericano, está atravesando una crisis de magnitud. Aunque retuvo un importante caudal de votos teniendo en cuenta el repudio generalizado a la administración Bush, y mantuvo su base tradicional en los estados del “sur profundo” y del medio oeste (aunque perdió bastiones como Florida), la derrota de McCain abrió un proceso de recriminación entre sus distintas fracciones. El partido está dividido en un sector más moderado al que representó McCain y uno más fundamentalista de la derecha social y religiosa, que tomó notoriedad con argumentos racistas y extremos entre los simpatizantes de la candidata a vicepresidente Sarah Pallin [4].

Sin embargo, sería un error pensar que las fuerzas sociales detrás del fenómeno Obama son sólo las minorías afroamericana y latina, los jóvenes y un sector significativo de trabajadores. Obama fue en primer lugar el candidato que eligió mayoritariamente la burguesía norteamericana, que ante la crisis del Partido Republicano y el final desastroso de la presidencia de George Bush, decidió que la mejor opción para los intereses del imperialismo era un cambio de imagen hacia la política interna y externa. Las principales corporaciones, entre las que se encuentran muchas firmas de Wall Street como Goldman Sachs, JP Morgan y Citigroup, contribuyeron con decenas de millones de dólares para la campaña de Obama [5]. Los medios de prensa más influyentes, como The New York Times y The Washington Post, y prominentes republicanos como el ex secretario de estado Colin Powell, junto con representantes tradicionales de la política norteamericana de las últimas décadas, apoyaron o asesoraron a Obama durante su campaña.

Para el desencanto de los sectores progresistas que alimentaron la ilusión de “cambio”, Obama formó un gobierno en el que los puestos clave están ocupados por demócratas y republicanos que dirigieron la política norteamericana en las últimas décadas, fueron los arquitectos de las medidas de desregulación financiera y apoyaron la guerra de Irak. Entre ellos están: Rahm Emanuel (jefe de Gabinete); Hilary Clinton (secretaria de Estado); Robert Gates (secretario de Defensa bajo Bush, responsable de la guerra en Irak y Afganistán); James Jones (asesor de seguridad nacional, ex asesor de McCain); Timothy Geither (secretario del Tesoro, fue el último jefe de la Reserva Federal de Nueva York, y responsable junto con Henri Paulson del plan de rescate bancario) y los ex funcionarios clintonistas, Robert Rubin y Lawrence Summers. Por si quedara alguna duda, entre los asesores está Paul Volcker, el ex jefe de la Reserva Federal durante los gobiernos de Carter y Reagan, que en 1979 produjo una dura recesión al triplicar las tasas de interés, como salida a la inflación, lo que elevó el desempleo a alrededor del 12%.

¿El fin de la “era Reagan”?

Se ha vuelto un lugar común comparar el triunfo de Obama y el Partido Demócrata con las elecciones de Roosevelt en 1932 y de Reagan en 1980, interpretando el momento actual como un punto de viraje con respecto a las ideas políticas precedentes. Aunque el resultado obtenido por Obama dista mucho de la elección arrasadora de Reagan de 1980 y 1984 [6], el impacto es parecido y dio la sensación de que el mapa político norteamericano viró decisivamente de rojo (republicano) a azul (demócrata).

La presidencia de Reagan inauguró una nueva época en la política norteamericana. Desde el New Deal y el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis de mediados de 1970 [7], la política de la clase dominante esencialmente fue mantener una suerte de “consenso keynesiano”. Sin embargo, contra el mito “progresista” construido alrededor del estado benefactor y de figuras como el asesinado presidente JF Kennedy, en verdad ésta era la forma de ganar base social para una política imperialista agresiva de Guerra Fría, que hacia afuera implicó, por ejemplo, la invasión a Cuba y la guerra de Vietnam, y hacia dentro del país se tradujo en macartismo y ataque patronal contra los sindicatos. Las concesiones a la minoría afroamericana, como la acción afirmativa, fueron la respuesta estatal al imponente movimiento de los derechos civiles de fines de los ’50 y principios de los ’60, que había comenzado a radicalizarse en la figura de Malcom X y que señalaba que la discriminación racial amenazaba con desatar una situación de violencia fuera de control. Como era una potencia en expansión, Estados Unidos se dio el lujo durante la presidencia de Johnson de mantener el estado benefactor conocido como “Great Society” y a la vez desarrollar la guerra de Vietnam.

Entre fines de la década de 1960 y mediados de los años ’70 Estados Unidos vivió un proceso de radicalización política que tenía como eje la lucha contra la guerra de Vietnam y que se tradujo en una crisis del Partido Demócrata con su base progresista. En los comienzos de la crisis económica, la clase obrera sindicalizada llevaba adelante importantes luchas. La “(contra)revolución conservadora” de Reagan fue posible luego de que en 1981 derrotara en forma aplastante la huelga de los controladores aéreos que terminó no sólo con miles de despidos sino también con la destrucción del sindicato PATCO. El reaganismo instaló las ideas básicas neoliberales del “estado chico”, la desregulación de los mercados financieros, el “recorte de impuestos” y una renovada agresividad en la política exterior contra la Unión Soviética, a la que llamaba el “imperio del mal”, basada esencialmente en la supremacía militar, para reafirmar la hegemonía estadounidense que había sufrido un duro revés en Vietnam. Este programa de renovada ofensiva capitalista del que se hizo eco Margaret Thatcher en Gran Bretaña, fue adoptado en todo el mundo y dio lugar a los años de dominio del llamado “Consenso de Washington”. Los partidos reformistas socialdemócratas y el Partido Demócrata norteamericano también se hicieron neoliberales con la llamada “tercer vía” y la presidencia de Bill Clinton.

Sin embargo, una combinación de factores, esencialmente la crisis económica en curso que ha dejado al descubierto el agotamiento de las contratendencias neoliberales con que la economía norteamericana (y mundial) había salido de la crisis de mediados de los años ’70; las medidas tomadas por los gobiernos capitalistas de una intervención estatal sin precedentes desde la crisis de 1929, a lo que se suma la elección de Obama, han instalado un debate que se refleja en las principales publicaciones del país, tanto progresistas como conservadoras, sobre si ha llegado el fin de la “era Reagan”. Como señala el historiador Sean Wiletz, “las ideas y la política conservadora dominaron la política norteamericana durante los últimos 40 años, desde el estallido del Partido Demócrata en torno a la guerra de Vietnam y las movilizaciones urbanas de 1968. Ahora, casi todos los elementos del conservadurismo de Reagan está en descrédito, incluyendo sus ideas clave sobre el libre mercado desregulado y el derrame de la prosperidad” [8].

A pesar de haber anunciado la muerte de las ideologías, Francis Fukuyama, un ex neoconservador, es ahora uno de los ardientes defensores de la necesidad de un “cambio de ideas”. En un editorial reciente de la revista American Interest, plantea que “hay tres ideas clave del reaganismo que deben ser reformuladas o directamente descartadas para que Estados Unidos pueda navegar la actual crisis y restaurar su credibilidad en la nueva era. La primera tiene que ver con la desregulación y el rol del gobierno en la economía en un sentido más amplio. El colapso de Wall Street y la gran recesión en la que estamos entrando ocurrió por razones intrínsecas al modelo de Reagan (...) La segunda gran idea reaganiana que debe ser repensada concierne a los impuestos y los gastos, es decir, a la política fiscal. La tercera idea tiene que ver con la política exterior y el uso del poder norteamericano” [9]. Obviamente para Fukuyama el límite de la “renovación” ideológica está en las conquistas conseguidas por la clase capitalista en las últimas décadas, sobre todo la flexibilización del mercado laboral y la pérdida de peso de los sindicatos.
El debate y la incógnita es si, producto de la crisis económica y la crisis de hegemonía a nivel mundial, la presidencia de Obama abrirá una “nueva era” que transforme la política norteamericana de forma duradera e instale un “nuevo paradigma” como lo hizo en 1933 el presidente Roosevelt con el New Deal.

En este terreno son más las ilusiones y expectativas que generó la campaña por el “cambio” que el contenido concreto que ya expresó Obama en el armado de su gobierno. Es evidente que las medidas de respuesta a la crisis capitalista incorporan elementos opuestos a las recetas “neoliberales” de las últimas décadas, sobre todo las propuestas de planes de estímulo fiscal vía la creación de empleo público, no así el “rescate” estatal de los bancos y firmas capitalistas que son medidas que proponen tanto neoliberales como keynesianos para salvar al capitalismo en crisis. Pero esto es muy distinto a decir que hay un cambio radical con respecto a lo que vimos en los pasados 30 años. El paquete de salvataje para los bancos votado por ambos partidos, con la intervención activa de Obama, muestra que al igual que sus pares republicanos, pertenece a la elite política de Washington que está unida por miles de lazos a la aristocracia financiera y a las grandes corporaciones.

Hasta el momento, Obama ha mostrado que más que iniciar una “nueva era” está tratando de recomponer el “centro” del espectro político conservando más que cambiando los lineamientos de la política imperialista.

Uno de los principales mantras de la campaña de Obama, que capturó las expectativas y elevó las ilusiones de millones en Estados Unidos y entusiasmó a otros tantos en el resto del mundo, fue una vaga idea de “cambio” que empalmó con el enorme rechazo popular al gobierno republicano y con la esperanza de revertir las políticas de casi tres décadas de hegemonía conservadora.

Pero esta promesa de cambio se está mostrando completamente vacía. Lejos de expresar algún cambio en el sentido que esperaba gran parte de sus votantes, el armado del futuro gobierno muestra una clara continuidad con las últimas décadas de la política norteamericana, una síntesis bipartidista entre el ala moderada de los republicanos y figuras clave de la era clintoniana, lo que indica que no implicará un cambio radical sino que intentará recuperar el “centro” del espectro político.

La presentación en sociedad del equipo de seguridad nacional, fue acompañada de declaraciones favorables a usar “todos los elementos del poder norteamericano”; y fortalecer el aspecto militar “para derrotar las amenazas del siglo XXI”, entre las que Obama mencionó las “nuevas potencias que han puesto en aprietos el sistema internacional”. El significado de esta elección es inequívoco: la próxima administración buscará completar en forma lo más ordenada posible la tarea que Bush dejó inconclusa en Irak y Afganistán y hacer lo necesario para salvar a las corporaciones de la crisis económica.

Del “momento unipolar” a la crisis de hegemonía

La presidencia de Barack Obama tendrá que hacer frente al desafío más serio al dominio norteamericano desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, con dos guerras inconclusas, un creciente deterioro en el sistema de relaciones interestatales, el recrudecimiento de conflictos históricos como el de la India y Pakistán, combinado con la peor crisis económica desde la Gran Depresión, que ya se está empezando a expresar como crisis social al interior de Estados Unidos.

Casi en forma simultánea con el triunfo electoral de Obama, el National Intelligence Council de Estados Unidos dio a conocer su documento sobre las perspectivas de la situación internacional para las próximas décadas. En este informe, se prevé un escenario cada vez más complicado para el liderazgo norteamericano, con conflictos regionales y otros condimentos como escasez de recursos energéticos y cambio climático.

Según este órgano de inteligencia, “En 2025 el sistema internacional –tal como se construyó luego de la Segunda Guerra Mundial– será casi irreconocible debido al ascenso de potencias emergentes, una economía globalizada, una transferencia histórica de relativo poder económico y riqueza desde Occidente a Oriente, y la creciente influencia de actores no estatales”. En esta transición, que se percibe “llena de riesgos” y de la que incluso no se puede descartar un escenario similar al de fines del siglo XIX y sus preparativos para la Primera Guerra Mundial, “Estados Unidos seguirá siendo el actor individual más poderoso”, pero su fortaleza declinará, incluso en el terreno militar. De acuerdo con este informe “la característica más saliente del ‘nuevo orden’ será el cambio de un mundo unipolar dominado por Estados Unidos a una jerarquía relativamente desestructurada de viejas potencias y naciones emergentes”. Como consecuencia de esta mayor fragmentación y de la declinación del poderío económico y en menor medida militar, “Estados Unidos no tendrá la misma flexibilidad para elegir entre varias opciones políticas”. El cuadro se completa con las perspectivas económicas. El informe augura que “el rol internacional del dólar probablemente decline y pase de ser la ‘moneda global de reserva’ a ocupar el primer lugar entre iguales en una canasta de monedas. (...) Esta declinación implicará concesiones reales e impondrá elecciones difíciles para el comportamiento de la política exterior norteamericana” [10].

Con ciertos matices, esta visión es compartida por un amplio arco de intelectuales, columnistas de diarios y revistas especializadas y asesores en política exterior, aunque difieren en las implicancias de esta situación. Por ejemplo, el editor de política internacional de Newsweek, F. Zakaria habla de un mundo “posnorteamericano” y el presidente del Council on Foreign Relations, R. Haas, plantea la emergencia de un “mundo no polar”. Incluso un neoconservador como R. Kagan, con reservas y quitándole significado a la “foto” de la decadencia norteamericana, reconoce que “el mundo actual no es como lo habíamos anticipado la mayoría después de la caída del Muro de Berlín en 1989. (... ) Pocos esperaban que el poderío sin precedentes de Estados Unidos enfrentara tantos desafíos, no sólo de potencias emergentes sino también de los aliados viejos y más cercanos” [11], aunque sostenga, contra los llamados “declinacionistas”, que como Estados Unidos está en decadencia pero el resto del mundo está peor, no está en cuestión su rol de potencia dominante [12].

La visión mayoritaria de un deterioro de la posición estadounidense ha puesto de relieve la necesidad de una readecuación política a las nuevas condiciones para intentar restaurar la capacidad hegemónica del imperialismo norteamericano, seriamente dañada durante los ocho años de administración neoconservadora.

Las discusiones sobre la declinación norteamericana no son nuevas. Un debate similar se dio luego de la derrota en la guerra de Vietnam y durante los años de la presidencia de Jimmy Carter en los que el liderazgo estadounidense parecía haber llegado a un punto históricamente bajo, cuyo símbolo más elocuente quizás fue el intento fallido de la recuperación de los rehenes en la embajada de Estados Unidos en Irán, tras la revolución de 1979.

Reflexionando sobre esas condiciones del dominio imperialista, el académico británico Paul Kennedy había planteado hace algo más de 20 años que existe una relación necesaria entre el dominio de una gran potencia y su economía y que, en ese sentido, haciendo una comparación con el ascenso y decadencia del imperio español en el siglo XV y el imperio británico en el siglo XIX y XX, Estados Unidos había “heredado toda una serie de compromisos estratégicos contraídos décadas antes, cuando la capacidad política, económica y militar de la nación para influir en los asuntos mundiales estaba más asegurada”. De ahí concluía que el imperialismo norteamericano, estaba sometido al riesgo “tan conocido por los historiadores del auge y la caída de las anteriores grandes potencias, de lo que podríamos llamar toscamente ‘excesiva extensión imperial’” [13], lo que significaba que en la balanza, la suma de los intereses y obligaciones internacionales de Estados Unidos superaba su capacidad para poder defenderlos.

Sin embargo, poco después de que Kennedy publicara este trabajo, el colapso de la Unión Soviética y la recuperación de la economía norteamericana frente a sus competidores, habían generado un espejismo de dominio norteamericano indiscutido.

El ex ministro de Relaciones Exteriores francés, Hubert Vendrine, había acuñado el término “hiperpotencia” [14] para tratar de dar una dimensión de cómo se percibía el poderío norteamericano en el mundo, no sólo en los países de la periferia sino también en las potencias capitalistas competidoras, a comienzos de la década de 1990, luego del colapso de la Unión Soviética y el triunfo norteamericano en la Primera Guerra del Golfo.

Efectivamente, la década de 1990 fue la del espejismo de un poderío norteamericano sin límites: Estados Unidos había salido victorioso de la Guerra Fría, y en la guerra contra Irak había sacado a relucir el enorme potencial militar desarrollado durante los años de Reagan. Como se suele decir, los dos pilares de la hegemonía norteamericana, el dólar y el Pentágono, parecían firmes para sostener el peso de la hiperpotencia.

Durante esta década de dominio norteamericano, que los ideólogos neoconservadores denominaron “el momento unipolar”, se fue gestando la idea de un cambio estratégico en las relaciones internacionales representada por el llamado Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, que finalmente se impuso como política de Estado luego de los atentados del 11S. Según este think tank de la política imperialista, el gobierno de Bill Clinton había dilapidado lo conquistado en las administraciones de Reagan y Bush padre con sus “intervenciones humanitarias” en lugares donde no estaban en juego intereses importantes para Estados Unidos, como Somalia. Esta nueva estrategia pretendía relanzar el poderío norteamericano trastocando los cimientos del orden de posguerra, que según los neconservadores expresaban una relación de fuerzas que ya no se correspondía con el predominio de Estados Unidos. Anunciada en el tristemente célebre discurso sobre seguridad nacional de George Bush en septiembre de 2002, proponía un cambio cualitativo en las relaciones interestatales, una política exterior agresiva basada en el unilateralismo y en el poderío militar y tenía como objetivo reafirmar el predominio norteamericano no sólo sobre los enemigos, sino también sobre los aliados, incluidas las potencias europeas. La llamada “guerra contra el terrorismo” era la justificación del derecho de intervención militar de Estados Unidos en forma preventiva y de derrocar gobiernos enemigos e imponer un “cambio de régimen”. Ese unilateralismo a ultranza que causó fisuras sin precedentes en las últimas décadas en los bloques imperialistas durante los prolegómenos de la guerra de Irak, hizo que Estados Unidos llevara adelante la campaña militar contra el régimen de Hussein sólo acompañado por Gran Bretaña y España y otros países de menor importancia. Además, dio lugar a un antinorteamericanismo de masas no sólo en los países árabes y semicoloniales, sino también en las poblaciones de las potencias imperialistas europeas.

A su vez, el gobierno de Bush continuó con la política ofensiva hacia Rusia puesta en marcha por Clinton, que por medio de la ampliación de la OTAN y la incorporación de países como Georgia y Ucrania, buscaba cercar y disminuir la influencia del régimen de Putin en Asia Central, una región estratégica a la vez que obstaculizar las relaciones políticas y comerciales entre Rusia y las potencias de la Unión Europea, principalmente Alemania y Francia.

Por sus ambiciosos objetivos, la derrota de la estrategia neoconservadora puesta en marcha en las guerras de Afganistán e Irak, que ha implicado una costosa ocupación militar y miles de bajas entre las tropas imperialistas, tuvo el efecto inverso al buscado y lejos de proyectar poder hacia el resto del mundo, dejó expuesta la “sobreextensión” de Estados Unidos que entre Afganistán e Irak tiene comprometido casi la totalidad de sus recursos disponibles para otras incursiones militares. Esta limitación fue percibida claramente por el régimen ruso durante la miniguerra que enfrentó a Rusia y Georgia, un aliado de Estados Unidos, ante la cual el “bloque occidental” quedó dividido entre Estados Unidos y Gran Bretaña por un lado, que intentaron sin éxito imponer una política dura contra el régimen de Putin, y, por otro, Francia y Alemania que priorizaron sus relaciones con Rusia.

El otro elemento actuante que puede decidir la suerte del “retorno de la diplomacia” que parece guiar la política exterior del gobierno entrante es la dinámica que tomará la crisis económica mundial que aún no alcanzó su piso y que incidirá en las relaciones interestatales.

En este marco, la capacidad de Obama para recomponer el liderazgo imperialista será puesta a prueba más temprano que tarde. Sin ir más lejos, los atentados de fines de noviembre en la India parecen apuntar a la estrategia de Obama de impulsar una suerte de reconciliación entre la India y Pakistán, dos potencias nucleares, como forma de lograr una relativa estabilización en Asia Central y poder concentrar los esfuerzos para lograr un triunfo imperialista en Afganistán.

Si la gran ilusión de una mayoría de norteamericanos, que se opone a la política guerrerista de Bush y su continuidad en McCain, es que Obama ponga fin a la guerra y ocupación de Irak y Afganistán y adopte una política más benigna, la expectativa de la clase dominante norteamericana es que Obama sea capaz de generar las condiciones para recomponer la imagen de Estados Unidos y recuperar aliados para poder hacer frente a estos desafíos y garantizar los intereses nacionales de la principal potencia imperialista y de sus corporaciones.

En 1936, Trotsky, refiriéndose a la elevación de Estados Unidos al “rango de potencia imperialista dirigente del mundo” en una época histórica de declinación capitalista, planteaba que “extendiendo su poderío por todo el mundo, el capitalismo de EE.UU. introduce en sus propios fundamentos la inestabilidad del sistema capitalista mundial”, y que el desarrollo de la política y la economía norteamericanas “depende de la crisis, las guerras y las revoluciones en todas partes del mundo” [15]. Parece haber llegado un momento en que esas contradicciones están estallando y configurando un nuevo escenario.

Indudablemente la crisis del dominio norteamericano ya está abriendo una situación internacional convulsiva. Para los que suponen que las potencias imperialistas pueden avanzar ordenadamente hacia una nueva estructura del poder mundial en forma “diplomática” y “multilateral”, vale recordar que la lenta decadencia de Inglaterra y la consolidación de Estados Unidos como potencia mundial, incluyó desde comienzos del siglo XX acontecimientos extraordinarios, como la Guerra Anglo-Boer [16], la Guerra Ruso-Japonesa, las Guerras Balcánicas, la Revolución Mexicana, la Primera Guerra Mundial, la Primer y Segunda Revolución China, la Revolución Rusa, la crisis de 1929, el surgimiento del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, es que toma toda actualidad la definición de Lenin y del marxismo clásico de que vivimos en una época de crisis, guerras y revoluciones. La decadencia y el debilitamiento económico pueden llevar a Estados Unidos a recurrir a la superioridad militar para defender sus intereses. Esto no implica que en lo inmediato las potencias imperialistas se estén preparando para un enfrentamiento, pero sí probablemente que se incrementen los conflictos regionales que involucren a estados aliados o clientes de las principales potencias, como anticipos de conflictos mayores.

La política exterior de Obama

El triunfo de Obama fue recibido con entusiasmo y simpatía no sólo en amplios sectores populares en todo el mundo, sino también por los gobiernos de las potencias imperialistas y los países de la periferia, incluso el presidente iraní Mahmud Ahmadinejad le envió sus saludos. La expectativa de estos gobiernos es que Obama comande un giro significativo en la política exterior imperialista e intente restaurar algo del “soft power” en el manejo de los asuntos internacionales, enterrado bajo el militarismo y el unilateralismo de la administración Bush. La excepción más importante a esta tendencia fue Rusia que en un comunicado de su presidente Medvedev emitido el mismo día que se conocía la victoria electoral de Obama, reiteraba su decisión de contrarrestar los misiles norteamericanos ubicados en Polonia. De esta forma daba a entender claramente que, al menos de parte de Rusia, no habrá una “luna de miel” con el nuevo gobierno norteamericano.

Después del fracaso de la política exterior ofensiva de Bush, pareciera haber surgido un nuevo consenso de que es necesario volver al “realismo”, es decir a un enfoque más cauto y multilateral que permita recuperar aliados y recomponer el liderazgo para un mundo que se percibe mucho más anárquico y peligroso para los intereses del imperialismo norteamericano. Según F. Zakaria, “el desafío real para Washington es usar sus capacidades –militar, política, intelectual– para trabajar con otros y crear un mundo más estable, pacífico y próspero en el cual estén asegurados los intereses e ideales norteamericanos” [17].

Esta se percibe como la forma más segura de perseguir los intereses norteamericanos. Como recuerda en un artículo reciente P. Kennedy, analizando los lineamientos generales de la política exterior de Obama, “un estudio minucioso de la retórica y la política real de sus predecesores, Wilson, FDR y JFK, se vuelve muy útil. Como todos los historiadores dirán, ninguno de esos grandes estadistas ‘internacionalistas’ hizo otra cosa que perseguir el interés ‘nacional’ norteamericano” [18].

Las voces de la burocracia política bipartidista apuestan a que el rostro de Obama y la ilusión progresista que suscita sean suficientes para resucitar una política más clásica de “garrote y zanahoria”, más eficiente y menos costosa que la línea “revolucionaria” neoconservadora. En una entrevista reciente, Dennis Ross, ex director de planeamiento del Departamento de Estado en la presidencia de Bush padre, coordinador especial para Medio Oriente de Clinton, y actual asesor para Medio Oriente de Obama, planteó abiertamente que “cuando uno tiene a alguien como el presidente Obama, es mucho más difícil demonizar a Estados Unidos. Es mucho más sencillo dejar en claro que nuestros objetivos en el escenario mundial son los correctos y aumentar nuestra capacidad de competir” [19].

Todavía está por verse si Obama será capaz de jugar este rol de “renovación” de liderazgo imperialista. El armado de su gobierno y las líneas políticas generales de su administración dejan traslucir una fuerte continuidad con la política exterior de los últimos años, que contrasta con su promesa de “cambio”. Todos los integrantes de su gabinete de seguridad nacional y el Departamento de Estado estuvieron a favor de la guerra de Irak y los nombramientos fueron recibidos con entusiasmo por la derecha, desde la más tradicional del Wall Street Journal hasta las páginas de la principal revista neoconservadora, Weekly Standard, pasando por el principal arquitecto del gobierno de Bush, Karl Rove. Lo más probable es que Obama lleve adelante una política exterior esencialmente conservadora, manteniendo una continuidad en los intereses de Estado, combinando el “clintonismo” con los sectores moderados de la administración republicana que llevaron adelante el giro del unilateralismo de la primera presidencia de Bush hacia una política más multilateral. Como ya lo había adelantado como precandidato presidencial ante el influyente lobby sionista norteamericano, Obama mantendrá su alianza incondicional con el Estado de Israel. En su etapa inicial seguramente habrá “gestos” tendientes a recomponer la imagen “democrática” de Estados Unidos, como por ejemplo podría ser el cierre de la prisión ilegal de Guantánamo, pero estas medidas que gozarán de una amplia simpatía estarán al servicio de disminuir las críticas para una política guerrerista que ya ha anunciado para Afganistán.

Sus prioridades estarán en resolver gradualmente la ocupación militar de Irak, proponer algún marco de negociación a Irán, concentrar el esfuerzo militar en Afganistán y conseguir la colaboración de los aliados europeos, Pakistán (y quizás Rusia) para combatir a los talibán y otras fuerzas irregulares que enfrentan a las tropas de la OTAN y relanzar las negociaciones entre israelíes y palestinos, involucrando también a Siria. Todo esto mientras mantiene la alianza estratégica con el Estado de Israel y su compromiso de garantizar su seguridad, lo que permanentemente tensiona hacia una política más agresiva contra Irán. Pero dada la situación más general del imperialismo norteamericano, este plan no parece muy sencillo de concretar.

Obama hereda una situación de muy difícil resolución para el dominio imperialista en Medio Oriente, tras el fallido intento de usar la invasión y ocupación de Irak como una plataforma para consolidar el poderío norteamericano y garantizar la seguridad del Estado de Israel. Como es sabido, nada resultó como habían imaginado los neoconservadores seis años atrás. El fortalecimiento de Irán como potencia regional fue una consecuencia no querida de la invasión a Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein. Estados Unidos se vio obligado a negociar con el régimen de los ayatolas, es decir con el enemigo número uno de Norteamérica y del Estado de Israel en la región y, de hecho, la cooperación del régimen iraní fue indispensable para mantener la situación relativamente estable en Irak, sin que los conflictos escalen [20].

A esto se suma que en julio-agosto de 2006 el Estado de Israel perdió por primera vez una guerra, fue derrotado por Hezbollah en su incursión en el Líbano. A su vez, el gobierno de Olmert está terminado, aunque ha sido capaz de administrar la profunda crisis gubernamental abierta luego de esta derrota y se ha garantizado la continuidad de Kadima en el gobierno. Esto no impidió que las tropas israelíes, con la colaboración del presidente palestino Abbas, mantuvieran el sitio sobre la Franja de Gaza bajo gobierno de Hamas.

Lejos ya de sus promesas de campaña de retirar las tropas de Irak en 16 meses, la política “realista” de Obama es adoptar el acuerdo votado por el parlamento iraquí que legaliza la presencia de las tropas norteamericanas hasta el 31 de diciembre de 2011 [21]. Para mediados de 2009 Estados Unidos espera poder concentrar sus fuerzas de combate en bases retiradas de los centros urbanos iraquíes e intervenir a pedido del gobierno local. Esto de ninguna manera implica que ya esté resuelta a favor de Estados Unidos la costosa ocupación de Irak.

El gobierno de Bush había conseguido en los últimos meses una relativa estabilidad producto de una combinación de factores, entre los que se destaca el acuerdo con los líderes tribales sunitas que pasaron de combatir la ocupación a colaborar con las tropas norteamericanas en la persecución de elementos presuntamente ligados a Al Qaeda. Pero el factor fundamental que permitió mantener los conflictos religiosos dentro de parámetros aceptables para las tropas imperialistas fue la intervención de Irán que con su mediación logró desactivar en más de una oportunidad la guerra interna entre las distintas fracciones shiitas. El artífice de estas políticas fue en gran parte R. Gates, por lo que Obama apuesta a que su continuidad en el cargo por al menos un año, termine de estabilizar un cronograma de salida de Irak. Está claro que esta política está condenada al fracaso si una política agresiva de Estados Unidos decide a Irán a retirar su colaboración.

Obama prometió “dialogar sin condiciones con Irán” como forma de ganar a un sector de la población y del régimen de los ayatolas, para una política más pro norteamericana. Según su asesor para la región, Dennis Ross, este “diálogo” debe ser directo y no a través de intermediarios y seguir la lógica del “garrote y la zanahoria” para imponer un cambio de orientación en el gobierno iraní [22]. En última instancia la apuesta de Estados Unidos es que la crisis económica y la caída en los precios del petróleo y del gas, lleven a un recambio gubernamental en Irán, que tendrá elecciones presidenciales a mediados de 2009, o profundice las fisuras entre el presidente Ahmadinejad y sectores del clero que tienen una posición más conciliadora. Pero nada le garantiza a Estados Unidos que esto vaya a ocurrir.

Esta política no es bien vista por el Estado de Israel, que presiona constantemente para que Estados Unidos realice o autorice un ataque limitado contra las facilidades nucleares de Irán, ya que el monopolio en el armamento nuclear es la base de su estrategia de seguridad para mantener sometidos a sus vecinos árabes, no hay que olvidar que con ese objetivo lanzó un ataque preventivo contra Irak en 1981 para destruir su reactor nuclear.

Los planes de Obama de retirar gradualmente las tropas de Irak y concentrarse en Afganistán dependen en gran medida de llegar a un acuerdo con Irán, de ahí el interés por establecer una política “diplomática” para lograr la colaboración del régimen y tratar de contener su avance nuclear, sin embargo, aún no está claro lo que Obama tendrá para ofrecer a la teocracia iraní y cómo se conjuga esta política con la alianza incondicional con el Estado de Israel.

En Afganistán, la “guerra buena” según Obama, la situación es bastante alarmante para el imperialismo. Al menos desde 2006 los talibán y otros grupos que resisten la ocupación han pasado a la ofensiva contra las tropas de la OTAN y recuperaron base ante la enorme impopularidad del gobierno de Karzai que con toda justeza es visto como un títere de Estados Unidos. El conflicto en Afganistán traspasó las fronteras de Pakistán donde las organizaciones islamistas radicales vienen ganando terreno ante los ataques del ejército paquistaní que actúa bajo la presión norteamericana.

Ante esta situación, el Pentágono viene ideando una política similar a la implementada en Irak de cooptar grupos tribales opositores, incluido algún sector “reconciliable” entre los talibán. Muchos analistas coinciden en que esta operación es casi imposible si Estados Unidos no logra cambiar cualitativamente la percepción de debilidad de las tropas de la OTAN.

La política anunciada por Obama es transferir 7.000 soldados desde Irak a Afganistán, que se sumarían a los 32.500 soldados que ya tiene Estados Unidos y presionar al gobierno y al ejército paquistaní para que actúe en contra de los grupos armados, sobre todo en la región fronteriza. El segundo paso será sin dudas tratar de que otros aliados de la OTAN incrementen su participación militar. Pero hasta el momento nada indica que la UE esté dispuesta a esto. Más bien tiende a una política no centrada en el aspecto militar y propone la realización de una conferencia de todos los países vecinos, con la que Estados Unidos no tiene acuerdo. El otro punto de divergencia entre Estados Unidos y la Unión Europea es el apoyo al gobierno de Karzai. En 2009 se deberían realizar elecciones presidenciales. Mientras que la UE considera terminado el ciclo de Karzai, éste se niega a renunciar a su reelección y espera el apoyo del gobierno norteamericano.

En el entramado que dejó traslucir la estrategia de Obama, Afganistán entraría en una política más amplia para lograr una cierta estabilidad en Asia Central, que tienen como un elemento clave el intento de acercamiento entre India y Pakistán. Sin embargo, esta política parece enfrentar serios obstáculos antes incluso de su implementación, como muestra la cadena de atentados ocurridas a fines de noviembre en Mumbai.

El mundo que Obama se propone liderar se ha vuelto en varios sentidos antinorteamericano. En parte, esto se debe a que el último ciclo de crecimiento económico permitió la emergencia de otros actores en la escena internacional, como China, Rusia, India y en menor medida Venezuela. Estamos en una situación en la que ninguna potencia capitalista competidora, ni menos aún países dependientes como China, están en condiciones de disputar la hegemonía norteamericana, pero sí de cuestionar seriamente su dominio y de tratar de consolidar esferas de influencia que les permita pesar en las decisiones de la política internacional. En ese sentido, la “miniguerra” entre Rusia y Georgia, un aliado de Estados Unidos al que Bush intentó sin éxito incorporar a la OTAN, fue un adelanto de los conflictos regionales con proyección mundial que en última instancia son el resultado de la situación que emergió con la derrota de la estrategia neoconservadora. En ese marco de una mayor anarquía en las relaciones interestatales y de crisis capitalista, es muy probable un nuevo desarrollo de la lucha de clases.

¿Un nuevo New Deal?

La economía norteamericana está oficialmente en recesión desde diciembre de 2007. Sólo en el mes de noviembre de 2008, más de medio millón de norteamericanos perdieron sus empleos [23], en todo el año esa cifra asciende a 2,2 millones, sin contar aquellos que ya han desistido de buscar trabajo. La tasa media de desocupación que es del 6,7% aún se mantiene baja si se la compara con el 25% después del crack de 1929. Pero lo alarmante es el crecimiento geométrico del desempleo, que en noviembre se duplicó con respecto a octubre de 2008. Según estas proyecciones en las semanas iniciales de la presidencia de Obama los puestos de trabajo perdidos podrían llegar a superar los 3 millones, incluso algunos estiman que la tasa de desocupación para el año 2009 puede llegar a duplicar la de 2007. El cuadro de la crisis social en ciernes se completa con la caída del salario de millones de trabajadores que en forma involuntaria pasaron a trabajar part time; la falta de medidas de seguridad social –alrededor de 50 millones de norteamericanos no tienen cobertura de salud–, las familias que se están quedado sin su vivienda producto de la crisis de las hipotecas subprime, el alcance limitado del subsidio del desempleo, que cobra apenas un 32% de los trabajadores desocupados y sólo se percibe por seis meses.

En los estados industriales, que votaron mayoritariamente por Obama, la crisis es más profunda. Según una nota aparecida en The New York Times sobre la situación en Michigan, sede de las tres grandes automotrices, “la economía en el estado ha estado en recesión por años, y algunos expertos están convencidos de que nunca emergió de la última recesión nacional en 2001. La tasa de desempleo se de 9,3% –junto con la de Rhode Island es la más alta del país–. (...) el total de residentes de Michigan que reciben alguna forma de asistencia pública, como vales de comidas o créditos baratos para la vivienda, es ahora de 1,82 millones, cerca del 20% de la población, un récord para el estado”.

La profundidad de la crisis, como ocurrió en el viraje del “laissez-faire” hacia el New Deal en los ’30, parece haber creado un nuevo consenso entre neoliberales y neokeynesianos [24] sobre la necesidad de intervención fiscal para estimular la economía.

Para hacer frente a esta profunda recesión, Obama prometió la creación de 2,5 millones de puestos de trabajo en los próximos dos años, mediante la implementación de un plan de obras públicas para reconstruir la infraestructura bastante deteriorada del país, como puentes, autopistas, rutas, escuelas y aeropuertos e invertir recursos públicos para el desarrollo de fuentes de energía alternativas (construcción de paneles solares, molinos para energía eólica, etc.), lo que popularmente se denominó “keynesianismo verde”. A esto se agrega su promesa de campaña de ampliar la provisión de salud –aunque su plan no incluye el beneficio de salud universal–, bajar los impuestos de los hogares de menores ingresos y aumentarlos para los que ganan más de 250.000 dólares al año.

Obama todavía no definió el monto que invertirá en estímulo fiscal para la economía. En campaña éste no superaba los 160.000 millones de dólares, probablemente se haya ampliado en los últimos meses, sin embargo, conocidas las cifras del desempleo a los inicios de la recesión, los partidarios de un nuevo New Deal consideran que este plan es completamente insuficiente. Por ejemplo, para Nouriel Roubini harían falta al menos 300.000 millones de dólares en inversión pública y para el último premio nobel de economía, Paul Krugman, el plan de estímulo debería ascender a unos 600.000 millones de dólares, equivalente al 4% del PBI, para motorizar la economía [25]. Incluso Zakaria desde la columna de Newsweek aconseja usar todas las herramientas que tiene a mano un gobierno, por ejemplo “nacionalizar firmas, decretar feriados bancarios, suspender las operaciones durante semanas, comprar deudas y acciones y renegociar las hipotecas”, pero lo más importante es que “el gobierno norteamericano puede imprimir dinero”, lo que a largo plazo tiene efectos nocivos pero que “no son nada comparados con el colapso potencial del sistema financiero” [26].

No se puede descartar que Obama, empujado por las circunstancias se vea compelido a adoptar un programa de estímulo fiscal mucho más audaz, como le aconsejan los economistas a los que nos hemos referido más arriba.

Los sectores progresistas alimentan la ilusión de que bajo la presión de la crisis y de la movilización popular, Obama tenga que reeditar la experiencia del New Deal que puso en marcha Roosevelt en 1933. Frente a la evidencia de que la administración de Obama tiene un carácter esencialmente de “centro”, esgrimen el argumento de que Roosevelt tampoco tenía el programa del New Deal durante su campaña en 1932, sino que su política era el recorte del gasto público, pero que pragmáticamente terminó llevando adelante una política “progresista”. Es verdad que Roosevelt cambió su plan inicial por el New Deal e incluso enfrentó la oposición de su partido y de capitalistas que no habían apreciado aún el servicio que les prestaría este programa. Sin embargo, el objetivo de esta política no era “progresista”, sino que representaba la última oportunidad para salvar al capitalismo de la crisis y del fantasma de la radicalización social. Según el historiador Howard Zinn, las reformas sociales de Roosevelt, “hacían frente a dos necesidades acuciantes: reorganizar el capitalismo de tal modo que superara la crisis y estabilizara al sistema; y atajar el alarmante crecimiento de rebeliones espontáneas y huelgas generales llevadas a cabo en distintas ciudades durante los primeros años de la administración Roosevelt” [27], que además de la clase obrera incluía las acciones del movimiento de desocupados que había desarrollado una poderosa organización y de las asociaciones vecinales que resistían los desalojos. El New Deal, como planteaba Trotsky era un “privilegio” único de Estados Unidos por la fuerza de su capitalismo, mientras que otros países recurrieron a otros instrumentos como el fascismo.

Pero incluso en los ’30, el New Deal fracasó en sacar a la economía de la crisis, aunque la débil recuperación contribuyó a descomprimir la situación social y de esa forma le prestó un gran servicio al capitalismo. Como dijo Roosevelt durante la campaña por su reelección en 1936, “estábamos en contra de la revolución, por lo tanto lanzamos una guerra contra las condiciones que generan las revoluciones –contra las desigualdades y el resentimiento que las alimentan”. Sin embargo, en 1937, la economía norteamericana entró nuevamente en una depresión y el New Deal dio paso a lo que se conoció como “War Deal”, es decir a una enorme inversión estatal en la industria de guerra, que como planteaba Trotsky, en un primer momento estimuló la reactivación económica mientras preparaba al capitalismo norteamericano para darle un golpe decisivo a sus competidores cuando estallara la guerra. Desde el comienzo, la administración Roosevelt contenía ambas tendencias. En 1939, luego del fracaso del New Deal, Trotsky planteaba que “este programa, con sus resultados ficticios y su aumento real de la deuda nacional, tiene que culminar necesariamente en una feroz reacción capitalista y en una explosión devastadora del imperialismo. En otras palabras, conduce a los mismos resultados que la política del fascismo” [28]. El triunfo norteamericano en la Segunda Guerra Mundial, que dejó destruidas a las potencias competidoras, fue decisivo para garantizar décadas de hegemonía incuestionada en el mundo “occidental” capitalista.

En última instancia, la aplicación de un paquete de estímulo fiscal puede ayudar a dinamizar la economía en el corto plazo y, sobre todo, a desactivar la bomba de la crisis social, pero la recuperación de la economía capitalista no depende de estas variantes sino del restablecimiento de la rentabilidad y, en ese sentido, las medidas keynesianas mostraron sus límites a mediados de la década de 1970. Difícilmente la intervención fiscal por la vía de la obra pública restaure estos parámetros y saque a la economía norteamericana de la profunda crisis en la que se encuentra.

Si en los ’30, “gracias a los inmensos recursos, el imperialismo más rico pudo, por un tiempo, encontrar una solución menos reaccionaria y violenta para el mismo problema” y en lugar de tomar “el camino de la contrarrevolución fascista tomó el camino de la reforma” [29], el margen de maniobra de Obama para implementar un plan similar al New Deal es mucho menor. A diferencia de Roosevelt que presidía un estado que era acreedor y que tenía enormes reservas en oro, heredará una deuda estatal sideral, incrementada por el paquete millonario destinado al salvataje de los bancos. Esta deuda nacional creció de manera exponencial durante los ocho años de la presidencia de Bush hasta alcanzar los 10 billones de dólares. El plan de aumentar 4 puntos más del PBI la deuda no parece viable, salvo con un mayor endeudamiento o con la emisión de moneda aumentando el riesgo de inflación. Como en la dinámica que llevó desde el New Deal hasta la Segunda Guerra Mundial, la posibilidad de una salida “reformista” a la crisis se revelerá como una ilusión pasajera y no alcanzará a cubrir la catástrofe capitalista.
La crisis, Obama y la lucha de clases

Contra las visiones economicistas y objetivistas, hemos insistido en que las crisis económicas no producen en forma automática lucha de clases revolucionaria, pero son una condición necesaria, ya que al arrojar a la miseria y a la desesperación a millones que ya no tienen cómo garantizar su subsistencia, abren por un período la posibilidad de acciones más radicales que las que se ven en tiempos de normalidad burguesa.

Durante los casi 25 años de ofensiva neoliberal, la clase obrera norteamericana perdió conquistas materiales y retrocedió cualitativamente en su organización sindical, según las cifras disponibles, “hoy sólo un 7,5% de los trabajadores en el sector privado está sindicalizado, mientras que en el sector público el porcentaje es de 35,9%. Tomado de conjunto, 15,7 millones de trabajadores pertenecen a algún sindicato, lo que representa el 12,1% de los asalariados, casi la misma proporción que en 1930” [30].

En estos años se produjo una transferencia monumental de recursos hacia el 1% más rico de la población que recibe el 24% del ingreso nacional, y “a pesar de que las ganancias de las corporaciones se han duplicado desde que la recesión dio paso a la expansión económica en noviembre de 2001, y aunque la productividad de los trabajadores aumentó más del 15% desde entonces, el salario promedio de un trabajador norteamericano típico ha subido sólo el 1% descontada la inflación” [31].
Este ataque patronal contra los trabajadores sigue bajo la forma de despidos y rebajas salariales ante la crisis.

Como se ha visto en la discusión parlamentaria alrededor del salvataje con fondos estatales de las tres grandes automotrices –Chrysler, General Motors y Ford–, la patronal y el estado capitalista quieren aprovechar la crisis para avanzar aún más sobre las conquistas que a pesar de la ofensiva neoliberal de las últimas décadas, aún conservan sectores de trabajadores. Los medios de prensa, además, realizaron una campaña sistemática contra los “altos costos laborales” de las tres grandes automotrices debido a que sus trabajadores mayormente están sindicalizados, comparados con empresas de la competencia como Toyota, que paga salarios muy inferiores a sus trabajadores norteamericanos [32]. El plan de reestructuración de las automotrices incluye la destrucción de decenas de miles de puestos de trabajo, el cierre de plantas y, en acuerdo con la burocracia del sindicato UAW (United Automobile Workers), los congresistas del Partido Demócrata y el propio Obama, la reducción significativa en los pagos en beneficios de salud y retiro y del “banco de empleo” por el cual los trabajadores suspendidos conservan gran parte de su salario.

Salvando las distancias, el crack de 1929 y la Gran Depresión también fueron precedidos por una década de ofensiva patronal que destruyó con métodos violentos la organización sindical que el movimiento obrero había construido enfrentándose a las bandas de las patronales entre 1918 y 1920. Farrell Dobbs, uno de los organizadores revolucionarios del movimiento obrero de la época, relata que “cuando comenzó la depresión económica de los ’30 los trabajadores estaban en una crisis de organización y dirección. Sólo un pequeño porcentaje estaba sindicalizado (...)” [33]. Sin embargo, las duras condiciones y el carácter conservador y procapitalista de la burocracia de la AFL dio lugar a una oleada de radicalización en la base del movimiento obrero que se expresó primero en el surgimiento del Committee for Industrial Organization y a partir de 1937 Congress of Industrial Organization, que organizó a los trabajadores no calificados y semicalificados que eran rechazados por la AFL. “Durante 1934 se dieron tres huelgas militantes –en Minneapolis, San Francisco y Toledo– todas triunfaron (...) Una vez que surgió el CIO, las industrias básicas rápidamente se organizaron (...) Se desarrolló una oleada de luchas sin precedentes en la historia norteamericana, tanto en sus alcances como en sus perspectivas revolucionarias. Durante esos conflictos apareció un nuevo fenómeno –las huelgas con permanencia– un dispositivo por el cual los trabajadores ocupaban las plantas y, si era necesario, las transformaban en bastiones de la defensa contra los ataques de los rompehuelgas” [34]. En la huelga de los teamsters de Minneapolis, los trotskistas tuvieron una influencia decisiva. Para frenar este proceso de radicalización Roosevelt hizo una concesión con la aprobación de la ley que reconocía el derecho a la organización sindical y la negociación colectiva. Con esta medida, el régimen liberal americano “le daba a los trabajadores lo que ya habían ganado con sus luchas, concedida ante el hecho obvio de que el gran ascenso obrero había comenzado a escalar más allá de la capacidad del gobierno o la patronal de frenarlo” [35] . La burocracia sindical del CIO junto con los “progresistas” de entonces, el Partido Comunista y el Partido Socialista, usó la medida par subordinar a la clase obrera a Roosevelt y al Partido Demócrata y abortó un proceso embrionario de independencia de clase.

La alta votación que recibió Obama expresa las expectativas de los trabajadores, los inmigrantes, la minoría afroamericana y otros sectores postergados en que su gobierno revierta en parte esta situación, lo que seguramente traducirá la promesa de “cambio” en demandas concretas como la protección de los puestos de trabajo ante la oleada de despidos, la legalización de los inmigrantes o el fin de las ocupaciones militares en Irak y Afganistán. La burocracia de la AFL-CIO que aportó un caudal de votos significativos para Obama, espera conseguir que se apruebe una nueva legislación sindical, conocida como Employees Free Choice, que aunque no implica el reconocimiento obligatorio por parte de la patronal de la organización sindical, le devolvería al trabajador el derecho de elegir pertenecer o no a un sindicato. Pero sus ilusiones chocarán con la realidad de que el gobierno de Obama, más allá de su condición racial, no está para defender sus intereses sino los de las grandes corporaciones y bancos imperialistas.

Como en otros momentos históricos, los “progresistas” mantienen la estrategia del “mal menor” y ante la evidencia innegable de que Obama intentará hacer un gobierno de “centro” es decir, mantener lo esencial de los últimos años, justifican su posición en que será más “presionable” por las luchas de los trabajadores y los movimientos sociales. Por esta vía, le prestan un gran servicio a la clase dominante al mantener la subordinación de la clase obrera y las minorías oprimidas al partido demócrata, un pilar fundamental del imperialismo norteamericano, alimentando ilusiones en que es posible una salida intermedia.
La profundización de la crisis económica y el agudizamiento de las contradicciones a nivel internacional, puede acelerar en el próximo período la experiencia de la clase obrera y las minorías oprimidas con el gobierno de Obama y abrir un nuevo escenario de la lucha de clases, que como en los ’30 no sólo dé lugar a la radicalización obrera, sino también a la exacerbación de la xenofobia y el racismo y al resurgimiento de grupos de extrema derecha.

La toma por parte de sus 250 trabajadores, en su mayoría latinos y afroamericanos, de la fábrica Republic Windows and Doors, a principios de diciembre de 2008 en Chicago, una medida que no ocurría desde la década de 1930, quizás sea un síntoma de los nuevos fenómenos de la lucha de clases que se avecinan.

La crisis está trastocando los parámetros “normales” del dominio burgués de las últimas décadas. El mundo que surgió de la Segunda Guerra Mundial, dominado por el escenario de la Guerra Fría, en el que la dinámica de la revolución permanente estuvo “bloqueada” debido a que los principales países imperialistas quedaron al margen de los procesos revolucionarios que se multiplicaron en la periferia del mundo capitalista, introduciendo una profunda división en la clase obrera internacional, ya es cosa del pasado. No sólo porque desapareció de la escena la Unión Soviética, sino porque la principal potencia imperialista, Estados Unidos, es el epicentro de una crisis económica y hegemónica de magnitud y significación histórica. El carácter global de la crisis da una base objetiva para la unidad entre la clase obrera de Estados Unidos, la UE y el resto de las potencias imperialistas, con los trabajadores y explotados de los países dependientes y semicoloniales. En esta situación de profunda deslegitimación del sistema capitalista y del imperialismo norteamericano, se abre la posibilidad de que la clase obrera estadounidense, duramente golpeada durante los años de la ofensiva neoliberal, recupere su capacidad de lucha y organización y que el control más débil de la burocracia sindical sobre los trabajadores, dé lugar a una mayor espontaneidad y radicalización, tanto en los métodos de lucha como en la conciencia política. De darse esta dinámica, y tomando como antecedente la oleada de huelgas de los ’30 en la que los trotskistas no sólo jugaron un rol decisivo sino que también construyeron una organización con influencia en la sectores significativos de la case obrera, las oportunidades para construir un partido obrero revolucionario en Estados Unidos se harán más concretas y actuales. Para los revolucionarios internacionalistas, desarrollar esta perspectiva se vuelve una tarea de vital importancia.

 

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