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América Latina ante los nuevos vientos de tormenta
por : Eduardo Molina

21 Dec 2007 |


Es posible que estemos en vísperas de un “cambio de escenario internacional” respecto a las condiciones relativamente afortunadas de que gozó el subcontinente en el período reciente.

Éstas permitieron una cierta estabilización apoyada en los índices de crecimiento económico, las dificultades del imperialismo para ejercer mayor presión, el acceso al gobierno en varios países de fuerzas “progresistas” y nacionalistas, y la contención de los procesos de lucha de clases y crisis políticas más notables que caracterizaron los primeros años del siglo XXI.

Pero esta fase no ha significado ni un “despegue económico” con plena “soberanía política” ni mucho menos la apertura de una “era de democratización”, como muchos esperaban al comienzo de los mandatos de Lula, Tabaré Vázquez, Kirchner y otros. Mucho menos aún abrió una época de revoluciones inéditas, que nos llevaría al “socialismo del siglo XXI” de la mano del Comandante Chávez o la “revolución cultural y democrática” de Evo Morales.

Por el contrario, bajo la relativa prosperidad y estabilización política, han seguido madurando las profundas contradicciones estructurales que minan las bases del capitalismo latinoamericano y siembran de tensiones toda la configuración social y política de la región, y pese al “optimismo oficial” de analistas económicos, periodistas y gobernantes, es probable que la nave latinoamericana termine chocando contra las “turbulencias” de la amenazante crisis económica internacional y las mayores tensiones interestatales y de la lucha de clases que la misma puede generar.

Esta nota procura trazar algunos elementos centrales del proceso latinoamericano al cabo de un quinquenio de ascenso económico, retroceso del “neoliberalismo” y ejercicio del poder por los progresistas y nacionalistas en varios países, intentando establecer “claves” para seguir el curso de los acontecimientos ante un nuevo cuadro de situación internacional que recién está tomando forma.

Es conveniente hacer una advertencia preliminar. América Latina, tiene una gran unidad histórico-cultural, y sus países comparten el carácter de ser parte de la periferia semicolonial. Sin embargo, no es una unidad homogénea, sino por el contrario, un conjunto altamente diferenciado, con enormes contrastes y diferencias internas a todo nivel (desde los empíricamente más evidentes: tamaño, población y desarrollo relativo de cada país; a la gama de las relaciones semicoloniales, características estatales, niveles de lucha de clases, tradiciones sociopolíticas, etc.), diferencias específicas que están en la base de la dinámica desigual de las coyunturas concretas nacionales y subregionales que subsumimos en el marco latinoamericano. Pese al carácter abarcador de este trabajo, sus objetivos y sus límites, que obligan a mantener un determinado nivel de generalización, se ha procurado mantener presentes esas características.

Finalmente, aclaramos que en muchos puntos esta nota se nutre ampliamente de las elaboraciones de los camaradas de la FT-CI de los distintos países de América Latina (aunque no siempre esto se refleje en citas explícitas).

I. Estados Unidos y América Latina

Decadencia hegemónica y márgenes de maniobra

El deterioro de la hegemonía mundial de Estados Unidos (agravado por el fracaso en sus objetivos en Irak) y la evolución de la región desde inicios de siglo (en términos de agotamiento del neoliberalismo, desarrollo de la lucha de clases y cambios políticos), se han traducido en mayores márgenes de maniobra para los gobiernos latinoamericanos pese a las presiones y esfuerzos de Washington.

Este declive hegemónico está en la base de dos tipos de reflexión unilateral: por un lado, entre la derecha conservadora, crece la aprensión ante lo que identifican como “abandono” y “desatención” de América Latina por parte de Estados Unidos (lo que identifican como negativo para la consolidación del “pacto semicolonial” al que apuestan como tabla de salvación). De otro lado, entre progresistas y nacionalistas, el aflojamiento de la autoridad norteamericana crea la ilusión de que es posible recuperar la soberanía política y autodeterminación económica; y que actuando en bloque, la región podría jugar un papel autónomo en los asuntos mundiales, todo esto, sin romper con el imperialismo.

En realidad, decadencia de la hegemonía no significa extinción pacífica de la subordinación semicolonial. De hecho, los mayores márgenes de maniobra que los gobiernos pueden usar frente a la presión norteamericana, son un pálido contrapeso ante el descomunal peso que ha ganado el capital extranjero al interior de los distintos países de la región.

La perspectiva de un “desenganche” pacífico de la región de la periferia que históricamente Estados Unidos consideró poco más que su “patio trasero” y que fue un punto de apoyo esencial en su ascenso como gran potencia capitalista desde la segunda mitad del siglo XIX, y esto en un mundo que se convulsiona cada vez más, es del todo utópica.

La condición semicolonial es una síntesis de la jerarquía básica en que se divide el mundo en la época del capitalismo imperialista y está anclada en lazos estructurales de dependencia económica, social, política y militar. Por otra parte, reconoce varias gradaciones (no es el mismo el grado de semicolonización de, digamos Haití, que el de Brasil), y tampoco puede ser considerada como estática, permanentemente se regula en base a las relaciones de fuerza. De hecho, la historia de las relaciones jerárquicas entre el centro imperialista y la periferia del mundo capitalista es la de un constante forcejeo en los marcos de relaciones de fuerza dinámicas que combinan economía, lucha de clases y política, cuando no también la guerra abierta.

Desde este punto de vista, la pérdida de hegemonía norteamericana en medio de una buena coyuntura económica abrió mayores márgenes de maniobra para las semicolonias latinoamericanas.

Pérdida de autoridad de Washington e “indisciplina” regional
Un elemento central para ello es el fracaso norteamericano en extender a la región el giro “neoimperialista” y la estrategia de unilateralismo y guerrerismo-intervencionista bajo el paraguas de la “guerra contra el terrorismo” implementadas por el gobierno de Bush después de los atentados del 11-S de 2001. Esta orientación, que se expresó de manera concentrada en la invasión a Irak y Afganistán; condujo al actual cuadro de empantanamiento y fracasos político-militares de consecuencias estratégicas para el imperialismo, pues dejan más expuesta aún la declinación hegemónica. Pero sus resultados fueron especialmente negativos para Estados Unidos en América Latina, pues chocaron con la nueva situación creada con la disgregación del “consenso de Washington”, el debilitamiento de la ofensiva neoliberal y la apertura de un nuevo escenario en la lucha de clases y la situación política de la región, sobre todo en Sudamérica.

Indudablemente el imperialismo norteamericano no dejó de lograr avances en todo ese período, el del más profundo proceso de penetración del capital extranjero en la región en décadas, intentando dar forma a un nuevo “pacto semicolonial” que expresara el salto en la semicolonización. Pero el resultado general no fue la subordinación general a los dictados de sus monopolios, sino una situación de gran fluidez entre la decadencia de la hegemonía de EE.UU. y la mayor “indisciplina de los vasallos”, entre la dependencia semicolonial y los márgenes de maniobra que la buena coyuntura económica y las relaciones de fuerza han abierto; situación en cuya base están los límites impuestos a la presión imperialista por la enorme resistencia de las masas latinoamericanas que protagonizaron grandes levantamientos y derribaron a varios gobiernos (con el desplazamiento o crisis de las viejas fuerzas neoliberales y abiertamente pronorteamericanas), es decir, las vicisitudes del nuevo ciclo ascendente de la lucha de clases en la región.

El fracaso de las políticas más ambiciosas de Washington hacia América Latina, como la iniciativa del ALCA, un mayor despliegue militar y de “seguridad” en los países del área (cuya propuesta “estrella” era el Plan Colombia), y las pretensiones de lograr apoyo político y diplomático del bloque latinoamericano para sus cruzadas intervencionistas en la “guerra contra el terrorismo”, son en síntesis el fracaso en los intentos de profundizar el “pacto semicolonial” que había avanzado de la mano del “Consenso de Washington” durante los ’90. Así, tampoco tuvo mayor éxito en la “lucha contra el narcotráfico” basada en la erradicación forzosa de los cultivos de coca en los países andinos, en las aspiraciones de extender y endurecer con apoyo internacional el bloqueo a Cuba, en los intentos de cerrar el camino primero y luego desplazar a Chávez, etc.

Un hecho notable fue “la desilusión de la administración de Bush con Latinoamérica ante los fallos económicos y políticos de la región. Washington se erizó ante la oposición latinoamericana a gran parte de la agenda de Estados Unidos pos 11-S. La Casa Blanca quedó escandalizada cuando Chile y México, los representantes de América Latina en el Consejo de Seguridad de la ONU en 2003, y dos de los más cercanos aliados de Washington en la región, se opusieron a la resolución que respaldaba la invasión de Irak. De hecho, de los 34 países de América Latina y el Caribe, sólo siete sostuvieron la guerra. Seis de ellos (Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Panamá) estaban comprometidos en negociaciones comerciales con EE.UU. en ese momento. Y el séptimo, Colombia, recibe más de 600 millones de dólares al año de ayuda militar norteamericana” [1].

Ante esta serie de fracasos el gobierno de Bush optó por una política latinoamericana más pragmática y cautelosa, avanzando allí donde le es posible (como en los TLC bilaterales con Colombia, Chile, Perú y Costa Rica) y negociando con los gobiernos locales en términos más “comprensivos” (como frente al de Evo Morales), adaptándose a las relaciones de fuerza y a la necesidad de concentrarse en otros escenarios del mundo, particularmente Europa, China y Medio Oriente, donde el empantanamiento en Irak amenaza convertirse en un fiasco político y militar de grandes proporciones.

Actualmente el gobierno de Bush, ostensiblemente debilitado, busca revitalizar su política hacia América Latina impulsando los acuerdos de libre comercio pendientes de ratificación con Perú, Colombia y Costa Rica, y discutiendo los términos de la relación bilateral con Brasil, que le reconoce a éste el papel de interlocutor privilegiado y líder regional (por lo que fue simbólica la visita de Bush a Lula y la propuesta de sumarlo al desarrollo de los “agro combustibles”); sin por eso dejar de cosechar fracasos diplomáticos como ante la gira del presidente iraní a Venezuela y Bolivia o el nuevo rechazo de la asamblea general de la ONU a su política de bloqueo anticastrista.

Dependencia y márgenes de maniobra

Desde el punto de vista económico y político, América Latina y sobre todo Sudamérica, se beneficiaron en los años recientes de una situación bastante excepcional, lo que, aunque las condiciones estructurales de la dependencia tendían a profundizarse –como resulta del creciente peso del capital extranjero en prácticamente todas las economías nacionales–, los distintos Estados podían contar con mayores márgenes de maniobra para negociar con el imperialismo.
El crecimiento norteamericano proporcionó un marco de estabilidad general, un mercado ampliado para sus productos y grandes inyecciones de inversiones y préstamos, un destino para el flujo de la emigración, así como una fuente nada desdeñable de divisas adicionales con el enorme flujo de remesas de los emigrados. Por otra parte, la región siguió canalizando mercados, inversiones y créditos de la Unión Europea. Y la demanda china y asiática en general alentó la suba de los precios de muchas de las materias primas y commodities latinoamericanos, abriendo un amplio mercado en expansión para el cobre, el estaño, el zinc, la soja y otros productos [2].

Así, la región, en especial Sudamérica, puede “jugar a tres bandas”, haciendo buenos negocios con Estados Unidos, Europa y Asia, sin tener que enfrentar una presión superior de Washington, y más bien, pudiendo poner límites a algunas de sus pretensiones más brutales.

Sin embargo, la diversificación del comercio exterior es un elemento que amplía los márgenes de maniobra; pero no es igual a una menor dependencia de la principal metrópoli, dado el rol dominante de Estados Unidos mismo para la producción, el comercio y las finanzas latinoamericanas. Esto se hace aún más evidente en un mundo donde la dinámica de la economía mundial se ha hecho crecientemente “EE.UU.-dependiente” y donde la prosperidad regional descansa en buena medida en la cotización internacional de materias primas y commodities, cuyo precio depende fuertemente de la demanda norteamericana y asiática, que a su vez, también está condicionada por las necesidades norteamericanas.

Entre tanto, Estados Unidos sigue siendo el principal socio comercial de la región, destino del grueso de las exportaciones y origen de la mayor parte de las inversiones. Además, América Latina en su conjunto se mantiene estrechamente en la órbita del dólar y sus mercados financieros y bursátiles están firmemente atados al carro de Wall Street.

La mayor dependencia económico-financiera de México, Centroamérica y la cuenca del Caribe respecto a EE.UU. y la relativamente mayor diversificación de las relaciones económicas y financieras de América del Sur, son un dato histórico que ha seguido una evolución particular en el último período, sin romper las tendencias dibujadas ya en los ’90 en el auge del neoliberalismo [3].

México recibe de Estados Unidos un 61,6% de la Inversión Extranjera Directa (IED) y canaliza el 85,7% de las exportaciones. Venezuela, el 20,5% de la IED y 56,6% exportaciones. Colombia, 15,4% IED entre los años 1994-2006 y el 39,6% de lo exportado en 2006. En el caso de estos dos países, una parte muy llamativa de las inversiones proviene de Antillas y Panamá, lo que hace difícil desentrañar su verdadero origen.

Para el caso de México y Centroamérica, el mayor producto exportado es el petróleo, mientras que los siguientes 8 son bienes industriales (automóviles, equipos de comunicaciones, calculadoras, televisores, autopartes, etc.) reflejando el peso de la maquila integrada al mercado norteamericano [4].

En Sudamérica hay una distribución más “triangular” del comercio exportador y de la recepción de inversiones extranjeras, como puede verse en el cuadro inferior. Estados Unidos es desplazado a un segundo lugar por el conjunto de Europa, mientras que crece la incidencia de Japón y China. Pero los 8 primeros productos exportados por Sudamérica son: petróleo crudo, derivados de petróleo, forrajes y granos, oleaginosas, cobre, minerales comunes y sus concentrados, mineral de hierro y frutas. Recién el 9° rubro en importancia, vehículos de pasajeros, es industrial y tiene por destino más bien el comercio intrarregional (como otros productos industriales locales).

Un teatro secundario de las tensiones mundiales
Esto no niega que Estados Unidos viene perdiendo terreno ante sus competidores, sobre todo europeos, particularmente en Sudamérica. América Latina es un escenario secundario para las rivalidades interimperialistas y las tensiones internacionales, aunque estas se expresaron más débilmente en los últimos años debido a las condiciones del mismo crecimiento internacional, a la relativa estabilización política y a la confluencia de intereses norteamericanos y europeos en la región en la defensa de sus corporaciones, así como en la preocupación común ante fenómenos políticos como el chavismo (otra dimensión de este acercamiento entre EE.UU. y la Unión Europea (UE) es el endurecimiento de Sarkozy hacia Irán y la invitación de la UE a hacer “causa común” para contener a China).

El crecimiento de las tensiones y los realineamientos de las grandes potencias no deja de tener manifestaciones en la arena latinoamericana, donde los gobiernos imperialistas no dejan de buscar mejorar sus propias posiciones, o bien, discrepan ante problemas políticos locales. Así, la Unión Europea ha buscado tejer sus propios acuerdos comerciales con el MERCOSUR, los países andinos, Chile y otros, y muestra diferencias en el tratamiento de la “cuestión cubana”, la situación política de Colombia, etc.

Por otra parte, la presencia de las potencias europeas es desigual. Durante los ’90 fue España el país que se proyectó hacia la región, como “puente entre Hispanoamérica y Europa” alcanzando un notable puesto en la banca (BBVA, BSCH), en las comunicaciones (Telefónica) y los hidrocarburos (REPSOL-YPF). Este despliegue está retrocediendo, pues la participación de España cayó del 24% de la IED ingresada a la región entre 1997-2001, a un 10% en 2002-2006, reflejando el golpe que significaron la crisis de 2001 en Argentina y otros acontecimientos en la región. Aunque las transnacionales europeas privilegian sus mercados de la propia UE, en el Este europeo y Estados Unidos, Holanda y Gran Bretaña parecen ganar espacio como origen de inversiones hacia América Latina.

En este marco, otras potencias buscan ampliar su presencia en la región, como muestra la aparición de China no sólo como un importante socio comercial, sino incluso como inversor en la región (seguido en menor escala por India), con inversiones mineras y petrolíferas, incursionando en la venta de equipamiento y de armas en menor escala. También Rusia realizó acuerdos de importancia estratégica con Venezuela, para el reequipamiento de las FAN, desde fusiles de infantería hasta modernos aviones de combate que reemplazarán a los F-16 ante la reticencia de Washington a proveer repuestos.

En suma, la competencia en el mercado mundial entre las transnacionales, los crecientes roces estratégicos y políticos entre las grandes potencias, como las tradicionales diferencias entre EE.UU. y Europa como en la política para impulsar la restauración capitalista en Cuba, el tema “derechos humanos” y su aplicación a escenarios como el de Colombia, etc., y el ingreso a escena de nuevos actores económicos y políticos (de importancia secundaria pero que no dejan de aprovechar las oportunidades), crea una mayor fluidez pero es también fuente de fuertes contradicciones y señalan fisuras que podrían ampliarse en caso de una aceleración de la crisis económica y “sistémica” mundial.

Entre el alineamiento proyanqui y la inconsistencia del sudamericanismo

Esto pone a discusión el rol de la región y las relaciones internas, provocando fricciones y realineamientos en el seno de las propias clases dominantes, con tres polos delineándose:

• un grupo de países abiertamente alineados con el imperialismo y el programa neoliberal (México, Colombia, Chile), donde hay relativa unidad burguesa en este camino;
• un bloque de Estados intermedio, que toma distancia de Estados Unidos y aspira a mayores márgenes de autonomía, pero sin enfrentarse con Washington y manteniendo políticas económicas de mayor continuidad con los programas neoliberales (Brasil, Argentina), donde hay un mayor grado de compromiso entre las distintas fracciones burguesas, aún en medio de pujas internas;
• un polo de discurso más antinorteamericano, gestos nacionalistas y mayores fricciones con el capital extranjero (Venezuela, Bolivia, Ecuador), donde los sectores burgueses de mayor peso están en la oposición.

Immanuel Wallerstein apunta que ante la decadencia de la hegemonía norteamericana y en la perspectiva de un mundo más “multipolar”, “si los países del MERCOSUR pudieran superar sus tensiones internas, si pudieran ampliar el MERCOSUR para recuperar a los países andinos, creo que esta parte del continente americano puede tener un papel más relevante en la nueva geopolítica mundial. Pero deben tener una política consistente conjunta sobre las grandes cuestiones, no solamente a nivel político sino también económico. Tienen ahora gobiernos de izquierda; es cierto, son distintas maneras de entender la izquierda, pero tienen un elemento común y es que entienden la importancia de la autonomía geopolítica” [5]. Estas tesis son compartidas, con variantes, por una gama de representantes del nacionalismo y desarrollismo regional, mientras está en retroceso la lógica del “alineamiento automático” con Estados Unidos de los gobiernos más proimperialistas, pero lo que prima, en medio de un importante grado de polarización, es la dificultad para cristalizar bloques claros.

De un lado, no resulta fácil consolidar un “arco del Pacífico” firmemente proimperialista que incluya desde Chile a México, Estados Unidos y Canadá según los intereses de “Nueva York y Washington” (es decir, del poder económico y político norteamericano), bajo el programa neoliberal de apertura comercial y recurriendo a la bandera propuesta por la derecha norteamericana de “frenar el avance el populismo chavista” como consigna política y diplomática.

De otro, si bien hay un posicionamiento político que pone ciertos límites a la ingerencia norteamericana, tampoco han prosperado los intentos de integración, más allá de las declamaciones y las buenas intenciones, como muestra la suerte de la proclamada “Comunidad Sudamericana”. El MERCOSUR continúa trabado por el permanente forcejeo entre Brasil y Argentina, iniciativas como el Banco del Sur chocan con las divergencias y recelos de los adherentes, en primer lugar Brasil. La Comunidad Andina se desintegra ante los cursos opuestos que siguen sus integrantes, y lo mismo ocurre con otras propuestas, ilustrando reiteradamente la incapacidad –y rechazo– de las burguesías nacionales para avanzar seriamente en la necesaria unificación económica y política de los países latinoamericanos (que no es sólo una generosa demanda histórica sino una necesidad vital para el desarrollo real de las fuerzas productivas y la superación de las lacras del capitalismo semicolonial). Ni siquiera se muestran dispuestas a hacer causa común para regatear frente a Estados Unidos y la UE.

Las aspiraciones de Brasil y los recelos del vecindario
Uno de los factores que enrarecen el clima diplomático regional son las ambiciones de Brasil de consolidar su primacía regional, impulsado por el cuadro de situación “geopolítica”, y para disputar un lugar en el orden mundial como forma de mejorar sus posibilidades de negociación. “La actuación diplomática brasileña, por ejemplo, ha interpretado las posibilidades abiertas en el contexto de la pos Guerra Fría como un espacio de maniobra para aumentar el poder de la nación. La diversificación comercial, la multiplicación de las alianzas, el pleito por un asiento VIP en el Consejo de Seguridad de la ONU o el comando en Haití, la actuación de la OMC, son representaciones bastante claras de un camino nacionalista para la política externa de un país que adopta tasas prohibitivas para la importación de computadoras” dice un analista [6]. Podríamos agregar también los acuerdos con India y Sudáfrica para una gran “zona de integración comercial del Sur” que incluya al resto del MERCOSUR y fortalezca las esperanzas de los países de “desarrollo medio” de lograr un mayor espacio en el contexto económico y político internacional.

Ese programa implicaría consolidar una posición como potencia líder regional [7], con las consecuencias del caso –económicas, sociales, políticas y militares–, al menos en América el Sur (donde la presencia de las grandes empresas brasileña o con participación extranjera asentadas aumenta, desde Petrobras o Brahma a las grandes constructoras como Queiroz Galvao), y donde un sector de la burguesía brasileña insta a intervenir con más firmeza en defensa de los “intereses nacionales” (como ocurrió ante los roces con Bolivia de los últimos dos años). También significa poner coto a las pretensiones de sectores de las transnacionales y el Pentágono sobre el inmenso territorio brasileño (como las esporádicas propuestas de “internacionalización” de la Amazonia o los pretextos para buscar ingerencia militar y policial yanqui con el argumento del narcotráfico en la “calha norte” –corredor norte– o la “guerra contra el terrorismo” en la Triple Frontera).

Brasil es un país dependiente de dimensiones continentales y subordinado por lazos de tipo semicolonial al imperialismo, y no es raro que la clase dominante brasileña busque con métodos burgueses y a través de la competencia intercapitalista ampliar sus posibilidades, incluso a costa de sus vecinos más débiles, para lo que busca fortalecer a su propio Estado y aspira a un rol de “global player” en la economía y política internacionales. El gobierno norteamericano, al mismo tiempo que le pone límites y traba estas pretensiones según sus propios intereses, no deja de reconocer a Brasil como “interlocutor privilegiado” en la región y plantear una “relación especial” en temas tales como los biocombustibles y otros.

Pero el posicionamiento brasileño provoca recelos en los países vecinos, como en Argentina y Venezuela, que aspiran a un cierto rol propio. La burguesía argentina hace mucho que se resignó a un papel internacional menos que secundario, y si bien han pasado los tiempos de las “relaciones carnales” con Estados Unidos, la administración Kirchner no deja de aprovechar cualquier oportunidad para mostrarse funcional a los intereses norteamericanos y molestar a Brasil. La ocasional convergencia entre Chávez y Kirchner en algunos asuntos económicos y diplomáticos tiene mucho que ver con la necesidad de contrapesar en algo al poderoso vecino, del que, sin embargo, no pueden prescindir, como muestra también el rumbo zigzagueante, pero signado por los forcejeos y las crisis crónicas, del MERCOSUR y los planes de integración energética.

Estos y otros roces bilaterales en la región son muestra de la indefinición de las relaciones regionales del sudamericanismo y también, de la inconsistencia de los proyectos de integración alentados por el bloque “intermedio”. Lo que prima entonces en el escenario es el “pragmatismo nacional”, en medio de la proliferación de visitas presidenciales, acuerdos y “cumbres”.

El ALBA, posicionamiento y límites

En este marco regional, el proyecto “bolivariano” impulsado por Venezuela aparece como una alternativa básicamente política tanto frente al “alineamiento automático” con Estados Unidos, como ante la inconsistencia de la retórica de la “integración sudamericana”. En torno al ALBA, se delinea un proyecto para utilizar los márgenes de maniobra frente al imperialismo, aumentar la capacidad de negociación y renegociar las condiciones de “asociación” con las transnacionales, expresando en un posicionamiento político común las orientaciones que a nivel nacional desarrollan gobiernos como los de Chávez y Evo Morales.

Para ello busca articular una serie de acuerdos económicos y políticos, acompañándose de otras acciones como la solicitud de integración de Venezuela al MERCOSUR, el TCP (Tratado de Comercio de los Pueblos) con Cuba y Bolivia entre otros, o el Banco del Sur (propuesto como una alternativa al BID, FMI y otras instituciones controladas por el imperialismo).

Se postula como la vía para la unidad latinoamericana –un nacionalismo burgués continental con el que contrapesar la presión de Estados Unidos– y ha logrado algunos avances, al poder aparecer, por un lado, con estrechos acuerdos con Cuba y Bolivia, y por otro, incorporando a Ecuador y Nicaragua al “frente”.

Sin embargo, es un bloque endeble, más allá del discurso bolivariano y ciertos gestos de autonomía, pues los gobiernos socios no muestran mucha homogeneidad en sus políticas y diplomacia, y además, esta propuesta falla por la base, pues apuesta al acuerdo con los gobiernos, burguesías nacionales y transnacionales instaladas en la región en una perspectiva neodesarrollista que no rompe la dependencia semicolonial y busca concertar con el imperialismo, repitiendo todos los límites del más rancio nacionalismo burgués.

Estos límites se evidencian con la reciente derrota política del chavismo el 2 de diciembre, lo que puede tener consecuencias no sólo internas, en Venezuela, sino a nivel externo, para los acuerdos del ALBA (creando incertidumbre estratégica entre los socios sobre sus perspectivas y disminuyendo el interés en los mismos).
Por todo ello, no sólo es impotente para gestar una verdadera unidad económica y política latinoamericana, sino que aún es difícil consolidarse como un proyecto nacionalista-regional de regateo y negociación con el imperialismo y construir un “bloque bolivariano” sólido.

La crisis del “orden regional”

Este cuadro de tensiones, realineamientos y roces sobre el fondo de la crisis de hegemonía imperialista expresa la erosión del sistema regional de Estados ordenado bajo el poder estadounidense –como la OEA, el TIAR, el BID y otros– en la segunda posguerra, en los marcos del “mundo de Yalta” y al calor del apogeo norteamericano y el clima de la “Guerra Fría”, sistema que es crecientemente disfuncional a las relaciones de fuerza económicas, sociales y políticas a nivel continental y cuyas bases están comprometidas por las propias dificultades norteamericanas, como lo demuestran la crisis de la OEA y otras instituciones regionales y su impotencia para intervenir como un instrumento eficaz del imperialismo en distintas situaciones, desde los levantamientos en Ecuador y Bolivia a la crisis haitiana.

Pese a los avances imperialistas de los años ’80 y ’90, la erosión de este “subsistema de Estados” regional ha avanzado en los últimos años, con una dinámica divergente que fragmenta las subregiones y Estados locales (México, Centroamérica, el Caribe, los países andinos, Brasil y el Cono Sur) según distintas orientaciones económicas, políticas y de “seguridad”, si bien la “divisoria mayor” pasa por el canal de Panamá, con una mayor gravitación hacia EE.UU. de los países al norte del mismo y a lo largo de la costa del Pacífico, y un mayor distanciamiento en el resto de Sudamérica.

La disgregación del “consenso de Washington” que permitió ordenar relativamente los planes económicos y la orientación política, de “seguridad” y diplomática de los países de la región en función de los objetivos estratégicos de la potencia dominante, la aceleración de la declinación norteamericana en el cuadro de situación señalado más arriba, y las relaciones de fuerza más generales impuestas en la lucha de clases desde comienzos de siglo, parecen haber abierto un nuevo escenario, que plantea un cuadro de “desorden regional latente”, planteando la necesidad de un “rediseño” de las relaciones entre el conjunto de los estados semicoloniales latinoamericanos y el imperialismo, y agitando las aguas de la diplomacia y la “geopolítica” locales.

El significado de la ocupación de Haití
Es en este contexto regional donde están en discusión los términos del orden semicolonial regional, la prolongada intervención militar en Haití, iniciada hace más de tres años, despliega su verdadero significado.

La Misión de Estabilización de Naciones Unidas para Haití (MINUSTAH), fue diseñada bajo el paraguas de la ONU según un acuerdo entre Estados Unidos y Francia y se integró con efectivos y mandos de varios países de América Latina (Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, Ecuador, Guatemala, Perú, Bolivia y Paraguay), y de otras regiones. El argumento político fue la necesidad de estabilizar el país, el más pobre del continente y considerado un “failed State” (Estado fallido, en la terminología imperialista), y preparar las condiciones para la democracia, en la línea general de las intervenciones militares “democráticas y humanitarias” propugnadas por el imperialismo desde los ’90.

La novedad es que se trató de la primera intervención de esta naturaleza en tierras americanas, que debió ser orquestada en los marcos de la ONU (la OEA no pudo cumplir este rol) y que en la misma, el papel decisivo en el campo lo juegan fuerzas latinoamericanas. En efecto, los Estados de la región encontraron la oportunidad para rendir un preciado servicio a Estados Unidos en momentos en que está profundamente comprometido en Irak y Afganistán, al mismo tiempo que probar su capacidad militar y política para garantizar orden e intervenir, sin necesidad de la presencia masiva de tropas imperialistas.

La misión no ha logrado sus declarados objetivos de “garantizar la paz y conseguir la estabilización del país”, y pese a las elecciones que llevaron a René Preval a la presidencia en febrero de 2006, continúa la presencia militar y policial extranjera, lo que refleja la creciente dificultad para imponer este tipo de intervenciones bajo la cubierta democrática, aún cuando se recurra a tropas de países vecinos con el argumento de la “solidaridad sur-sur”. En todo caso, no puede ser visto como un episodio aislado, sino como parte de una orientación más estratégica que, por un lado, acepta e impulsa incluir a los Estados latinoamericanos en un rol más activo en la seguridad regional e internacional; por otra parte, es funcional a los objetivos norteamericanos de mayor intervensionismo y despliegue militar en toda la región y especialmente en el Caribe; y finalmente, sienta peligrosos precedentes de cara al futuro de la cercana Cuba, como podría ser ante una eventual “crisis de transición al capitalismo” o ante nuevas convulsiones revolucionarias como las del levantamiento de octubre de 2003 en Bolivia, cuando los gobiernos vecinos –especialmente Brasil y Argentina– y sus Estados mayores, en línea directa con el gobierno de Bush, llegaron a discutir la posibilidad de “planes de contingencia” para una intervención en el país andino.

La intervención en Haití es de hecho un “campo de prueba” importante para los intentos de reconstruir un orden regional viable, diseñar una estrategia de “seguridad” compartida y un “modelo de intervención” ante nuevas crisis políticas y estallidos revolucionarios en la región. El compromiso de los gobiernos “progresistas” desde Kirchner, Bachelet o Lula hasta Evo Morales con la misma desnuda mejor que nada la subordinación, en última instancia, a los objetivos contrarrevolucionarios del imperialismo y del rol que se preparan a jugar en un supuesto “mundo multipolar” desestabilizado por el debilitamiento estratégico norteamericano, pese a toda la retórica latinoamericanista, democrática y nacionalista que a veces puedan verter.

Una encrucijada de las relaciones semicoloniales
El debilitamiento de la autoridad de Washington y los márgenes de maniobra que pueden utilizar los gobiernos regionales no significan ni el fin del dominio imperialista ni que Washington acepte sin más una “extinción pacífica” de su hegemonía.
En efecto, pensar que Estados Unidos simplemente se resignará a continuar perdiendo autoridad sobre América Latina está ligado a presuponer que el ocaso hegemónico es casi como un proceso evolutivo y que a la hora de crisis severas, Estados Unidos simplemente actuará replegándose sobre sí mismo, como ocurrió ante la crisis del ’30 (cuando hubo un corto período de “aislacionismo”), renunciando a su hegemonía mundial.

De hecho, la situación es muy distinta. Hoy –contrariamente a los años ’30– es el propio EE.UU. el que detenta la hegemonía y debe defenderla con todos los medios a su alcance. La internacionalización de las fuerzas productivas y el despliegue mundial de las corporaciones norteamericanas hacen más difícil una “retirada táctica” de ese tipo. La orientación práctica del núcleo fundamental del establishment económico, político y militar de Washington, a pesar de sus diferencias internas y del cuestionamiento a la política de Bush, va en sentido contrario a un giro “pacifista” y “aislacionista” o al simple “abandono” de América Latina.

Por otra parte, el curso de varios de los gobiernos sudamericanos implica fricciones y roces con Estados Unidos, desde la política migratoria a la que México y Centroamérica son extremadamente sensibles, a los roces con Chávez y la línea hacia Cuba, fricciones que podrían crecer a la hora de una crisis económica o de un giro norteamericano hacia mayor presión e intervensionismo.

A pesar de la “cautela” que prima actualmente en las relaciones comunes, hay más bien un “curso de colisión” entre las necesidades estratégicas de la potencia norteamericana y la dinámica latinoamericana tomada en su conjunto, curso que puede verse acelerado por las propia dificultades económicas y políticas de Estados Unidos.

Cuanto más crezcan los desafíos mundiales al poder yanqui, más éste deberá reforzar su control sobre el área que es más propiamente “su” semicolonia, pues América Latina tiene una importancia fundamental para la hegemonía mundial de Estados Unidos, no sólo como principal base histórica de su despliegue imperialista, sino en términos económico-financieros, geopolíticos, militares y hasta socio-culturales (cuando en la propia nación se cuenta con decenas de millones de inmigrantes y de sus descendientes, los problemas latinoamericanos se convierten en problemas domésticos). Ante superiores estallidos de la lucha de clases, el peligro despierta el instinto, si mayor perfidia imperialista en la “defensa de la democracia”, habrá también mayor agresividad en el orden militar y en la subvención a la contrarrevolución interna.

Pero de darse profundizarse las condiciones de declinación hegemónica, crisis económica mundial y altos niveles regionales de lucha de clases, podría cobrar renovada actualidad, al menos para el continente, la afirmación de que “Estados Unidos es el factor más revolucionario de la situación”, pues al intentar hacer sentir todo su peso, podría terminar detonando poderosas tendencias desestabilizadoras.

II. La evolución de la economía latinoamericana

Un ciclo de crecimiento sobre bases débiles

En el período 2003-2007 los países de América Latina y el Caribe crecieron a un ritmo promedio levemente superior al 4%, que para 2007 se estima podría llegar a cerca del 5,0 %. Según la CEPAL: “Las economías de América Latina y el Caribe están atravesando por un período sumamente favorable, cuya principal característica es el sostenido crecimiento que, casi sin excepciones, han mostrado todos los países de la región desde el año 2003. En 2006 el crecimiento de la región fue de un 5,6%, y para el presente año la CEPAL proyecta una tasa de crecimiento del PIB del 5,0% y estima en 4,6% la tasa de crecimiento de 2008. De confirmarse estos pronósticos, al final del sexto año de crecimiento consecutivo el producto por habitante de la región habrá acumulado un aumento del 20,6%, equivalente a algo más del 3% anual, en lo que se ha convertido en el período de mayor crecimiento (y el más prolongado) desde 1980” [8].

Si bien países como Argentina y Venezuela mostraron altas tasas, casi “asiáticas” durante algunos años, incluso para el caso de Brasil, la media de 2004, 2005 y 2006 fue de 4,1% y se estima un crecimiento de por lo menos 4,55 para el 2007, un índice significativo si se compara con la tasa promedio de crecimiento durante la ofensiva neoliberal, que de 1993 a 2003 fue de sólo 2,65%.

Aún teniendo en cuenta la diversidad de situaciones y comportamientos nacionales y subregionales, el ascenso de los últimos cinco años permitió a la región recuperarse de la fase recesiva de 1997-2002, que incluyó graves crisis económico-financieras como la que puso a Brasil al borde de un colapso financiero (fines de 1998-inicios de 1999), la larga crisis de Ecuador, el hundimiento de la “convertibilidad” en Argentina (fines de 2001) o la posterior crisis en Uruguay; y alcanzar tasas de incremento del PBI superiores a las de los últimos 30 años, incluyendo los primeros años ’90 de auge neoliberal.

Al mismo tiempo, se ha mantenido la “estabilidad de las variables macroeconómicas clave, tanto en la región en su conjunto como en la casi totalidad de los países tomados en forma aislada. En efecto, el crecimiento actual se caracteriza por coexistir, a nivel agregado, con excedentes en la cuenta corriente de la balanza de pagos y en el balance primario del sector público” [9] como muestran las balanzas comerciales favorables (las exportaciones están cerca de haberse duplicado y el superávit comercial se triplicó en el mismo período), las altas reservas de divisas y los bajos porcentajes de inflación (aunque con una tendencia actual a crecer, sobre todo en países como Argentina y Venezuela), mientras que en general, se mantuvieron las restricciones al gasto público características de la “austeridad fiscal” impuesta en las últimas décadas, por lo que “a diferencia de lo que era habitual en períodos de expansión económica, el gasto público no se incrementó paralelamente a la generalizada recuperación de los ingresos fiscales, al menos en el inicio de la actual fase de crecimiento”.


(a) Cifras preliminares
(b) Datos proporcionados por la Oficina Nacional de Estadísticas de Cuba, que están siendo evaluados por la CEPAL.
(c) No incluye Cuba.
(d) El PIB de Barbados, Dominica, Guyana y Jamaica está expresado a costo de factores.
Fuente: CEPAL, Anuario estadístico 2006

Hasta aquí los elementos que permiten hablar a la CEPAL de un “cauto optimismo” sobre la situación y perspectivas regionales. Sin embargo, los datos del “éxito” son muy relativos, y sus bases están lejos de la consistencia que permita conjeturar un crecimiento estable de largo plazo.

Evolución desfavorable de la ubicación internacional

Para empezar, el comportamiento de la economía latinoamericana no resulta tan bueno al compararla con el curso del conjunto de la economía mundial y con otras regiones de la periferia capitalista, pues en plena bonanza, la región tiende a continuar perdiendo peso relativo en el mercado mundial, mientras su rol en la división mundial del trabajo se torna más periférico.

• América latina es la región de la periferia de crecimiento más débil con excepción de África, y la que menos ha “aprovechado” la buena coyuntura internacional, pese a verse favorecida por los altos precios de las materias primas, el petróleo y los commodities que produce, y sus estrechos lazos con Estados Unidos, que ha fungido de “motor” del crecimiento mundial. Latinoamérica se sumó tardíamente al “mini boom” internacional (que ya lleva unos 8 años de crecimiento interrumpido para Estados Unidos), permaneciendo estancada o sufriendo retrocesos entre 1997 y 2002. Además, “En 2004, su mejor año en dos décadas, la economía regional se expandió en un 5,5%. En contraste, India ha estado acumulando un crecimiento anual de 6% durante 15 años, y la economía de China ha crecido al 10% durante 25 años” [10]. Ese mismo año, sólo África quedó por detrás de Latinoamérica. Según datos del Banco Mundial “el crecimiento de los países en desarrollo registró un aumento del 7,3% en 2006”, motorizado nuevamente por China e India, mientras el conjunto de la economía mundial crecía un 4%, pero América Latina apenas estuvo por sobre este promedio, con un 4,6%.

• Continúa perdiendo terreno en una división mundial del trabajo que se caracteriza por los procesos de reconfiguración productiva, al calor de un papel cada vez más determinante de las transnacionales (que operan organizando la producción en cadenas de filiales y subcontratistas en todo el mundo) y una redistribución de ramas productivas que desplaza a ciertos países de la periferia parte de la producción standard, más intensiva en mano de obra y menos compleja tecnológicamente.
El propio México, que en los ’90 y al amparo del TLC-NAFTA, se perfilaba como una importante área de maquila para explotar la mano de obra barata en beneficio de los monopolios norteamericanos, está en fuerte desventaja frente a China, cuyos niveles de explotación laboral son extraordinarios.
Dentro de este contexto, América Latina continúa profundizando el proceso de especialización como proveedora de materias primas (gracias a sus abundantes reservas de recursos naturales) y de determinados insumos industriales y bienes intermedios (en algunos nichos en los que su productividad resulta comparable a otros competidores de desarrollo medio de la propia periferia capitalista), especialmente en Sudamérica, mientras México y más secundariamente Centroamérica, combinan un rol de proveedoras de mano de obra barata en operaciones integradas a los procesos productivos de los monopolios industriales norteamericanos.
Al mismo tiempo, es un área interesante para las transnacionales por el tamaño de su mercado y como escenario para la valorización financiera y la especulación, fuente de ganancias a ser reinvertidas en los centros imperialistas o regiones más dinámicas, como China, India y el Sudeste Asiático, donde se radican los “talleres manufactureros” actuales del mundo.

Esta pérdida de importancia relativa en el contexto mundial se refleja en que, si bien la región recuperó atractivo para las inversiones de capitales internacionales, éstas muestran escaso dinamismo frente a los índices mostrados a nivel mundial, donde los principales flujos de inversión extranjera directa (IED) se dirigen actualmente a EE.UU. y otros países capitalistas centrales, y en menor medida a China y Asia oriental. “En 2006, los ingresos netos de IED en América Latina y el Caribe, sin incluir los principales centros financieros, llegaron a 72.440 millones de dólares. Este resultado, que es un 1,5% más elevado que el de 2005, confirma la estabilidad en el volumen de inversiones luego de la caída registrada a principios de la presente década. Esta estabilidad contrasta, no obstante, con el crecimiento de las corrientes mundiales de IED estimado en un 34%” [11]. Hoy, la IED en América Latina se concentra en un puñado de países (Brasil, México, Colombia y Chile) y se orienta preferentemente hacia las actividades extractivas de recursos naturales (atraídos por la renta que proveen lo minerales, el agrobusiness y el petróleo), y determinados servicios como telefonía móvil, energía y telecomunicaciones, que ofrecen ganancias extraordinarias, además de unas pocas ramas industriales como la automotriz, ya presentes en la región y completamente dominadas por las transnacionales.

Los motores de la expansión

Es común señalar que las principales fuentes del crecimiento regional se hallan en el “flanco externo”, es decir, en una coyuntura internacional favorable tanto en términos comerciales como financieros.

A diferencia de los años ’90 ésta no gira en torno a la afluencia de capitales atraídos por la “apertura”, las privatizaciones y las bolsas de los flamantes “mercados emergentes”, sino en torno a la valorización mundial de las materias primas y los energéticos, así como un puñado de commodities producidos por Sudamérica, y en el caso de México y Centroamérica, a una mayor subordinación a las necesidades del mercado estadounidense.

Secundariamente, tras largos años de estancamiento o retroceso hay una recuperación de los mercados internos (cuestión que se analiza más abajo) contribuyendo a los índices de expansión mencionados.

Finalmente, el conjunto de la expansión se apoya en los “éxitos” del capital durante el auge neoliberal: la “apertura” y “desregulación”, las condiciones de entrega al capital extranjero, las altas tasas de explotación de la fuerza laboral, condiciones generales que permitieron el “aprovechamiento” de esas oportunidades en condiciones de alta rentabilidad y fácil acceso a los recursos naturales puestos en valor.

En efecto, la demanda mundial alimentada por el crecimiento norteamericano y la rápida expansión china generó en los últimos años un notable ascenso en los precios de los metales, como el cobre (que subió más del 300%), el zinc y otros, en el petróleo (que con oscilaciones, se acerca hoy a los 100 dólares el barril), los productos forestales y las oleaginosas (soja) y aunque en menor medida y más recientemente, algunos cereales (arroz, maíz y trigo), incluso los precios del azúcar, el café y otros tienden a subir por causas diversas, como el alza de la caña de azúcar alentada por las expectativas más o menos creíbles en el futuro de los “agrocombustibles” como sucedáneos de un petróleo cada vez más caro.

Por ello, no sólo aumentaron en volumen y valor las exportaciones, sino que crece el saldo comercial favorable y mejoraron ostensiblemente los términos del intercambio. Así, sólo en 2006 la “coyuntura externa favorable permitió un aumento del 8,4% en el volumen de las exportaciones de la región –21% en su valor– y un alza en los precios de los principales productos de exportación, lo que se tradujo en una mejora del 7% en los términos de intercambio” [12]. Así, según CEPAL, “en el 2006 los términos de intercambio fueron un 31% más altos que el valor promedio de los años noventa, pero si la comparación se realiza a partir del promedio de los últimos tres (2004-2006) el alza asciende al 24%. El mayor aporte a esta mejora provino de los precios de los productos básicos, especialmente del petróleo y los metales”.
Esto se ha traducido en una recomposición, posiblemente coyuntural pero de gran magnitud, de las rentas diferencial agraria, minera y petrolera, fuente de ganancias extraordinarias para las transnacionales y los grandes grupos económicos locales que controlan la tierra y los recursos en auge, así como del alivio en las situaciones fiscales de varios países.

La recuperación de los términos de intercambio “es un fenómeno que se da primordialmente en los países de América del Sur. En cambio, al igual que México y algunos países del Caribe y de América del Sur (Ecuador y Colombia, entre otros), varios países de Centroamérica registran ingresos muy elevados de divisas por concepto de remesas de los trabajadores emigrados”.

Tomemos nota de la importancia de estas remesas, que en 2006 llegaron a unos 59 mil millones de dólares, cerca del nivel de la IED una importante fuente de recursos para varios países de la región, acumulando para el período 2001-2006 cerca de 240.000 millones de dólares ingresados. México es junto con la India uno de los mayores receptores de remesas en el mundo y las remesas representan ya entre el 10 y el 20% del PBI para países centroamericanos como Honduras, Nicaragua y El Salvador y República, o caribeños como Haití y República Dominicana, mientras crece su importancia para Ecuador y Bolivia.

Los flujos del capital y el peso de los mecanismos de la expoliación imperialista

La posición externa de los países latinoamericanos ha mejorado notablemente con respecto a las críticas situaciones de los ’90 que desembocaron en varias crisis, desde Ecuador a Argentina. Esta mejoría se da debido no sólo a la evolución de la cuenta corriente, sino también al parcialmente renovado acceso a los mercados financieros; pero al mismo tiempo, si se excluye la inversión extranjera directa, la balanza financiera sigue siendo negativa y resalta el hecho de que en pleno crecimiento, continuó y hasta aumentó la gigantesca transferencia de recursos al exterior, que sólo en 2005 llegó a 67.500 millones de dólares.

En efecto, América Latina sufre una enorme y creciente sangría de recursos, en la que se combinan el servicio de la deuda externa pública y privada, la repatriación de beneficios y utilidades, pagos por servicios, patentes y royalties, etc., que son de conjunto expresión del enorme peso de los mecanismos de la expoliación imperialista, a lo que hay que agregar la creciente salida de capitales locales al exterior, tanto hacia los circuitos financieros internacionales, como para inversión directa en otras partes del mundo.

Aunque el peso de la deuda externa –que amenazaba llevar a una catástrofe a inicios de la década– ha disminuido en términos absolutos (desde un tope de 761 mil millones, a unos 656 mil millones de dólares y más claramente en términos relativos (de un 43% del PBI regional en 2002-2003 a un 26,7% en 2005), debido al retraimiento de los prestamistas y al aumento del PBI, ésta sigue siendo una gravosa hipoteca y significa una constante sangría del plusvalor regional. Según datos de CEPAL:


(a) Deuda externa pública.
(b) Incluye la deuda externa del sector público y privado. También incluye la deuda con el Fondo Monetario Internacional.
(c) Antigua y Barbuda, Argentina, Bahamas, Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Dominica, Ecuador, El Salvador, Granada, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Bolivariana de Venezuela, República Dominicana, Saint Kitts y Nevis, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Suriname, Trinidad y Tabago y Uruguay.
(d) Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Bolivariana de Venezuela, República Dominicana y Uruguay.
(e) Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Dominica, Granada, Guyana, Jamaica, Saint Kitts y Nevis, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Suriname y Trinidad y Tabago.
(f) Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, México, Paraguay, Perú, República Bolivariana de Venezuela y Uruguay.
(g) Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y República Bolivariana de Venezuela.
(h) Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay.
(i) Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua.
Fuente: CEPAL, Anuario estadístico 2006.

La reducción relativa del peso de la deuda externa es acompañada por un rápido aumento de la salida de ganancias por las transnacionales. En efecto, las remesas de utilidades de filiales de empresas extranjeras a sus casas matrices, que entre 1991 y 2000 habían promediado un 0,6% del PBI para Sudamérica y un 0,5% para México y Centroamérica, se ha elevado aceleradamente saltando en 2006 a 2,7% y 0,9% respectivamente, proceso alimentado por el “alza de los precios de algunos productos básicos y al hecho de que, en muchos casos, la explotación de recursos naturales está en manos de empresas extranjeras” [13].

Así, el capital instalado en la región se apropia de una alta cuota del excedente regional, sea bajo la forma de intereses pagados a los capitales puramente financieros, sea como ganancias del capital productivo. Entre ambos rubros –servicio de la deuda y pago de utilidades empresariales– alimentan una enorme salida de recursos, una verdadera “exportación masiva de capitales”, que sigue consumiendo más de un 15% de los ingresos anuales por exportaciones.


(a) Antigua y Barbuda, Argentina, Bahamas, Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Dominica, Ecuador, El Salvador, Granada, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Bolivariana de Venezuela, República Dominicana, Saint Kitts y Nevis, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Suriname, Trinidad y Tobago y Uruguay.
(b) Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Bolivariana de Venezuela, República Dominicana y Uruguay.
(c) Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Dominica, Granada, Guyana, Jamaica, Saint Kitts y Nevis, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía y Trinidad y Tobago.
Fuente: CEPAL, Anuario estadístico 2006.

Al mismo tiempo América Latina cobra importancia como fuente de inversiones que se dirigen a otras regiones –es decir, de capitales acumulados localmente que no encuentran oportunidades de valorización y buscan otros horizontes, destacándose esta dinámica en el comportamiento de las llamadas “translatinas” (grandes grupos económicos de capital local que internacionalizan sus operaciones). Según CEPAL, “En 2006 se observó un marcado aumento de las corrientes de inversión directa en el exterior desde los países de América Latina y el Caribe, que alcanzaron valores sin precedentes [de] 40.620 millones de dólares, cifra que duplica con creces el valor del año anterior” [14]. Algunas de las operaciones involucradas son de grandes dimensiones, como la compra por Vale do Rio Doce (Brasileña) de Inco Ltd. (Canadá) en 16.727 millones de dólares; la adquisición por Techint (Argentina) de Maverick (EE.UU.) en 2.390 millones; o la compra, concretad en abril de 2007, de la australiana Rinker por CEMEX (México) en 14.627 millones. Una parte importante de las operaciones son al interior de la región, pero estos datos son ilustrativos de una tendencia: la de los grandes grupos locales a exportar capitales.

Por ello, aunque “Las entradas de IED en la región crecieron un 2%, puesto que ascendieron a unos 72.000 millones de dólares. Sin embargo, la cuantiosa corriente de inversiones directas de la región en el exterior, de unos 42.000 millones de dólares, se tradujo en un descenso del 43% de la IED neta en 2006. Aunque este hecho obedece principalmente a lo sucedido en Brasil, varios países registraron un aumento de las inversiones directas en el exterior (Argentina, Chile y la República Bolivariana de Venezuela)” [15].

De conjunto opera un colosal proceso que sustrae gran parte del ”excedente” latinoamericano reunido gracias a las altas tasas de plusvalía social obtenidas del trabajo local, así como de la renta agraria, minera y energética que se ha reconstituido en los últimos años, para inyectarlo en los centros imperialistas u otras regiones vistas con futuro más promisorio, seguro y rentable.

Así, la diferencia entre el ingreso de capitales y la salida en concepto de pagos al exterior de utilidades e intereses ha ido alcanzando cifras sin precedentes, con lo que la transferencia neta de recursos acumula para el período 2001-2006 acumula un saldo negativo de 329.000 millones de dólares, de los que algo más de cien mil millones salieron en 2006 –es decir, en plena expansión regional. En este cuadro, es sintomático que sea el rubro “envío de remesas” a sus familias por los cerca de 18 millones de latinoamericanos en el exterior lo que ayuda a equilibrar las cuentas de varios países y permite mostrar resultados positivos.

Señalemos además, que estos datos ratifican el peso decisivo que ocupan las transnacionales en la economía latinoamericana. El capital extranjero mantiene el control de la mayor parte de los sectores estratégicos de la economía latinoamericana –salvo algunos núcleos claves en ciertos países, donde su participación, sin embargo, está lejos de ser secundaria, como ocurre con el petróleo en México, Venezuela o Brasil. Las transnacionales que copan la industria, la energía, la minería, etc., y el capital financiero que acude a América Latina (si bien ahora con menor caudal), comparten papeles en la determinación de la dinámica de la acumulación regional, orientados por sus intereses y dificultades en la arena mundial, donde las tendencias a la sobreproducción y sobreacumulación, y la necesidad de maximizar rentas allí donde pueden para equilibrar sus operaciones, son definitorios de su comportamiento en el área latinoamericana.

Alta rentabilidad, ganancias extraordinarias, débil inversion

La tendencia a la salida masiva de recursos en plena bonanza económica es expresión, en última instancia, de la contradicción entre una situación que permitió hacer colosales ganancias a las grandes empresas, especialmente a los sectores más concentrados y orientados a la exportación (tanto extranjeros como nacionales), las que pueden combinar la adquisición de ganancias extraordinarias por su posición monopólica, alta productividad y altas tasas de explotación obrera, con una participación privilegiada en la renta agraria, minera o energética; y la política de las transnacionales, que por varias razones, como las prioridades de los planes mundiales de su casas matrices, por no encontrar nuevas oportunidades de inversión en la propia región que aseguren las tasas de ganancia esperadas, o bien por prever que el óptimo del ciclo de crecimiento latinoamericano ya ha pasado, prefieren emigrar.

Es ilustrativo el caso de Chile y el cobre. El precio internacional de este metal se cuadriplicó en los últimos años. Chile provee el 60% de la producción mundial y ha atraído a varias transnacionales mineras. “Las diez empresas con mayores ganancias en el ranking 2006 de las sociedades que entregan sus resultados a la Superintendencia de Valores aportaron un 60% de las utilidades y aproximadamente un 71% del aumento en los resultados en comparación con 2005. El listado fue encabezado por Minera Escondida con utilidades por u$s 5.325 millones, en un año en que el precio del cobre alcanzó niveles particularmente elevados. Los consorcios cupríferos privados fueron grandes beneficiarios del momento particularmente alto en la cotización del metal rojo, que les permitió en no pocos casos recuperar la totalidad de la inversión efectuada desde que comenzaron sus explotaciones en el país, un buen número de ellas durante los gobiernos de la Concertación [...] En general, las utilidades crecieron respecto a 2005 en un 43%”“ [16]. La mayor parte de estas utilidades tienen por destino ser repatriadas.

En efecto, las colosales ganancias amasadas no se traducen en niveles de inversión suficientes para sostener el crecimiento a largo plazo. Según CEPAL, “la baja inversión ha limitado el crecimiento, esencialmente en vista de que la formación bruta de capital es una de las principales fuentes de productividad y crecimiento económico en la región. Las tasas de inversión de América Latina son las más bajas de todas las regiones” [17].

Y esto, aunque “en el último trienio la tasa de crecimiento de la inversión bruta fija superó el 12% anual, en tanto que la contribución de la inversión en maquinaria y equipos al alza de la formación bruta de capital fue la más alta desde 1990 hasta la fecha, puesto que superó el 56%” [18]; aumento que parece deberse al efecto de recuperación tras largos años de estancamiento y recesión, al dinamismo del sector exportador y a la recomposición de algunos sectores de la producción para el mercado interno.

Según un analista, que ve con preocupación que la inversión en México crece, acercándose a un 22% del PBI, “pero que con infraestructura podría entrar en auge [...] el promedio de los 8 principales países de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela) que calculamos en 20%”. Las metas propuestas para México –26%–, y por el nuevo gobierno argentino –27%–, no son muy ambiciosas después de largos años de bajas inversiones; sin embargo, aún así están muy por detrás de las tasas de inversión sudasiáticas (más del 30% por años) o chinas (más del 40%) [19].

En este problema insiste la CEPAL, que constata que “la inversión no alcanzó un nivel suficiente como para atraer un ingreso mayor de capitales destinado a su financiamiento, lo que impidió a la región registrar una tasa de crecimiento superior a la observada en estos años” [20].

Esta es una de las razones fundamentales para el rezago en la productividad media, si bien hay polos de alta inversión, tecnología y alta productividad, comparables a los niveles mundiales. Si bien la productividad del trabajo mejoró en promedio y en 2004-2006 se incrementó a “una tasa anual promedio del 2,5%, superior a la registrada por esta variable en la economía estadounidense en el mismo período (1,8%)”, esto sólo ha permitido “recuperar en parte, aunque mínimamente, el terreno perdido en materia de productividad” [21].

De hecho, la insuficiencia de la inversión pública y privada actúa como un freno no despreciable para la expansión, pues implica un retraso general en las inversiones esenciales para asegurara las “condiciones generales de la acumulación” (infraestructura caminera, de transportes y de servicios, energía, etc.), tanto como para aumentar la producción. Esto ya provoca diversos “cuellos de botella”, siendo un claro ejemplo la crisis energética del Cono Sur que afecta sobre todo en invierno a la industria y los hogares de Chile, Argentina, Bolivia, etc. Así, las restricciones en la modalidad del crecimiento, junto al paso de la expoliación imperialista restan bases y recursos a la acumulación ampliada, manteniendo el propio crecimiento por debajo del potencial de expansión.

El comportamiento de los mercados internos

Como se ha mencionado más arriba, uno de los elementos de la expansión es la ciertamente importante recuperación de los mercados internos, tras años de postración e incluso retroceso, como en la recesión 1997-2002. Esta recomposición se refleja en que “la demanda interna de los países de la región se elevó un 7,1% en 2006, lo que representa una mejora con respecto a las cifras registradas en 2005 y 2004 (5,5% y 6,2%, respectivamente). El aumento derivado de la aceleración de la formación bruta de capital fijo (13,4%) y, en menor medida, por el alza del consumo (6%), respondió a la significativa expansión del crédito bancario al sector privado” [22]. Esto ha permitido una ampliación de la producción y el consumo y un cierto reequipamiento industrial o al menos mayor utilización de la capacidad instalada, beneficiando no sólo a los capitales más poderosos, sino también a sectores de la mediana y baja burguesía de las “Pymes”, sobre la base de la intensa polarización económica y social preexistente.

• La dinámica desigual entre el mayor dinamismo de los sectores exportadores y de punta, y el conjunto de la economía nacional, tiende a mantenerse o incluso a acentuarse.

• El aumento de la capacidad de consumo está basado sobre todo en los estratos altos y medio-altos de la población, mientras que el consumo de las masas trabajadoras sigue siendo muy bajo.

Además, como la “extranjerización del excedente” –como gusta decir el vicepresidente boliviano García Linera–, succiona una parte importante de los recursos disponibles; y se mantienen los bajos niveles salariales y la restricción al consumo de las masas que deprimen las posibilidades del mercado interno, la recomposición del mismo tiene severos límites una vez restablecidos los índices anteriores a la crisis.

Por otra parte, en las condiciones de “apertura” de las economías latinoamericanas, en medio de una economía mundial acechada por fenómenos de sobreproducción y en medio de una feroz competencia comercial, a lo que se suma la creciente subordinación regional a los circuitos de producción controlados a escala mundial por las grandes corporaciones, no es de extrañar que esta recuperación el mercado interno se traduzca en una entrega de parte creciente del mismo a la producción extranjera, no sólo en bienes de capital, sino incluso de consumo duradero.
Esto se expresa en una importante aumento de las importaciones que casi duplica al ritmo de las ventas al exterior: “impulsadas por el aumento del nivel de actividad y por una significativa apreciación cambiaria, las importaciones vienen elevándose a un ritmo anual equivalente al 13% en términos reales (19% anual en América del Sur) y registraron una aceleración del crecimiento entre el 2005 y el 2006” [23], y que por tanto, va reduciendo los márgenes de superávit comercial, al mismo tiempo que copa parte importante de los mercados internos.

Crecientes desproporciones y desequilibrios

El crecimiento del quinquenio no ha conducido a un mayor equilibrio capitalista, ni mucho menos al ilusorio “despegue”, ni “catch up” respecto a las economías capitalistas desarrolladas, como se imaginaban los equipos económicos del poder. Por el contrario, se acumulan contradicciones estructurales que se manifiestan en la exacerbación de las desproporciones internas, las restricciones al propio crecimiento y la amplificación de los efectos de los desequilibrios mundiales.

• La región es más vulnerable a las consecuencias del monumental déficit comercial norteamericano y la succión de recursos financieros por Estados Unidos, lo que se expresa en su estrecha dependencia de los vaivenes del dólar, al cual están estrechamente atadas las economías latinoamericanas (precios de productos de exportación, reservas, tipo de cambio local, sistemas financieros, deudas, etc.).

• El ya señalado alto grado de dependencia respecto a las volátiles condiciones del mercado internacional y de los precios de un puñado de materias primas y commodities, en última instancia, extrema sensibilidad a los problemas de sobreproducción y sobreacumulación que tienden a atosigar a la economía capitalista mundial.

• El contraste entre la alta rentabilidad y la debilidad de la inversión productiva, lo que restringe el crecimiento y agrava las tendencias al “recalentamiento” de las economías locales, con la persistencia de los bajos niveles de inversión pública y gastos social, pese a las necesidades de la producción y en relación a las posibilidades que sugiere el incremento de recursos disponibles.

• Enorme grado de control por el capital extranjero de las palancas centrales de las economías y finanzas latinoamericanas y entrelazamiento de intereses con las “translatinas” y grandes capitales locales, lo que acrecienta las tendencias a la “extranjerización del excedente” y el peso de la expoliación imperialista.

• Creciente contradicción entre los niveles de explotación necesarios para asegurar la alta rentabilidad del capital, y las postergadas necesidades y aspiraciones de las masas en un continente que registrar los peores niveles de desigualdad social del planeta.

• El propio crecimiento en condiciones de altos precios de exportación y lenta subida de la capacidad productiva y de la productividad; junto a las ataduras financieras y cambiarias a un dólar que se debilita ostensiblemente, generan una presión a la revaluación de las monedas y a la inflación interna. Esto se expresa en la creciente tensión entre los precios internacionales y los precios internos, con fenómenos de apreciación de monedas, una “apreciación del tipo de cambio real, que afecta sobre todo a algunos países de América del Sur y comienza a despertar preocupación debido a que empieza a observarse una importante pérdida de dinamismo de las exportaciones” [24]. Y también, en las crecientes tendencias inflacionarias que, “aunque como promedio regional (simple) muestra una disminución tanto en el 2006 como en los primeros meses de 2007, se está acelerando en varios países, lo que coincide con la aparición de presiones tanto desde la demanda, a las que ya nos referimos, como desde la oferta (debido al alza de los precios de los alimentos), que podrían traducirse en una generalización del aumento de la inflación en la región” [25].

La “enfermedad holandesa”
Una de las manifestaciones de esta situación es la tendencia a lo que denominan “enfermedad holandesa” y que es una expresión de este conjunto de contradicciones y “desequilibrios”: “Se denomina ‘enfermedad holandesa’ una situación en la que la apreciación de la moneda local estimula la producción de bienes con mayor ventaja comparativa y desalienta la de menor ventaja. En los países periféricos, se alienta la producción de bienes primarios y se perjudica la de industriales. El problema se presentó en Holanda en los años ’70, a partir del aumento de los precios del petróleo que, sintéticamente, benefició a la Shell y perjudicó a la Philips” [26].

Esa tendencia, “al mismo tiempo que genera rentas a algunos sectores (probablemente a los productores de bienes basados en recursos naturales), disminuye considerablemente la rentabilidad de otros, impidiéndoles competir en los mercados internacionales, como puede ocurrir con amplios segmentos de la industria. Esta situación, similar a lo que en la literatura económica se define como ‘enfermedad holandesa’, puede restringir el crecimiento cuando el sector perjudicado tiene características que lo hacen clave, tales como un mayor dinamismo, mayores encadenamientos productivos, economías de escala y externalidades” [27].

El autor brasileño Bresser-Pereira advierte que hoy “la mejora en los términos del intercambio no se produce por el avance en la sustitución de importaciones debida a la industrialización de las economías, sino por el cambio de tendencia de los precios internacionales de los productos de exportación tradicionales de la región. Esta tendencia puede tener un efecto perverso en la estructura de la producción y las exportaciones: el aumento en los precios de exportación determina una mejora inmediata en los ingresos externos, pero establece un sistema de precios relativos que estimula la especialización primaria en detrimento de las manufacturas” [28].

En realidad, más que producirse una “reprimarización” lisa y llana de las economías latinoamericanas, lo que esto produce es un desarrollo desigual y combinado más polarizado y plagado de contradicciones, con algunos “nichos” industriales altamente productivos y más integrados a los mercados mundiales, en el marco de una mayor desarticulación y rezago tecnológico del aparato productivo tomado en su conjunto.
Lo que interesa aquí destacar que esa contradicción replantea las líneas de la pugna entre las distintas fracciones burguesas por la apropiación de la renta y manejo de la política económica, minando el relativo “consenso” alcanzado bajo el auge del crecimiento, donde ganaban todos.

No es casual que los defensores de un programa neodesarrollista sean los más preocupados por esta dinámica que afecta al gran capital industrial –local y extranjero– ante competidores de peso en un mercado internacional donde cada espacio es ferozmente disputado, como es el caso del acero y otros, pues la creciente internacionalización del comercio y de las actividades productivas, no sólo es fuente de oportunidades sino de nuevas competencias. Como gráficamente declaró un representante del grupo argentino Techint en el congreso de ILAFA: “Este año China producirá 416 millones de toneladas, 66 millones más que el año pasado. Ese excedente equivale a 12 veces la producción argentina o a toda la producción de América Latina. Entonces, lo que estamos discutiendo aquí es cómo evitar que el derrame de productos siderúrgicos de China por sobrecapacidad provoque un daño irreparable a la siderúrgica regional” [29].

Entre el neoliberalismo tardío y el neodesarrollismo

Así, se separan dos grandes campos en la economía burguesa latinoamericana: los que defienden la continuidad del recetario neoliberal como única posibilidad de mantener un rumbo ascendente, en lo que podemos denominar “neoliberalismo tardío” por las condiciones en que se pretende aplicarlo; y los que plantean un “neodesarrollismo”, como “tercera vía” entre el viejo patrón de “sustitución de importaciones”, criticado por su corte nacionalista y sus “distorsiones populistas”, y el neoliberalismo.

• Este “neoliberalismo tardío”, que lo es no sólo cronológicamente, sino por que las condiciones internacionales y endógenas de inicios de los ’90 han cambiado y la propia ofensiva neoliberal ha perdido fuerza; se alarma ante la “pérdida de una oportunidad histórica” que implicaría abandonar el camino de las “reformas estructurales” ahora que el crecimiento crearía la “oportunidad de alcanzar”, a las economías centrales, y se rasga las vestiduras ante el supuesto retorno del “Estado rentista” que gravaría improductivamente las ganancias del capital o asusta a la inversión extranjera.
Su programa, a medida de los grupos más financierizados y las camarillas burguesas que medran con la entrega lisa y llana a las transnacionales, es impulsar la profundización de las reformas de mercado e institucionales, incluyendo nuevas privatizaciones, mayores concesiones al capital extranjero y demás medidas típicamente neoliberales, en una especie de “fuga hacia delante”, que apuesta a mantener por esta vía el dinamismo a largo plazo de la acumulación. Junto con ello, intentan profundizar la “apertura económica” y sellar acuerdos estratégicos con el imperialismo a través de los TLC con Estados Unidos y otros (como con la UE). Posiblemente el mejor ejemplo de esta orientación sean Colombia y algunos países centroamericanos. Sin embargo, Brasil presenta un caso especial, donde Lula hereda y continúa aplicando el programa neoliberal aplicado por F.H. Cardoso, y por las dimensiones y características “continentales” de su economía, este proceso puede profundizarse en el próximo período.

• Por otra parte, el “neodesarrollismo”, responde a los intereses de los grandes grupos capitalistas afincados en la producción industrial, y se presenta como un intento de moderar las consecuencias negativas del neoliberalismo pero mantiene un alto grado de continuidad con sus políticas. No plantea revertir aspectos centrales de los planes neoliberales aplicados en la década anterior, como son las privatizaciones de los servicios y empresas públicas, la liberalización financiera, la “apertura económica”, las concesiones al capital extranjero y las condiciones de explotación impuestas al trabajo (bajos salarios, recorte de las viejas conquistas obreras, flexibilización y precarización laboral, altos niveles de desempleo).
En palabras de su ideólogo, Bressler-Pereira, “El tercer discurso del nuevo desarrollismo comienza a emerger en toda la región, sobre todo en Argentina, donde se lo está aplicando. Pero sólo tendrá sentido si parte de un consenso interno y, de esta forma, se constituye en una verdadera estrategia de desarrollo. Un consenso total es imposible, por supuesto. Pero sí se encuentra en proceso de formación un consenso entre los empresarios productivos, los trabajadores, los técnicos del gobierno y las clases medias profesionales; es decir, un acuerdo nacional. Este consenso en formación ve la globalización no como una bendición, ni como una maldición, sino como una intensa competencia entre Estados nacionales a través de sus empresas. Para competir con chances, es esencial fortalecer fiscal, administrativa y políticamente al Estado, y al mismo tiempo brindar condiciones a las empresas nacionales para que puedan competir internacionalmente” [30].

Es un desarrollismo tardío, que ha diferencia del de los años ’50 y ’60, no pretende negociar el ingreso de capital extranjero pero preservándose espacios para el capital local y con fuerte intervención del Estado (el “nacional-desarrollismo” del que toman distancia Bresser-Pereira y otros), sino que debe partir del hecho de que al calor de la profunda penetración imperialista de las últimas décadas, las transnacionales ya han copado una gran parte de las economías locales y ocupan posiciones decisivas en la producción, los servicios y las finanzas, por lo que es con su concurso y en las actuales condiciones del capitalismo dependiente que aspiran a poner en práctica su programa los neodesarrollistas.

Por otra parte, los grandes beneficiarios de una política así son las grandes empresas locales, como el selecto grupo que integran EMBRAER, Petrobras, Odebrecht, Fri-Boi, CVRD, Gerdau, Sadia y otras.

En líneas generales, el nuevo desarrollismo se mantiene en los marcos del esquema o patrón de acumulación vigente, aunque introduciendo adaptaciones y cambios a nivel de las formas de regulación económica, en consonancia con la evolución de las condiciones económicas objetivas y las relaciones de fuerza a nivel nacional. En efecto, busca una modificación, básicamente a nivel de las regulaciones económicas para arbitrar los intereses del conjunto del capital, sin dejar de reconocer un amplio espacio al capital extranjero y apostando a “asociarlo” al desarrollo nacional, tratando de mejorar las perspectivas para la acumulación local.

Para ello, impulsa un “fortalecimiento del rol del Estado” a nivel regulatorio y el manejo de variables de política económica, como el tipo de cambio, las tarifas internas, las tasas de interés, etc., en función de un “equilibrio” entre los sectores del capital más financierizados y los sectores más anclados en la producción y las exportaciones.

Una variedad de políticas de tipo neodesarrollista han comenzado a ganar terreno ante el descrédito del neoliberalismo y las ruinosas consecuencias de su aplicación. En el caso argentino, la devaluación masiva y medidas de política económica como la renegociación de la deuda, las retenciones aplicadas a las exportaciones agropecuarias, etc., han permitido arbitrar un reparto del excedente entre las grandes fracciones burguesas y las transnacionales más favorable a la acumulación local (aunque sin detener la “extranjerización” de la economía ni la enorme salida de recursos). El “modelo kirchnerista” está basado en la superexplotación de los trabajadores y garantiza un festival de ganancias para los grandes productores agropecuarios, los industriales como el grupo Techint y las transnacionales del automotor, la energía, el “agrobusiness” y la banca, que no deja de profundizar la dependencia del país.

Más a la izquierda, la política económica de estilo neodesarrollista con un discurso más nacionalista, aplicada en Bolivia por el MAS parte de renegociar con las transnacionales la entrega del petróleo y los minerales tratando de retener parte de la renta mediante mayores impuestos y regalías, con el utópico programa de construir un “capitalismo andino” [31]. Algo similar parece ser el rumbo económico de Correa en Ecuador, anunciando nuevas condiciones para las petroleras. El programa económico de Chávez en Venezuela, a pesar de la retórica antinorteamericana y nacionalista y las apelaciones al “socialismo del siglo XXI” tampoco va mucho más allá de poner límites a la enajenación de los hidrocarburos y tratar de retener una cuota mayor de la renta petrolera mediante una mayor intervención estatal, al tiempo que esforzarse por “asociar al desarrollo nacional” al capital extranjero.

Perspectivas económicas

Hace no mucho CEPAL consideraba que “Tanto la evolución de la economía internacional como la relativa solidez que muestran las economías de la región permiten mantener un cauto optimismo con respecto al futuro cercano” [32]. A la luz del análisis, las razones para el optimismo son mucho menores que las de la cautela. El horizonte económico latinoamericano es mucho más complejo y cargado de nubes de tormenta de lo que instituciones y gobiernos están dispuestos a admitir. De hecho, y aunque el crecimiento pueda prolongarse un tiempo más (el Banco Mundial y otros están corrigiendo a la baja las perspectivas regionales para 2008), comienza a dibujarse un escenario de “fin de ciclo” y es difícil prever el impacto que tendría en la región una evolución negativa de la economía mundial.

El “enlentecimiento” de la economía norteamericana, que puede ser el anticipo de una recesión en ese país y la apertura de una crisis económica mundial de proporciones “sistémicas”, está comenzando a afectar a las economías latinoamericanas, no sólo a las bolsas y circuitos financieros, que recibieron el impacto de las caídas de Wall Street y otras bolsas mundiales a mediados de año, y siguen afectadas por las “turbulencias financieras”; sino también en la “economía real”. Por ejemplo, las moderadas expectativas de crecimiento de México durante este año debieron ser corregidas a la baja, en el límite del 3%, y puede ser que desciendan aún más, en un efecto derivado directamente de las menores demandas de la industria y el consumo norteamericano que puede estarse extendiendo a otras economías de Centroamérica y el Caribe, puesto que la crisis del mercado inmobiliario en EE.UU. golpea directamente a la industria de la construcción, el turismo y hotelera en el propio México, Santo Domingo y todo el Caribe.
En síntesis podemos considerar dos hipótesis provisionales:

• Si a partir de las dificultades norteamericanas se produce un salto brusco y más generalizado de la crisis financiera internacional, sería muy difícil que la misma no se traslade a la “economía real” e induzca una recesión internacional, lo que impactaría pesadamente sobre el conjunto de América latina.

• Si a pesar de las “turbulencias” la crisis financiera no lleva a convulsiones generalizadas, las dificultades de Estados Unidos se mantienen bajo control y su impacto en la economía mundial puede ser más amortiguado, con lo que la “economía real” sólo se “desacelera” o entra en una recesión “suave”, el impacto en al región podría ser menos duro.

Esto, diferenciando entre las perspectivas inmediatas, donde el crecimiento puede prolongarse un tiempo más, y el horizonte a más largo plazo, donde las tendencias a la desestabilización económica podrían golpear duramente y los problemas para América Latina pueden ser mayúsculos.

Recordemos que en todo el último ciclo, las contradicciones y crisis que se presentaron de manera contenida en el centro, emergieron catastróficamente en sectores de la periferia, golpeando a América latina con una cadena de crisis y estallidos financieros en varios países, desde el “tequilazo” de México en 1994-95 al derrumbe de la “convertibilidad” argentina en 2001, combinados con recesiones nacionales débilmente sincronizadas. Es posible que siga habiendo dinámicas muy desiguales, por ejemplo, entre los países que se apoyan en la renta petrolera y los que no, y distintas respuestas, por ejemplo, desde buscar la tabla de salvación en una mayor entrega al imperialismo en algunos países, a virajes más proteccionistas y nacionalistas en otros.

Además, no puede excluirse que el desarrollo de una crisis económica internacional pueda tener en un primer momento efectos contradictorios en América Latina. Como muestran las bruscas oscilaciones en el precio del petróleo –que ronda ya los 100 dólares por barril– y las altas cotizaciones de algunos otras materias primas, no puede descartarse que ciertos recursos naturales sean vistos como “refugios de valor” por capitales especulativos ahuyentados de las bolsas, ni que la región, cuya “capacidad de pago” puede parecer parcialmente recompuesta, sea objeto de un nuevo ciclo de endeudamiento [33].

Entre tanto, sin pretender anticipar los ritmos y formas en que el proceso económico se desarrolle, parece posible afirmar que el favorable escenario económico internacional en que se apoyó el crecimiento latinoamericano del último quinquenio está llegando a sus límites y probablemente cambie con rapidez. Parece factible concluir que el cenit de la curva cíclica ha pasado para las economías latinoamericanas, que hemos ingresado a un período de desestabilización económica y que “la fiesta terminó”, como afirma Bressler-Pereira, o al menos ya se acerca a su final.

III. Regímenes y gobiernos. Los límites del progresismo y el nacionalismo

En el panorama político de la región los dos factores más dinámicos, centrados en Sudamérica, son la evolución de los gobiernos que se presentan como “progresistas” o de centroizquierda y el polo de tinte nacionalista del cual el chavismo venezolano es la mayor expresión, aunque también debe tomarse en cuenta la situación de los gobiernos más conservadores y alineados con el imperialismo, como en México, donde Calderón llegó al gobierno en condiciones de debilidad y deslegitimación, Colombia, donde pese a los éxitos ultrarreaccionarios de Uribe, hay contradicciones (como las creadas por el paramilitarismo) que muestran las dificultades para “normalizar” el régimen; o Perú, donde la resistencia obrera y popular pone en cuestión las posibilidades de Alan García de imponer su programa proimperialista.
El recambio político que los gobiernos “posneoliberales” de corte progresista como es el caso de Lula, Kirchner o Tabaré Vázquez representaron, permitió contener y reabsorber (al menos parcialmente) varios de los procesos de “crisis orgánicas” de la dominación burguesa y lucha de masas más agudos que vivió la región desde 2000. Al calor de la favorable coyuntura económica, pudieron mediatizar las situaciones más conflictivas para la burguesía y conquistar una cierta estabilización política.
Sin embargo, no han tenido un éxito decisivo en “reconvertir” las formas de dominio –las democracias burguesas fuertemente degradadas forjadas en los ’80 y ’90– ni en reconstruir regímenes políticos sólidos, asentados en instituciones (Parlamentos, Fuerzas Armadas, sistema de partidos) represtigiados, en contraste con la fuerza electoral y política que han mostrado los nuevos gobernantes.

Por ello, la combinación que presentan puede sintetizarse así: “regímenes relativamente débiles, con fuertes elementos de deslegitimación; gobiernos relativamente fuertes apoyados en una importante cuota de ilusiones de las masas”.
Además, aunque ejercen una capacidad de mediación y arbitraje ante el conjunto de las fuerzas económicas, sociales y políticas en pugna, no terminan de ser reconocidos como “sus” representantes por buena parte de la clase dominante, ni tampoco, pueden satisfacer las ilusiones, demandas y expectativas de las masas que les dieron su voto, con lo que resulta difícil cerrar el conjunto de las contradicciones que “por derecha” y “por izquierda”, presionan sobre los mismos y estrechan la base para su accionar y su discurso.

“Segundo turno”
El 2007 muestra el tránsito de una primer fase ascendente de los gobiernos “progresistas”, con dos de sus principales exponentes –primero Lula y ahora el kirchnerismo (a través de Cristina F. de Kirchner) encarando su segundo mandato– a una nueva fase, donde sus límites desde el punto de vista de las ilusiones de las masas y sus mayores compromisos con los sectores más poderosos de la clase dominante tienden a hacerse más evidentes.

A pesar de sus éxitos electorales y nivel de popularidad, esto tiende a minar las ilusiones en que se apoyan, pues no sólo no ha habido la supuesta “era de democratización” ni la “redistribución de la riqueza” que estos gobiernos encararían, según sus propagandistas, sino que su mismo discurso democrático tiende a devaluarse.

Este es el caso de Brasil, donde la seguidilla de escándalos como el del “mensalao” tiende a deslegitimar más al Congreso y el sistema judicial y desprestigiar al PT y su discurso anticorrupción (tenue contrapeso para la continuidad con el programa económico neoliberal), alentando las tendencias a la crisis en un régimen político débil; si bien el propio Lula, que conserva un amplio apoyo de masas después de haber logrado la reelección, constituye un gobierno relativamente fuerte. El programa de su segundo gobierno se orienta a profundizar las reformas neoliberales, tentando nuevas privatizaciones en sectores como el aeronáutico y el eléctrico, proseguir con los ataques al movimiento de masas (como en la reforma de pensiones) al tiempo que mejorar las relaciones con Washington, entre otras medidas de corte antiobrero y entreguista, lo que puede significar mayores contradicciones con sectores de masas.

En Argentina, la política de derechos humanos de Kirchner, al servicio de “reconciliar” a las desprestigiadas Fuerzas Armadas con el pueblo, muestra sus límites ante escándalos como la desaparición del testigo Julio López y la represión policial contra las movilizaciones obreras y populares y la juventud pobre, mientras que las ilusiones económicas se ven minadas cotidianamente por la rampante inflación. El amplio triunfo electoral de Cristina Fernández de Kirchner permite que el gobierno “K-2” se inicie con un grado importante de fortaleza política, que se procurará extender a un régimen que había sido muy golpeado por las Jornadas de 2001 y cuyas instituciones continúan muy deslegitimadas, mientras que no se ha reconstituido un sistema de partidos sólido. Cristina Fernández puede ir a un gobierno más “socialdemócrata” y en mejores términos con Estados Unidos y el conjunto de la gran patronal, impulsando un “pacto social” para contener los salarios y asegurar las ganancias de los grandes capitalistas nacionales y extranjeros ante eventuales dificultades en la marcha de una economía que parece estar llegando a los límites del dinamismo de estos años.

En Chile, el gobierno de Michelle Bachelet, que a poco más de un año de asumir choca con procesos huelguísticos y estudiantiles de importancia, se mantiene fiel a los “sagrados compromisos” que todos los gobiernos de la Concertación han mantenido con el capital extranjero, las Fuerzas Armadas y la reacción interna, y si no termina de conformar a estos sectores, comienza a perder brillo su imagen de renovadora progresista.

En Uruguay, el gobierno de Tabaré Vázquez ha mostrado el mayor grado de continuismo económico, conservadurismo y acercamiento a Washington, lo que le ha valido cuestionamiento y crisis con sectores del propio Frente Amplio, así como procesos de resistencia obrera, y se dirige a profundizar reformas de corte neoliberal como en el tema tributario, aconsejadas por el FMI, lo que erosiona más su imagen progresista.

En suma, el período que tienen por delante estos gobiernos parece signado por la acentuación de las contradicciones y un mayor giro a la derecha para mediar en un escenario más complicado, bajo la necesidad de profundizar los acuerdos con la clase dominante y el imperialismo, responder a una evolución desfavorable de las economía y poner freno a las demandas de las masas.

El curso de Chávez

El gobierno de Chávez es el principal exponente de los gobiernos que –pese a sus notables diferencias– tienen en común un mayor grado de fricciones con el imperialismo, impulsan variantes de régimen dentro del orden burgués pero resistidas por la mayoría de la clase dominante y el imperialismo y levantan un discurso más nacionalista y dirigido a las masas, gobiernos condenados por la derecha como “populismos”, etiqueta bajo la que adjuntan al propio Chávez, a Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador o en menor grado el FSLN en Nicaragua.

Estos gobiernos también están ingresando a una nueva fase, en medio de situaciones de crisis política, donde la derrota del 2 de diciembre de Chávez en el referéndum constitucional venezolano, y el intento de Evo Morales de canalizar la confrontación con la oposición proimperialista a un “referéndum revocatorio” (como nuevo escenario para la negociación y concertación) son una encrucijada para su posterior dinámica.

El intento de reformar la Constitución Bolivariana de la V° República buscaba fortalecer los rasgos bonapartistas de su gobierno y del régimen como tal [34], en un esfuerzo por consolidar la capacidad de arbitraje y “blindar” a las instituciones en que se apoya frente a las poderosas contradicciones que minan la sociedad venezolana, por derecha, frente a la presión de sectores del imperialismo y la clase dominante, y por izquierda, frente a las necesidades de las masas pobres. Bajo el discurso antinorteamericano y anunciando el comienzo de la “transición al socialismo del siglo XXI” a través de la reforma, Chávez apuntaba a prolongar su papel personal de árbitro mediante la reelección indefinida, consolidar el papel de las FAN como pilar del régimen y encuadrar más estrechamente al movimiento de masas, apoyándose en la hoy exuberante renta petrolera para aumentar la capacidad de negociación frente a las presiones del imperialismo.

Por supuesto todo ello, y pese a la ocasional retórica “socialista”, no cambia el carácter de clase del Estado burgués. No es casual que busque alinear más firmemente a la UNT y los sindicatos y constituir el PSUV como “partido único de la revolución bolivariana”, al mismo tiempo que llama al respeto a la propiedad privada, se acerca a los empresarios, se apoya en los “nuevos ricos bolivarianos” y ataca a los trabajadores que se movilizan por fuera de sus conveniencias.

El fracaso del intento de dar un salto en los rasgos bonapartistas “sui generis” del régimen abre una crisis profunda y posiblemente muestre el comienzo de su declinación como forma estatal, lo que plantea una nueva ronda de negociaciones entre gobierno y concertación, en vista de “concertar” ante el nuevo marco político. Sin excluir de antemano la posibilidad de giros “a izquierda” de Chávez en el marco del permanente forcejeo con la oposición y el imperialismo, hoy por hoy parece pesar la tendencia a los compromisos. Además, en el marco de la intensa polarización social y política del país, es posible que avance la experiencia de sectores de la clase obrera con el chavismo (partiendo del hecho de que muchos de estos sectores se abstuvieron en el referéndum) y comience a forjarse una alternativa de los trabajadores independiente. De esto depende, en última instancia, que se desarrolle en Venezuela el cuestionamiento hasta el final de la expoliación imperialista y la explotación capitalista.

El gobierno de Evo Morales en una encrucijada
El gobierno de Evo Morales apareció como el aliado más cercano a Chávez en el polo nacionalista, compartiendo a veces su retórica antinorteamericana, con el enunciado de una “revolución democrática y cultural” que permitiría “descolonizar el país”. Sin embargo, hay importantes diferencias entre el gobierno del MAS boliviano y el de Chávez. Mientras que Chávez tiene un proyecto de tipo bonapartista sui generis como se explica más arriba, Evo encabeza un gobierno de tipo frentepopulista apoyado en las organizaciones de masas movilizadas que debe contener y desmontar a toda costa el proceso revolucionario iniciado con el levantamiento de 2003 al tiempo que reconstruir un régimen viable tras el derrumbe de la “democracia pactada” bajo los golpes de la movilización.

Toda la estrategia del MAS ha estado dirigida a impedir que las masas vuelvan a escena, buscando un “gran acuerdo nacional” con los representantes de la derecha empresarial y terrateniente y las transnacionales, que viabilizara el camino de tibias reformas democráticas a través de la Asamblea Constituyente. Por este camino de pactos y conciliación no sólo que no ha habido verdadera nacionalización del gas y los recursos naturales, sino que la reacción ha recuperado fuerzas y el propio gobierno ha ido siguiendo un curso de creciente “moderación” en sus proyectos. Sin embargo, y pese a todos los esfuerzos, no hay pleno acuerdo en el tipo de régimen a construir y la situación ha llegado a un punto tal que la Constituyente está en virtual “jaque mate” y la derecha regionalista de los departamentos del Oriente sublevada contra el intento del MAS de avanzar en las reformas.

Ante la extrema tensión de la crisis política, con la derecha articulándose en tono a la cínica demagogia de la “defensa de la democracia” y clamando por la intervención imperialista y de los “gobiernos amigos” a través de OEA y ONU, Evo Morales optó por una audaz iniciativa política: ofrecer la convocatoria a un “referéndum revocatorio” de los mandatos presidencial y prefectuales, para “cambiar el escenario”, encauzar la confrontación con la derecha al camino de las urnas y al mismo tiempo, mantener pasivo y reforzar su control político sobre el movimiento de masas.

Esto abre una nueva coyuntura para “reconfirmar las relaciones de fuerza políticas” y discutir nuevos términos para la “concertación”, lo que posiblemente amortigüe por ahora las tendencias a una escalada en la confrontación entre la reacción y el gobierno y angoste las brechas en las alturas por las que podría colarse la lucha de masas.

Sin embargo, están a la vista las dificultades para asegurar una estabilización política ante la explosiva situación boliviana, no están allanados los caminos a un acuerdo sobre el nuevo régimen político-estatal que debería definir la Constituyente (cuyo destino sigue pendiente de un hilo) y siguen presentes las tendencias de la lucha de clases en una etapa revolucionaria que no se ha cerrado pese a los esfuerzos del MAS por clausurarla.

Correa y Ortega
El gobierno de Correa en Ecuador tiene importantes contradicciones con la oligarquía local, el viejo régimen político y las transnacionales. Es un gobierno de conciliación de clases en clave democratista y nacionalista que asume tras una larga agonía del viejo régimen político ecuatoriano, donde han caído bajo embates de masas al menos tres gobiernos desde 1996. Sus gestos e iniciativas, como el enfrentamiento con el viejo parlamento, la convocatoria a la Constituyente, no renovar la base militar yanqui de Manta y la rediscusión de los términos de los contratos con las transnacionales petroleras, buscan regatear una mejora en los términos de la enorme entrega al imperialismo y el capital extranjero y reconstruir un régimen viable y legitimado ante las masas. Si bien su “estrella” está en ascenso, los estrechos márgenes para actuar en una situación de profunda crisis estructural como la del Ecuador, mediando entre las necesidades y aspiraciones populares y el enorme peso imperialista, no auguran una fácil estabilización.

En cuanto al nuevo gobierno de Humberto Ortega en Nicaragua, si bien ha insinuado un discurso más nacionalista, se ha acercado a Chávez y tiene algunos roces con transnacionales como la española Unión FENOSA o con Estados Unidos, resistiendo la demanda de supresión de los misiles antiaéreos del Ejército; la profunda “socialdemocratización” del FSLN y su papel en el régimen semicolonial nicaragüense (adaptándose hasta al TLC con Estados Unidos), aparece como el menos irritante y más conciliador de los actuales gobiernos nacionalistas.

Crecientes tensiones

El cuadro político de la región, ante un enrarecimiento de las perspectivas económicas y los antagonismos sociales, parece estar evolucionando a la emergencia de mayores tensiones –como la crisis en Bolivia podría estar anticipando–, realineamientos y disputas en las clases dominantes y los gobiernos y el retorno de una mayor inestabilidad política.

• Es posible que los gobiernos de la variante “progresista”, bajo la acumulación de contradicciones y las perspectivas menos favorables, puedan verse obligados a plegarse más abiertamente a las exigencias de la clase dominante y el imperialismo, a encarar ataques mayores al salario y las condiciones de vida y enfrentar las aspiraciones obreras y populares.

• Es posible que se mantengan abiertas o aún aumenten las contradicciones con los gobiernos de estilo más nacionalista, como las situaciones de Venezuela, Bolivia y Ecuador podrían sugerir, lo que impide descartar a priori oscilaciones más nacionalistas en la política de estos gobiernos, como forma de explotar los márgenes de maniobra en la negociación con el imperialismo.

Al ser menores las posibilidades para concertar y mediar, crece la necesidad de arbitrar. Esto es un caldo de cultivo propicio para reforzar al interior de gobiernos y regímenes tendencias bonapartistas de carácter más bien preventivo y de distinto signo, no sin contradicciones e incertidumbre y al menos por ahora, en el marco formal de las instituciones demo-burguesas.

Ya hemos señalado el sesgo de la reforma constitucional en Venezuela, reforzando la posición de Chávez como árbitro entre las clases nacionales y frente al imperialismo, que ha tropezado con el fracaso político del 2 de diciembre, lo que abre una situación de crisis e indefinición, y puede señalar los comienzos del agotamiento del régimen chavista. En Brasil, Lula es empujado a jugar un rol más personal como árbitro y en Argentina, la gestación de un “pacto social” con el concurso de las distintas fracciones empresariales y la burocracia sindical, no deja de ser un elemento de ese tipo. Por derecha, en México el gobierno de Calderón busca superar su debilidad apoyándose más en las FF.AA. y sigue un curso represivo hacia los procesos de masas.

En general, se trata de tendencias preventivas de distinto signo, que a fin de cuentas, responden a la necesidad de conjurar el desarrollo de las crecientes contradicciones económicas, sociales y políticas, crear la capacidad de arbitrar antes de que nuevas eclosiones de la lucha de clases o crisis políticas de magnitud desestabilicen severamente países que gozan, gracias a la coyuntura económica y política de los últimos años, de un precario equilibrio.

IV. El escenario de clases

En un escenario donde priman la contención y la estabilidad apoyadas en una buena coyuntura económica, los antagonismos sociales que comenzaban a emerger cada vez más abiertamente en el anterior período de ascenso en la lucha de masas, han tendido a amortiguarse coyunturalmente bajo los mecanismos de mediación y los realineamientos reformistas.

Pero a pesar del retroceso que esto implicó en las relaciones de fuerza, no se ha regresado, ni mucho menos, al antiguo cuadro social dominado por el neoliberalismo. De hecho, se acentúa la disgregación de las alianzas de clase reaccionarias en que se apoyó la ofensiva neoliberal, los bloques conservadores tienen menos base social y más bien, tienden a fortalecerse alianzas sociales de cuño neodesarrollista, al amparo de los gobiernos “posneoliberales” que reverdecen algunas ilusiones en las posibilidades de los capitalismos semicoloniales, como en Argentina, así como bloques de colaboración de clases de tinte más nacionalista y populista como en Venezuela o Bolivia, bajo la lógica de subordinar a las clases subalternas aun programa cortado a la medida de la burguesía nacional.

En general, estos realineamientos reformistas y “populistas” tienen bases poco sólidas para consolidarse a largo plazo en un continente oprimido por el enorme peso del capital extranjero, con enormes niveles de explotación de los trabajadores y que ostenta los mayores índices mundiales de desigualdad social.

En efecto, pese a la bonanza y las promesas gubernamentales, el enorme grado de concentración de los ingresos ha variado muy poco en los últimos años. El 10% más rico de la población latinoamericana, constituido por la burguesía y la alta clase media, poseía en 2004 [35]:

La diferencia entre el decil mejor remunerado y el decil más bajo es de nada menos que de 100 veces. Al mismo tiempo, más de 200 millones de latinoamericanos viven bajo la “línea de pobreza”, la mitad de ellos, en condiciones de “extrema pobreza” [36], mientras que en el otro extremo de la escala social, un puñado de multimillonarios integra la lista de los burgueses más ricos del mundo, como el mexicano Carlos Slim.

Este cuadro de brutal polarización económica y social típico del capitalismo semicolonial convierte el territorio social de América Latina en “campo minado” por explosivas contradicciones, una de cuyas manifestaciones más dramáticas es la extensión de la grave crisis social y sus manifestaciones, desde el desempleo a la descomposición que nutre la violencia social. Pero sobre todo, exacerba al extremo el antagonismo entre el capital y el trabajo, entre la minoría poseedora y las clases trabajadoras, entre las necesidades de la población latinoamericana y el entreguismo, conservadurismo y parasitismo de la clase dominante.

En este marco, el “ingrediente esencial” que las propuestas de alianzas neodesarrollistas y nacionalistas necesitan –una burguesía nacional “virtuosa”, dispuesta a cumplir la misión de asegurar el desarrollo nacional–, falla por la base, como surge de analizar el comportamiento de las clases dominantes de la región.

La clase dominante

Han resurgido discusiones acerca de las posibilidades de que la burguesía nacional recupere fuerza frente al capital extranjero y se interese en una mayor autonomía nacional. Las fricciones y divisiones internas de la burguesía cruzan varios países de la región, como muestran los debates entre neoliberales y neodesarrollistas y las disputas en torno a medidas de política económica como las retenciones en Argentina, o la “pseudo-nacionalización” de los hidrocarburos en Bolivia, ejemplos donde los sectores industriales no vieron mal beneficiarse a costa de un recorte de las ganancias siderales de las transnacionales o de los productores agrarios.

Además, algunos datos recientes, como el fortalecimiento de las “translatinas” o una mayor participación de las empresas locales y estatales en la producción y las exportaciones, son utilizados para abonar las tesis de un reverdecer de la burguesía nacional. De hecho, la apuesta de los proyectos de colaboración de clases, desde Venezuela y Bolivia a Brasil o Argentina es esa.

Sin embargo, en realidad no se alteraron de manera significativa la composición de los bloques dominantes, donde conviven las fracciones industriales, agrarias y financieras de la gran burguesía local, con las camarillas representantes del capital extranjero, si bien han perdido algo de protagonismo los sectores financieros “puros” y más parasitarios que medraban a sus anchas en tiempos de los “mercados emergentes”.

El peso del capital extranjero no se ha diluido sino que sigue una curva creciente, extendiendo su control a sectores decisivos de la industria, las finanzas, el “agrobusiness”, la minería y los servicios.

Quizás Argentina sea el caso más espectacular de copamiento por las transnacionales. “El crecimiento de la extranjerización de la cúpula se da tanto en las empresas productoras de bienes como de servicios. [...] en el sector de la Construcción y la Minería representaban el 20% de las firmas en 1997 y pasaron al 75% en el 2005. En la industria manufacturera la extranjerización pasó de representar el 62,6% de las firmas en 1997 al 69,1% en el 2005. [...] Por su parte en los servicios los mayores saltos de extranjerización se dieron en Telecomunicaciones (pasó del 45,5% al 80%), en Comercio (del 48,3% al 56,7%), en Transporte (del 33,3% al 50%) y Energía, gas y agua (del 37,5% al 50%)” [37]. En 1997 las firmas extranjeras representaban el 52,5% de la cúpula empresarial y en 2005 se elevaron ya al 64%, con un peso en las ventas del 75,8%. En los dos últimos años este proceso siguió aceleradamente. En plena prosperidad tradicionales grupos empresariales como Quilmes, Loma Negra y varios otros se apresuraron a vender a consorcios extranjeros, acentuando su carácter rentístico y traspasando al exterior enormes masas de capital (se calcula que hay 100 mil millones de dólares de capitales argentinos en el exterior).

Incluso en Brasil, donde la poderosa burguesía paulista mantuvo históricamente un gran peso, la “extranjerización” de la economía ha continuado avanzando a buen paso bajo Lula, pese a las quejas y denuncias de los “industrialistas” y al gran desarrollo de un puñado de grandes empresas locales, un “relevamiento hecho de las 500 mayores empresas indica que la participación del capital extranjero en el control accionario creció más de 5 puntos en diez años, a casi el 42% en 2006” [38] .

Si el peso creciente de las transnacionales es una expresión, en última instancia, de las poderosas tendencias a la centralización y concentración del capital, otra lo es el desarrollo de una élite de grandes empresas de capital local, los llamados “grandes grupos económicos locales” que acumularon un importante nivel de capital, controlan numerosas empresas y adquirieron posiciones monopólicas en algunos sectores de la economía. En los últimos años se ha acelerado el crecimiento de la “crema” de este sector local, constituyendo las denominadas “translatinas” al internacionalizar operaciones.

La expansión de las “translatinas” no expresa el desarrollo de una burguesía nacional dispuesta a competir con el capital extranjero en defensa de “intereses nacionales”, sino la creciente integración del gran capital local en la órbita de las transnacionales (lo que no niega que sufran la competencia del capital extranjero, mucho más poderoso, y tengan contradicciones con el mismo), con lo que su “base local” tiene cada vez menos importancia frente a sus intereses “globalizados” y las convierte aún más en una poderosa palanca de la semicolonización imperialista. La instalación de la siderúrgica CVRD en Canadá la hace “menos brasileña”, como Carlos Slim y CEMEX son cada día “menos mexicanos” al ampliar sus operaciones internacionalmente, y lo mismo puede decirse de Techint en Argentina.

No obstante, algunos datos, como los que informan de un retroceso relativo en la participación de las filiales de las transnacionales en las exportaciones de la región sugerirían una cierta recuperación de los capitales locales.

En primer lugar, los efectos coyunturales de los altos precios del petróleo han devuelto a los primeros lugares a las grandes petroleras estatales como PDVSA y Petrobras y la expansión de las ventas externas y del comercio intrarregional favorece no sólo a las “translatinas” y grandes grupos locales, sino que también permite que incurran en las exportaciones sectores de productores agropecuarios y empresarios de menor escala. Pero lo decisivo no es el dato frío ni las estadísticas en sí mismas, sino qué estructura e interrelaciones expresan.

El movimiento de las clases no es lineal y homogéneo, sino que también expresa desigualdades y combinaciones. Es posible que en varios países de la región, la forma particular que adquirió la penetración del capital extranjero, a lo que se suma el crecimiento del quinquenio, hayan dejado espacios para cierto resurgimiento de franjas de burguesía “no monopolista”, media y baja. Por ejemplo, las oscilaciones en el número de “empleadores” [39] entre 1999 y 2005 de que da cuenta CEPAL muestran comportamientos divergentes. Según CEPAL, en 1999 y tomando los datos de 11 países de la región, la categoría de “empleadores” constituía el 4,4% de la “fuerza de trabajo ocupada” [40]. En 2005 se produjeron aumentos de los empleadores en Brasil, Colombia y otros; y reducción en Chile, Perú, Paraguay, Venezuela, etc., en torno a una media un poco superior al 4%.

Sin embargo, estas oscilaciones no revierten la tendencia fundamental a la concentración y centralización del capital, que en las últimas décadas ha avanzado enormemente motorizada por la penetración del capital extranjero, la “desregulación” económica y financiera, el cambio en rol del Estado y la privatización de los servicios públicos, etc. Su expresión más brutal es el peso decisivo de los monopolios extranjeros en casi todos los campos de la economía, especialmente en los más dinámicos y rentables, como se señala más arriba.

El proceso de concentración y centralización lleva no sólo la liquidación o expropiación directa de los grupos de capitalistas más débiles (como es más evidente en tiempos de crisis); sino también a una mayor subordinación al gran capital local y extranjero de los pequeños y medianos capitales sobrevivientes o que resurgen en los momentos de expansión. Además, la distancia que separa a esos capitalistas comerciales, industriales y agrarios intermedios y pequeños, de los grandes grupos económicos, las “translatinas” y las transnacionales, es sideral. La burguesía mediana y baja, como los dueños de las “medianas y pequeñas empresas”, incluso las del sector denominado “informal”, dependen de los grandes grupos, especialmente de las transnacionales, en todos los niveles: mercado al que proveen de materia prima o piezas y partes, consumidores de sus insumos, tecnología, crédito, etc. El sistema bancario y financiero asegura una mayor subordinación del conjunto de los productores a la dinámica económica regida por los grandes capitales y transmite la presión del mercado mundial.

De hecho, las burguesías locales tienen sus intereses mucho más entrelazados actualmente con el capital extranjero que nunca antes. Esto es subproducto de décadas de avance en la “apertura económica”, la penetración de las transnacionales y grandes bancos, el desarrollo de las bolsas y el crédito internacional, la intensificación y extensión del capitalismo en el campo, lo cual ha llevado a un mayor grado de fusión con los terratenientes (reconvertidos en agentes de un próspero capitalismo agrario) y la integración de los grandes grupos locales al mercado y las finanzas mundiales, dirigidas por las transnacionales. Un clásico ejemplo es la participación de los capitalistas locales en la deuda externa e interna, como parte de los acreedores que hacen un festín financiero a costa de los ingresos nacionales.

Algunas prédicas oficiales convocan como hace Kirchner en Argentina, a “reconstruir una burguesía nacional”, de la mano de los grandes grupos como Techint y Arcor; o como hace el MAS en Bolivia, apelando a los pequeños y medianos productores para edificar un “capitalismo andino”. Pero ni “por arriba” (con el desarrollo de las “translatinas”) ni por abajo” (apostando al resurgir de las MYPES (micro y pequeñas empresas, supuestamente “populares”) puede hablarse del renacimiento de una burguesía nacional capaz de cumplir un papel progresivo.

A la luz de los hechos, la pregunta de si “¿Existe en la actualidad, entonces, la posibilidad de desarrollar una burguesía nacional dinámica reduciendo el espacio para las conductas rentistas, en una economía local muy trasnacionalizada?” [41] no tiene respuesta positiva. A tal punto, que buscando afanosos una burguesía nacional emprendedora, “schumpeteriana”, los reformistas y populistas deben resignarse a utilizar el Estado para gobernar por ella y “guiarla” por medio de las instituciones, como si fuera posible ponerle ortopedia desde el poder político para construir en su nombre “otro capitalismo posible y humano”, llámese “capitalismo en serio”, “socialismo con empresarios” o “capitalismo andino”.

La burguesía nacional “realmente existente” (y no la imaginada por nacionalistas, stalinistas y maoístas) puede tener roces menores y apoyar cambios “neodesarrollistas” como los que pide en Brasil Bresser-Pereira o que aplicó en Argentina el ministro Lavagna con Duhalde y Kirchner, alterando un poco la balanza a favor de los productores frente a los financistas, pero sobre la base de la explotación obrera y miseria popular, consolidando los negocios de los grandes grupos capitalistas en alianza con las transnacionales y sin dejar de colaborar con el imperialismo.

Aunque los explotadores “productivos” locales puedan tener fricciones y hasta choques con el capital financiero internacional, aunque formen hasta cierto punto una clase “semioprimida” (Trotsky) como parte de la nación semicolonizada, la burguesía es la más antinacional de las clases nacionales. Esas contradicciones eventuales, son hoy, a comienzos del siglo XXI, mucho menores y más “reabsorbibles” que la necesidad de integrarse en los flujos de la acumulación y el mercado mundial, de maximizar para eso la extracción de plusvalía de “sus” obreros, y de resguardarse en brazos del imperialismo ante el temor a que los antagonismos sociales hagan estallar la lucha de clases de los explotados.

La pequeño burguesía en la cuerda floja

Un factor clave en el cuadro social y político latinoamericano es la pequeño burguesía. Las clases medias se han expandido al calor de la “modernización” capitalista de las últimas décadas. La penetración del capital extranjero y las migajas recibidas de la superexplotación de la clase trabajadora fortalecieron a sectores altos y medio-altos, mientras que una amplia masa de clase media oscilaba entre la ruina y el mantenimiento de condiciones de vida “decentes”.
Esta situación estructuralmente inestable y oscilante tanto desde el punto de vista económico (participación en la renta nacional y perspectivas de “ascenso social”) como político (papel en la democracia formal) han marcado el comportamiento de las clases medias en los últimos años, donde cobraron protagonismo circunstancial, con una abanico de posiciones políticas que iban desde ser actores de las Jornadas de Diciembre de 2001 en Argentina, a vanguardia de la reacción proimperialista en Venezuela.

El ciclo de crecimiento permitió una cierta recomposición de su situación económica, llevándola de conjunto aposiciones más bien conservadoras, aferradas a la estabilidad y a las ilusiones de recuperar “status” y ascender socialmente. Sin embrago, las tendencias a la polarización y diferenciación en las heterogéneas capas medias no han dejado de actuar, por lo que se combinan una ubicación general conservadora con un creciente “malestar” que se expresa por derecha, y en menor grado, por izquierda”.

Si el “neoliberalismo tardío” no da respuesta a sus ilusiones y profundiza su diferenciación, el “neodesarrollismo” y los proyectos populistas y nacionalistas perjudican su estabilidad y su rol en la democracia, sin responder a los problemas de las capas más empobrecidas de la pequeña burguesía, todo lo cual acentúa el desgarramiento de las clases medias y la desesperación ante el temor de perder las supuestas ventajas de su posición y las más de las veces ilusorias posibilidades de “ascenso social”.

En rigor, hoy la pequeño burguesía tiende a actuar dividida en dos polos principales: los sectores altos como base social de las corrientes más neoliberales y proimperialistas (de Colombia y Venezuela a Bolivia y Argentina); mientras que sectores medios y bajos –una pequeño burguesía de raíces plebeyas–, juegan un papel importante en los proyectos nacionalistas como el chavismo, el gobierno de Evo Morales o el “progresismo” del PT de Lula, el Frente Amplio o el FSLN, en los que también cumplen un papel de estabilización y hostilidad a las presiones de las masas.

Si esto influyó en la situación del movimiento estudiantil latinoamericano, contribuyendo a su pasivización y a un giro a la derecha en una serie de países, la tendencia a la polarización y los elementos de inquietud y cambios en el estado de ánimo de parte de las capas medias parecen reflejarse en que, mientras en Venezuela o en Bolivia, un ala universitaria se ha transformado en vanguardia callejera de la reacción proimperialista; en otros países los estudiantes vienen protagonizando una serie de movilizaciones muy progresivas, como en Chile (lucha de los secundarios), Colombia (ciclo de protestas universitarias), Perú, Brasil, etc., y que pueden estar anticipando cambios de importancia y mayor polarización en la situación de la juventud y el alineamiento de las clases medias.

Los movimientos de base campesina, indígena y popular, la crisis social y el papel de las mediaciones

En los años recientes, los movimientos de masas de base campesina, indígena y popular, que habían alcanzado gran desarrollo y protagonismo en la anterior fase de ascenso, han entrado en una situación de reflujo y contención.

Los recambios gubernamentales de tono progresista y nacionalista significaron en ciertos casos la cooptación de sus capas dirigentes, como ocurre en Bolivia con el movimiento campesino y de los pueblos originarios a través del MAS. También en Brasil el acceso de Lula al gobierno significó un reflujo del MST, con su dirección adoptando una actitud de “apoyo crítico” o al menos de “no beligerancia” frente al gobierno petista.

En otros países, distintas combinaciones entre la represión, negociaciones, y el callejón sin salida a que llevaron las estrategias de presión de sus dirigentes, llevaron al estancamiento o reflujo, como ocurre en México con el movimiento indígena de Chiapas, empantanado por la política del EZLN o en Paraguay, tras grandes movilizaciones campesinas en años anteriores, mientras que en Centroamérica el movimiento agrario e indígena no se ha recuperado aún de las duras derrotas de la etapa anterior. En Colombia, la política de “seguridad democrática” de Uribe, el paramilitarismo y la continuidad de la “guerra sucia” con sus millones de desplazados y miles de asesinados, mantienen a la defensiva al campesinado mientras que la presión militar y la desastrosa estrategia de las organizaciones guerrilleras las ha llevado a un severo retroceso.

En Argentina, la mayor parte del movimiento piquetero ha sido llevado a la cooptación por el gobierno kirchnerista a cambio, de pequeñas concesiones asistencialistas, mientras sus direcciones se incorporaron al aparato oficialista.
En Venezuela, el chavismo encuadra a la mayor parte del movimiento popular que lo llevó al triunfo, apoyándose en la cooptación de las organizaciones de base y en amplios programas de ayuda social desde el Estado.

A estos factores políticos se agrega el efecto del crecimiento económico, que coyunturalmente ha dado algún respiro a la situación de los pequeños productores agrarios y campesinos, y los pobres urbanos. Esto, aunque por una parte continúa la extensión de la agricultura capitalista y el accionar de las empresas del agrobusiness, forestales, mineras y petroleras, con lo que la tendencia a la ruina de los pobres del campo no se ha detenido, mientras que ninguna de sus demandas fundamentales ha sido resuelta: ni Chávez ni Evo Morales han hecho una verdadera reforma agraria y el latifundio sigue en pie, para no hablar de Brasil, donde el PT protege abiertamente a los intereses de los grandes propietarios de tierras y de las empresas agropecuarias y forestales. Y por otra parte, la situación de los sectores populares urbanos, capas medias empobrecidas, semiproletarios, inmigrantes, etc., no ha mejorado realmente en un continente donde 80 millones deben vivir con menos de 1 dólar al día y se extiende una colosal y dramática crisis social que se expresa de se expresa en múltiples fenómenos de exacerbación de todos los antagonismos sociales, desde la efervescencia en los barrios pobres y la emigración masiva, a la descomposición que desde las favelas de Brasil al cinturón de miseria de las ciudades argentinas o el mar de pobreza de las urbes colombianas y de Centroamérica, alimenta los fenómenos de violencia social (el desarrollo de las “maras” centroamericanas, la violencia urbana en Brasil o Argentina, como en Colombia o Perú), fenómenos utilizados por la derecha para crear base social con la consigna de “seguridad ciudadana”, pero que expresan las tendencias a la putrefacción del capitalismo semicolonial que no puede contener ni dar salida a las franjas más explotadas, oprimidas y marginadas de la juventud y de la población pobre en general.

En la fase anterior los movimientos campesinos, indígenas y popular-urbanos mostraron su potencialidad revolucionaria y su importancia como aliados estratégicos de la clase trabajadora. Ninguna de sus demandas estructurales ha sido resuelta por los gobiernos progresistas o nacionalistas –ni puede serlo en el marco del decadente capitalismo semicolonial–. No es casual que pese a la contención y reflujo, siga emergiendo periódicamente el malestar y descontento de estos sectores, como muestra hoy, por ejemplo, la tenaz resistencia mapuche en Chile, con constantes enfrentamientos con la represión de la “socialista” Bachelet o la toma de distancia frente al gobierno Lula del Movimento Sem Terra en Brasil.
Reformistas, populistas y autonomistas sacaron del protagonismos de campesinos, indígenas y pobres urbanos, la conclusión equivocada de que mientras el proletariado “había muerto” los “movimientos sociales” alumbrarían “nuevos sujetos”, lo cierto es que los logros y límites de ese amplio arco de movilizaciones que fue de Chiapas a los Andes, como de El Alto a Buenos Aires, demostró la importancia de que la clase obrera latinoamericana se incorpore al proceso de masas como sujeto social y políticamente diferenciado, y que pueda establecerse bajo su hegemonía la más amplia alianza obrera, campesina y popular, en torno a una salida de fondo a los problemas populares y nacionales.

Hoy, en medio de esta fase donde prima la contención del movimiento de masas, el problema de la situación y posibilidades de intervención de la clase obrera se convierte en el problema decisivo para la evolución de la lucha de clases continental.

V. La situación de la clase trabajadora

La clase trabajadora latinoamericana viene de sufrir una profunda reconfiguración, tras largos años de derrotas y retrocesos y un cuarto de siglo de ofensiva burguesa e imperialista y reestructuración capitalista, lo que ha llevado a que un extendido “sentido común” moldeado en las letanías sobre el “fin del trabajo”, “adiós al proletariado” e invención de “nuevos sujetos radicales” le niegue incluso la posibilidad de reconstituirse como un sujeto social y políticamente diferenciado.

Sin embargo, diversos elementos muestran los primeros pasos de un proceso de recomposición del proletariado latinoamericano, que aunque con grandes desigualdades entre países y subregiones, se manifiesta tanto a nivel de la “disposición de fuerzas objetivas” (incremento del proletariado) como en los inicios de recomposición subjetiva (procesos de lucha obrera).

Fortalecimiento objetivo de las filas obreras

El ciclo de crecimiento económico se dio sobre la base de las brutales condiciones de explotación impuestas a los trabajadores en las décadas anteriores, fuente de las altas tasas de ganancia y la “disciplina laboral” apetecidas por los capitalistas.
Así, se mantuvieron las condiciones generales de altos niveles de desempleo, precarización, flexibilización laboral y terciarización que le son característicos y que facilitan un alto grado de dispersión y heterogeneidad de la clase trabajadora, e incluso, han continuado los intentos empresariales por profundizar las formas de precarización, subcontratación, recorte de los derechos laborales y sociales, etc., y aumentar los niveles de explotación.

Más aún, la expansión recurrió en gran escala a la ampliación e intensificación de las diversas formas de trabajo precario, terciarización, flexibilización, a destajo, etc., que permiten una superexplotación de parte creciente de la fuerza laboral.
Aún así, el crecimiento permitió cierta recuperación en los niveles de empleo asalariado, registrándose incluso, una mayor tendencia a la creación de “empleo formal” en la industria y los servicios.

Las instituciones oficiales registran esta tendencia a su manera. Según estimaciones de CEPAL y OIT, ha descendido el desempleo abierto, bajando de un promedio regional de más del 11% en 2002 a un 8,3% en 2007. Hacia septiembre, los datos oficiales indicaban un 7,8% para Argentina, 3,9% en México [42], menos del 8% en Venezuela y 8,7% en Brasil [43] .

A nivel regional: “se estima que cerca de seis millones de personas se sumaron al número de ocupados urbanos en el 2006. El aumento de las tasas de ocupación fue un fenómeno bastante generalizado, consignado en 15 de los 19 países sobre los que se dispone de información. Mientras tanto, el número de ocupados creció aproximadamente un 2,9%, pero se observaron grandes diferencias entre categorías de ocupación. El empleo asalariado aumentó un 4,1% y contribuyó con un 89% de los puestos de trabajo generados en el 2006, manteniendo el dinamismo de los dos años anteriores. En los últimos tres años se registró una elasticidad empleo asalariado-PIB del 0,74, superior a la correspondiente al empleo total, que ascendió a 0,53” [44].

Además, la creación de empleo formal asalariado ha recuperado dinamismo, por lo que CEPAL hace una exagerada apología hasta afirmar que “los nuevos puestos de trabajo se caracterizan por ser de mejor calidad, como queda de manifiesto cuando se observa la creciente participación del empleo formal asalariado en el aumento del empleo” [45]. Tomando como base=100 el año 2000, la estimación de la misma CEPAL arroja los siguientes indicadores para 2006:

Esto implicaría una tendencia al ingreso (o reincorporación) de millones de trabajadores en toda Latinoamérica, en sectores de la industria, agroindustria, minería y otros, en los servicios y transporte, como en áreas que producen para el mercado interno, empresas medianas y pequeñas, etc., que habían sido muy golpeados en la etapa del “neoliberalismo”.

Quizás el caso más llamativo sea Argentina, donde tras los brutales índices de desempleo (superiores al 20%), registrados a fines de los ’90, los últimos 5 años de crecimiento han permitido la creación de más de 3 millones de nuevos puestos de trabajo, fortaleciendo el número y concentración de la clase trabajadora, en particular en la industria, “pasando de cerca de 900.000 (el 13% del total de los trabajadores) en el 2001 a casi 1.300.000 (el 15% del total) en 2003-2004” [46].


(a) Los datos se refieren al año más cercano al 2005.
(b) Corresponde a la población de 15 años y más.
(c) Veintiocho aglomeraciones urbanas.
(d) Se refiere a cooperativista por producción.
(e) Cabeceras municipales.
(f) Incluye a cooperativistas.
(g) Se refiere a trabajador en cooperativa, asentamiento o grupo.
(h) Se refiere a miembro de una cooperativa de producción.
(i) Nacional.
(j) Se refiere a miembro de una cooperativa.
Fuente: CEPAL. Anuario estadístico 2006.

Incluso en Brasil, que viene mostrando tasas de crecimiento económico moderadas, según el IBGE “el empleo industrial creció 1,0% entre agosto y septiembre [...] En comparación con septiembre de 2006 llegó al 2,8%, el mayor resultado desde el 3,2% de abril de 2005. El indicador acumulado en el año fue 1,7%” [47]. Sin embargo, hay que apuntar que de los 8,7 millones de empleos creados en los últimos 4 años, la mayor parte está en la faja inferior de ingresos (hasta tres salarios mínimos) y posiblemente unos tres millones de empleos se den en los sectores “informales” y más precarizados.

Si bien en la relación asalariada se incluye a capas no proletarias (como capataces, profesionales, jerárquicos, etc.), es evidente que la amplia mayoría de los asalariados son obreros y empleados privados y estatales que forman parte de la clase trabajadora explotada por el capital a través de la venta de su fuerza de trabajo.
De hecho, en el marco de una mayor amplitud y heterogeneidad de la clase trabajadora, donde las capas de asalariados precarizados y terciarizados se han extendido enormemente, junto a la expansión de nuevos sectores en las industrias de punta, los servicios y comunicaciones modernos, el transporte o la energía; han recuperado fuerzas sectores más tradicionales, como los obreros industriales en las grandes concentraciones del Gran Buenos Aires o San Pablo; los mineros en la rica zona andina que comparten el norte chileno, el altiplano boliviano y el sur de Perú (donde hay un cuarto de millón de asalariados); etc.

Además, aunque la bonanza económica y la política de los gobiernos “progresistas” no han significado una “redistribución de ingresos” a favor de los asalariados, grandes cambios en los niveles de explotación ni la recuperación de las viejas conquistas económicas y sociales; la relativa reducción del desempleo y situaciones favorables en algunas ramas permiten cierta recomposición salarial. Los mismos informes señalan que “Los salarios industriales en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Uruguay y Venezuela (países que representan el 84% de la PEA urbana regional), se incrementaron en 3,9% en promedio al tercer trimestre de 2006. Los mayores incrementos se dieron en Ecuador (18,1%), Argentina (15,4%) y Venezuela (12,8%)” [48].

Tendencias del reanimamiento obrero

Tras décadas de reflujo, alto desempleo, depresión salarial y aumento de la explotación, aún leves mejorías en el empleo y los ingresos como las señaladas pueden contribuir a generar mejores condiciones para la recomposición subjetiva del proletariado y alentar un reanimamiento de las luchas obreras. De hecho, hay manifestaciones como:

• Procesos de lucha por empresa en sectores industriales y mineros, del transporte y los servicios en diversos países.

• El magisterio, los trabajadores de la salud y otros grupos de trabajadores estatales han venido cumpliendo un destacado papel en varios países en la resistencia a planes de reforma estatal y luchas salariales.

• Se ha manifestado una tendencia a la incorporación a la lucha por las demandas de franjas de trabajadores precarizados y terciarizados, así como a la organización sindical en algunos sectores.
Esto se observa en los indicios de mayor actividad de los trabajadores en una serie de países de la región, con conflictos por diversas causas: salariales, defensa de conquistas, resistencia ante ataques empresariales y estatales, contra despidos y otras reivindicaciones, si bien en medio de mucha desigualdad entre las distintas situaciones nacionales.

• En ciertos países, el cambio en las condiciones económicas y políticas de los últimos años alienta una mayor actividad del proletariado. Como en Argentina: la recuperación de las fuerzas objetivas de la clase obrera en los últimos años sirve de marco a la casi permanente “conflictividad obrera”: “Desde hace 3 años son los trabajadores ocupados los que salen a la lucha para recuperar el salario perdido con la devaluación y la creciente inflación, contra las condiciones precarias de empleo y casi en ninguna parte se aceptan ya despidos sin resistencia obrera. Paralelamente, son extendidos los intentos de reorganización desde abajo en los lugares de trabajo que durante años no tenían vida sindical” [49]. A importantes procesos de lucha entre los trabajadores de los servicios (como telefónicos y subterráneos), se han ido sumando luchas de los precarizados y una mayor actividad en sectores de la industria (químicos, conflictos fabriles), situación que es caldo de cultivo para el desarrollo de una vanguardia (un nuevo “sindicalismo de base”) con fuerte componente antiburocrático y cierto grado de influencia de las corrientes de izquierda. En Venezuela, donde la conformación de la UNT significó la “canalización reformista” de un proceso de realineamiento en el marco de la situación política dominada por el chavismo, la mejora en la economía y la reducción del desempleo parecen estar alentando luchas por empresa ante ataques patronales, contra despidos y otras demandas, como en la construcción y otros sectores, y se vinieron dando procesos puntuales de vanguardia en los que se ha planteado el control obrero y la estatización, como en Sanitarios Maracay.

• En países “modelo” de los ataques neoliberales, donde la burguesía contaba con un mayor grado de “paz social” en las empresas, también se dan síntomas importantes de recuperación. En Chile la prensa reconoce el retorno de la “cuestión obrera”, y desde mediados de 2006 se han producido tres importantes procesos: la huelga de los trabajadores mineros contratistas de Codelco (terciarizados) y otros, que han formado la Confederación de Trabajadores del Cobre (que agrupa a unos 80.000 obreros); de los trabajadores forestales (con una gran huelga de miles en Bosques Arauco, del Grupo Angelini), y del transporte (choferes asalariados), mientras hay muchos otros conflictos menores de los más diversos sectores (neumáticos, salud, empleados y profesores, de comercio, pesqueros, etc.), con una recuperación de los métodos de la movilización obrera, enfrentamientos con la represión, piquetes y otras acciones que muestran una creciente determinación de lucha [50]. En México a partir de la lucha de Sicartsa y otras, comienza a abrirse una nueva situación en franjas del movimiento obrero, lo que se muestra en que en 2006 hubo más de 1.500 reclamos laborales con paros o acciones, mientras, después de la gran lucha de la comuna de Oaxaca, continúa habiendo procesos de distinto tipo, como en magisterio y salud, mineros, trabajadores universitarios y otros, la crisis del viejo sindicalismo charro y “neocharro” y realineamientos sindicales que muestran una creciente inquietud, un despertar en sectores de la clase trabajadora mexicana [51].

• Finalmente, cabe señalar que a mediados de 2007 se han dado algunos síntomas de cambio en el prolongado reflujo de la clase obrera del Brasil, gigante proletario de la región, habiéndose producido huelgas salariales de sectores de trabajadores como bancarios, empleados públicos federales y estatales, constructores, ferroviarios, empresas privatizadas como la CSN, terciarizados como Reduc, zafreros de la caña en Goias y Sao Paulo, etc. [52]. Esos procesos no se profundizaron y más bien, pesa hoy un reflujo, con ataques gubernamentales y mayor represión a las luchas. Sin embargo, aunque mucho más atrás que en otros países de la región, hay un larvado proceso de recomposición que se expresó en algunos conflictos importantes como la huelga de bancarios en 2004, de correos en 2007, y más débilmente, en sectores de los servicios y los tercerizados.

• En otros países de menor concentración obrera, también se vienen dando elementos de reanimamiento obrero: este parece ser el caso de Perú, donde se sigue desarrollando un amplio proceso de luchas, con varios paros mineros (señalando el “retorno” de uno de los sectores claves y con más tradición de del proletariado peruano), textiles y de la alimentación, magisterio y otros sectores, parte del proceso de paros regionales, jornadas de protesta, movilizaciones campesinas, que enfrenta a Alan García; y en Bolivia, con un proceso de recomposición que comienza desde muy atrás, pero que se expresa en la reorganización sindical en plantas fabriles y empresas varias y algunos fenómenos de vanguardia como el de los mineros de Huanuni [53].En los últimos meses en Uruguay han salido a la lucha trabajadores pesqueros, de la industria láctea, precarizados municipales y otros y el PIT-CNT debió amagar con llamar a un paro nacional (finalmente no convocado), frente el gobierno de Tabaré Vázquez. En Costa Rica, los trabajadores fueron un sector activo en las movilizaciones contra la firma del TDC-CAFTA y en luchas como la de los portuarios contra la privatización; en Nicaragua, se han venido dando diversos movimientos de profesores, trabajadores de salud y empleados estatales.

Las superestructuras sindicales tradicionales
Un rasgo de estas primeras fases de la recomposición del proletariado es que aún no se superan los marcos de las mediaciones sindicales viejas y nuevas que actúan en los distintos países, con las consiguientes trabas que impone la burocracia sindical.

Los sindicatos siguen siendo, pese a la extrema burocratización de centrales y niveles intermedios, la principal forma de organización obrera y escenario de los incipientes procesos de recomposición, que vienen dándose en luchas reivindicativas, en una “gimnasia” huelguística necesaria para retomar confianza en las propias fuerzas y templar la capacidad de lucha en el enfrentamiento cotidiano con la patronal.

Esto agudiza las contradicciones con el rol conservador de las viejas estructuras sindicales, fuertemente burocratizadas y estatizadas, obstáculo que actúa conscientemente al servicio de la contención y freno de la movilización de los trabajadores, enfeudadas al régimen burgués; y las tendencias más progresivas de los procesos de reorganización obrera, como se ve tanto ante las luchas industriales, como ante el despertar de los nuevos sectores, más precarizados, superexplotados y sin tradición de organización sindical.

Por ello, aunque en varios países hay una tendencia a cierto “reverdecer” y fortalecimiento “por abajo” de los sindicatos (incluida una tendencia a la organización de nuevas capas obreras), y, distorsionadamente “por arriba” (cierta recuperación del peso de las superestructuras sindicales en la vida política de varios países), esto no significa una paralela recuperación de la burocracia sindical de su crisis histórica, de su “superestructuralización” y alejamiento frente a la base obrera que comienza a despertar en las fábricas, empresas y talleres; resultándole más difícil reubicarse frente a las luchas obreras que alcanzan cierto grado de radicalidad y desarrollan elementos de vanguardia, por lo que pueden tender a surgir fenómenos embrionarios de realineamientos sindicales (como en México el fortalecimiento del sindicalismo opositor del SME, UNT y CNTE), desarrollo de franjas de vanguardia que toman un sesgo antiburocrático (como los procesos a nivel de fábricas y empresas en Argentina), etc.

Fenómenos de vanguardia
Esto remarca la importancia de los incipientes procesos de vanguardia que se dan en una situación en que aún no entran en escena las grandes masas obreras, pues esos fenómenos, si bien muy minoritarios, pueden estar anticipando tendencias superiores, y de hecho, comienzan a tender hilos entre la tradición y experiencia histórica del proletariado latinoamericano, con las necesidades de un nuevo despertar obrero.

En efecto, si bien algunos de los fenómenos que aparecieron en la anterior fase de la lucha de masas –como los movimientos de desocupados y las “fábricas recuperadas” en Argentina–, han retrocedido en la nueva coyuntura, por la combinación entre prosperidad económica y cooptación gubernamental, hay elementos de continuidad y acumulación de experiencias de lucha y organización en franjas avanzadas, que van recuperando elementos programáticos y métodos de lucha radicales como las tomas de empresa, el control obrero, o la puesta en producción por los mismos trabajadores, como muestran los casos de Zanon y otras fábricas “recuperadas” en Argentina, los elementos de control obrero en Venezuela la lucha contra el lockout petrolero de 2002 y algunas empresas individuales, como Sanitarios Maracay, el “control social” impuesto por los mineros de Huanuni en Bolivia.

¿Hacia un mayor protagonismo obrero?
Es en este marco de “tonificación” de las fuerzas obreras que puede impactar la combinación entre la previsible disminución del crecimiento económico y nuevos ataques a los trabajadores (directos, como los despidos, o “indirectos” como los procesos inflacionarios). Es posible que se profundice la tendencia a una mayor presencia de los trabajadores en los procesos de lucha de masas a nivel regional. Es cierto que la clase trabajadora no ha dado todavía, en esta etapa, grandes batallas de clase, como podrían ser oleadas huelguísticas o grandes acciones obreras nacionales; pero la etapa de derrotas y reflujo que caracterizó a la década de los ’90 parece haber quedado atrás y los nuevos vientos que se ciernen sobre la región pueden alentar un mayor “retorno del proletariado” a escena, y nuevos pasos en su recomposición subjetiva.

VI. El panorama regional y las perspectivas de la lucha de clases

Ni estabilidad duradera bajo el paraguas de la prosperidad internacional, ni “era de democratización” con Lula y Kirchner, ni marcha triunfal, de la mano de Chávez y Evo Morales, hacia el “socialismo del siglo XXI y la “descolonización” sin romper con el imperialismo ni transgredir el orden burgués. Por el contrario, tendencias al retorno de las contradicciones y elementos de crisis estructural que hacen “pendular” periódicamente la situación del subcontinente.

En ese marco general, cabe señalar que la contención y mediatización más o menos profunda de los procesos más agudos de lucha de clases y crisis políticas que caracterizaron el ciclo 2000-2003 caracteriza todavía la situación de la lucha de clases a nivel regional, reabsorbiendo las tendencias más revolucionarias que habían comenzado a despuntar en los años anteriores. Terminó una fase, señalada por levantamientos de masas, con fuerte protagonismo campesino, indígena y popular contra los ataques de los gobiernos neoliberales; y atravesamos otra, de mediatización y desvíos bajo los recambios de gobierno progresistas y nacionalistas. En este marco, al mismo tiempo que los procesos más agudos resultaban contenidos, se tendió a la extensión e incorporación de países anteriormente más estables, como se expresa en México con la crisis del “régimen de la alternancia” y la debilidad de Calderón, los crujidos políticos y movilizaciones de masas que atraviesan a Centroamérica (como en Costa Rica y en menor grado Nicaragua), e incluso, las incipientes tensiones que cruzan la situación chilena o colombiana.

Todo esto no significa una estabilización sólida y a largo plazo. Por el contrario, nuevas tensiones, alimentadas por las profundas contradicciones económicas, sociales y políticas, tienden a reemerger y fisurar la superficie del mapa político regional, que de todas formas muestra un alto grado de heterogeneidad en los procesos subregionales y nacionales. De conjunto, América Latina sigue siendo posiblemente la región del mundo con mayores niveles de lucha de clases y más fluidez en el campo político, y esto marca relaciones de fuerza generales entre las clases nacionales y con el imperialismo que por supuesto no se han mantenido estáticas –de hecho los gobiernos de contención lograron erosionar sus términos–, pero que tampoco han podido ser revertidas por la clase dominante.

Si debiéramos trazar un esquema para ilustrar lo anterior, habría que señalar que:

• En los países sudamericanos de mayor desarrollo capitalista relativo, donde pesó la estabilización gracias a la prosperidad económica y los recambios de gobierno, el relativo fortalecimiento de la clase dominante ante las condiciones favorables, puede dar paso a nuevas tensiones económicas y políticas ante el cambio de escenario internacional, acompañadas de mayores procesos de lucha obrera y de masas, y de un desgaste de los gobiernos que ya enfrentan varios años en el poder, sin haber dado respuesta a las ilusiones y expectativas económicas y democráticas de las clases subalternas.
Cabe subrayar la importancia estratégica de Brasil, país-continente de 180 millones de habitantes y octava economía mundial, que se posiciona como potencia líder regional y donde está en curso la experiencia con el “reformismo de contrarreformas” de Lula. Si bien, ha ocupado una posición estable en esta coyuntura, está por verse si la necesidad de nuevos ataques contra las masas no romperán el inestable equilibrio entre la relativa fortaleza del gobierno y la combinación entre crisis social y debilidad del régimen político, alentando el incipiente retorno de la clase obrera y las masas a escena y su evolución en los próximos años tendrá una importancia crucial para toda la región.
En cuanto a Argentina, país intermedio por su tamaño y nivel de desarrollo y el peso tradicional de su clase trabajadora, clave del Cono Sur una recaída económica puede chocar con el estado de ánimo y aspiraciones de los trabajadores y arruinar la apuesta de prolongar la estabilidad y la recomposición del régimen bajo Cristina Fernández.

• Los países más alineados con el imperialismo, que vienen perdiendo dinamismo y estabilidad, tendiendo a “emparejarse” con los niveles de lucha de clases y efervescencia política del resto de la región.
En primer lugar México, con sus 100 millones de habitantes con un considerable desarrollo industrial, nexo y frontera de la región con la potencia hegemónica mundial y nudo del avance en los últimos lustros del avance norteamericano sobre la región, ha ingresado en una etapa con rasgos prerrevolucionarios, de desestabilización política y tendencias a la intensificación de la lucha de clases. Agreguemos que el aporte de la clase obrera mexicana es crucial no sólo para la revolución continental en su conjunto (en especial para la suerte de Centroamérica), sino para soldar a ésta con la del proletariado norteamericano.
Pero también Chile, todavía modelo de estabilidad burguesa como consecuencia de la contrarrevolución pinochetista, pero que apunta lentamente a ponerse a tono con los vientos sudamericanos. Se ha insistido con razón en que la alianza entre los trabajadores brasileños y argentinos es fundamental para el triunfo de la revolución en Sudamérica.
Colombia, síntesis y puente entre Centroamérica y América del Sur, principal punto de apoyo de la política imperialista y explosivo polvorín de contradicciones sociales y políticas al cabo de largos años de políticas ultrarreaccionarias, enfrenta el agotamiento del ciclo Uribe y una crisis severa en EE. UU. podría dar un golpe decisivo a la “huida hacia delante” arrojándose en brazos del imperialismo que la clase dominante colombiana ha adoptado como programa.
Aquellos países donde el péndulo político giró más a izquierda y registraron mayores niveles de lucha de clases y crisis de régimen más profundas, como el caso de Venezuela, sexto productor de petróleo del mundo, donde el gobierno de Chávez aparece como una alternativa nacionalista ante el imperialismo y al intentar acentuar sus rasgos bonapartistas “sui generis” chocó con una derrota política de importantes consecuencias. El caso de Ecuador, donde el gobierno Correa inicia el camino de las reformas por vía democrática y negociando con las transnacionales que ya ha demostrado sus estrechos condicionamientos y verdadero carácter en Bolivia, donde gracias a la política conciliadora del gobierno de Evo, es la derecha proimperialista la que ha retomado la iniciativa y acorralado a la Asamblea Constituyente, en una crisis política de resultados imprevisibles que actualiza las explosivas contradicciones de este “eslabón débil” en el corazón de los Andes. Los hechos de diciembre en Venezuela y Bolivia muestran las dificultades y límites de los intentos pretendidamente “radicales” que alumbró la lucha de clases regional para mediar entre el imperialismo y las masas, su tendencia al compromiso con la reacción y su incipiente agotamiento ante las enormes contradicciones económicas, sociales y políticas que pretendían “conciliar”.

• Finalmente, en Cuba, “país llave” del Caribe, el imperialismo no renuncia a imponer una “transición a al democracia” como vía a la abierta restauración capitalista, aunque la debilidad del gobierno de Bush –que le impide desarrollar una mayor presión– y el hecho de que las conquistas de la revolución sigan vivas en la conciencia de las masas –“lentificando” la vía burocrática a la restauración–, mantienen abierta las perspectivas del proceso que concentra los problemas de la revolución latinoamericana.

En este marco, procesos recientes, como el de la Comuna de Oaxaca en México, la lucha contra el TLC en Costa Rica y la amplia oleada de luchas contra el gobierno de Alan García en Perú, no han logrado dar un salto. Por otra parte, el reanimamiento del movimiento obrero y las tendencias inflacionarias, pueden combinarse para impulsar una mayor intervención de la clase obrera. La crisis en Bolivia puede estar preanunciando nuevas tendencias a mayores choques entre las masas y la reacción.
Ahora bien, el imperialismo y sus agentes intentarán explotar su favor triunfos políticos como el del 2 de diciembre en Venezuela, en la creencia de que les ha llegado la hora de “frenar la populismo”, utilizando para ello la combinación entre “oposición dura” y “negociación” apelando a las instituciones de la democracia burguesa que tan buenos resultados les viene dando hasta ahora para presionar a los gobiernos desafectos y evitar al mismo tiempo, arriesgarse a choques abiertos con las masas.

De hecho, pueden fortalecerse en la coyuntura las tendencias al compromiso “por arriba”, para enfrentar los crujidos y contradicciones que amenazan a la estabilidad capitalista “por abajo”. Es que en el horizonte regional se forman amenazadoras “nubes de tormenta” que pueden conducir a un mayor despliegue de la lucha de clases, y que todos quieren conjurar.

Pero las tendencias reaccionarias al compromiso, si bien pueden equilibrar la situación de gobiernos y regímenes a corto plazo, no suprimen ni las razones profundas de las crisis a nivel de regímenes ni las posibilidades de mayor desarrollo de la lucha de clases, alimentadas por las contradicciones económicas, la situación de las masas, la impaciencia ante la frustración de las esperanzas y promesas incumplidas, todo lo cual podría acelerarse bajo el acicate de nuevas crisis económicas y políticas.

Promesas de tormenta

Sin caer en un pronóstico catastrofista mecanicista ni ceder al “optimismo del capital y la democracia” típicamente reformista, parece posible afirmar que se acerca un momento de desestabilización profunda y reapertura de crisis políticas y procesos de lucha de clases. Es posible que las contradicciones y desequilibrios profundos que marcan “pendularmente” –como dicen algunos analistas– la realidad continental vuelvan a emerger convulsivamente.

El conjunto del panorama analizado parece abonar una posibilidad de enorme importancia: que la probable desestabilización económica y política no sólo conduzca a una nueva fase de desarrollo más abierto de la lucha de clases, sino que en la misma gane protagonismo y centralidad la clase obrera, expresándose más claramente el antagonismo entre burguesía y proletariado, en combinación con la lucha contra la opresión imperialista y en el marco de la agitación agraria y popular de los aliados del proletariado. De ser así, podrían estarse gestando las condiciones de una etapa de contornos “más clásicos”, por decirlo de alguna manera, en la lucha de clases latinoamericana. No sólo por el papel que puede jugar la clase obrera continental como fuerza social decisiva en el campo de los trabajadores y el pueblo; sino porque podría ser un terreno más favorable para la emergencia de fracciones radicalizadas de la vanguardia obrera y juvenil, y para el desarrollo de las ideas del marxismo revolucionario.

Para intervenir en estas perspectivas, es preciso levantar una estrategia y un programa obreros independientes, combatiendo toda forma de colaboración de clases y conciliación con la burguesía nacional, como predican las distintas variantes, desde el nacionalismo chavista al indigenismo andino, o el reformismo de raíces stalinistas y maoístas.

Esto significa levantar un programa que sin dejar de defender a los gobiernos nacionalistas frente a los ataques del imperialismo y la reacción interna, no les ceda el menor apoyo político y preserve la plena independencia política de los trabajadores, condición necesaria para poder luchar contra el imperialismo y enfrentar a la reacción con los métodos de la movilización obrera y de masas, y levantar consecuentemente un programa que parta de las demandas más sentidas por las masas y la lucha por la reivindicaciones inmediatas de los trabajadores y el pueblo, para desarrollar las medidas de una salida e fondo, que sólo un gobierno obrero y popular puede garantizar y sin lo cual no hay solución real a la tareas de la liberación nacional y social.

Es imprescindible mantener una clara diferenciación estratégica, programática y política frente al neodesarrollismo, el reformismo y el nacionalismo, para sentar las bases de corrientes genuinamente revolucionarias en lucha con una estrategia formulada desde la clase obrera.

Es al calor de este combate que puede avanzar la construcción de partidos revolucionarios de la clase trabajadora, a la altura de las tareas de la revolución obrera y socialista del siglo XXI en América Latina.

 

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