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Estados Unidos anunció la muerte de Bin Laden

Obama, Osama y la crisis de hegemonía norteamericana

05/05/2011

El primero de mayo el presidente Obama anunciaba al mundo que un grupo comando de elite perteneciente a los Seals (literalmente “focas”, acrónimo de mar, aire, tierra, por sus iniciales en inglés) de la Armada norteamericana había matado a Osama Bin Laden en una residencia ubicada en Abbottabad, Pakistán, una ciudad próxima a la capital, sede de importantes instalaciones del ejército local, donde se cree que el líder de al Qaeda vivió oculto durante más de cinco años. La acción militar se realizó de manera completamente clandestina, sin siquiera avisar al gobierno pakistaní.
Las potencias europeas rápidamente saludaron el fin de la cacería de Bin Laden como un triunfo en la “guerra contra el terrorismo”.

El imperialismo intentará utilizar este asesinato político, presentado como un acto de “justicia”, para recomponer su poderío militar y recordar, como dijo Obama en su discurso, que “Estados Unidos puede hacer todo lo que se proponga”, una idea seriamente cuestionada por las desastrosas guerras y ocupaciones de Afganistán e Irak cada vez más impopulares. Sin embargo, este asesinato ocurre en un momento en que Bin Laden se ha transformado en una figura marginal y que el principal fenómeno del mundo musulmán es el levantamiento popular que ya llevó a la caída de dictadores como Ben Alí en Túnez y Mubarak en Egipto y a la intervención imperialista en Libia.

Más allá del impacto de la noticia y del éxito inmediato que significa para Obama, difícilmente se transforme en un triunfo estratégico que revierta la decadencia del poderío norteamericano.

El gobierno aún no logró articular un relato oficial de los hechos. Según la primera versión, Bin Laden había caído producto de un tiroteo, pero a las pocas horas, la Casa Blanca admitió que estaba desarmado, dejando en evidencia que fue deliberadamente ejecutado, junto con otras personas que se encontraban en la vivienda. Es que como dice en una nota el periodista Robert Fisk, en un juicio Bin Laden “habría podido hablar de sus contactos con la CIA durante la ocupación soviética de Afganistán”, de sus relaciones con la inteligencia de Arabia Saudita o incluso de las oscuras relaciones nunca investigadas de agencias de seguridad norteamericana y los atentados del 11S, que sirvieron para justificar la “guerra contra el terrorismo” y la política imperialista ofensiva de Bush.

A diferencia de otros asesinatos políticos en la historia, como por ejemplo el del Che Guevara, o la ejecución de Saddam Hussein, donde el cadáver se muestra como evidencia, hasta el momento, el presidente norteamericano se ha negado a presentar fotos del cadáver de Bin Laden. Esto junto con la desaparición del cuerpo, que fue arrojado al océano Índico por los propios militares norteamericanos, echa un manto de dudas sobre si verdaderamente se trata del jefe de al Qaeda. El temor de Obama es que las imágenes del cadáver acribillado no darían certezas sobre su identidad pero podrían disparar una ola de indignación y antinorteamericanismo que se exprese, por ejemplo, en acciones violentas en Afganistán contra las tropas de ocupación o en un estallido en Pakistán.

El modo en que se llevó a cabo el operativo, las versiones cruzadas entre distintas agencias del gobierno norteamericano y la falta de pruebas tangibles, alimentan todo tipo de teoría conspirativa y especulaciones que luego del primer momento de euforia, podrían empezar a socavar la credibilidad del discurso oficial. De hecho ya se empiezan a escuchar algunos cuestionamientos a la autoproclamada legalidad de la operación, una muestra de la prepotencia imperialista defendida por todos los poderes del estado norteamericano como una “acción de guerra” lícita según la doctrina de seguridad nacional adoptada luego de los atentados a las torres gemelas del 11 de septiembre de 2001.

Efecto reaccionario

En el plano interno, el asesinato de Bin Laden abrió un clima reaccionario que pretende recrear el patrioterismo y la “unidad nacional” que se había instalado tras el 11S. Este clima no solo es alentado por Obama sino también por los principales medios corporativos que llaman desde sus editoriales a “festejar” la desaparición de Bin Laden. El objetivo es alentar cierto orgullo nacional en el marco de la crisis económica que ha golpeado seriamente a Estados Unidos, llevando la tasa de desempleo a casi el 10% y multiplicando la deuda estatal que ya causa preocupación entre las calificadoras de riesgo (ver artículo).

Como con su escalada militar en Afganistán, Pakistán y la incursión militar en Libia, el presidente demócrata mostró una vez más que sigue los pasos de Bush para tratar de recomponer el poderío imperialista. Obama no solo reivindicó la “guerra contra el terrorismo” sino también los métodos más brutales que la acompañan como las cárceles clandestinas en países árabes o de Europa del Este donde los interrogadores profesionales de la CIA y el FBI tuvieron vía libre para torturar, lo mismo que en el campo de concentración de Guantánamo. El propio director de la CIA y futuro secretario de Defensa, Leo Panetta admitió que quien proporcionó la información sobre el posible escondite de Bin Laden fue sometido 183 veces al “submarino” entre otros tormentos.

En lo inmediato, Obama repuntó en las encuestas y obligó a los republicanos, neoconservadores e incluso al Tea Party a felicitarlo por haber logrado lo que el propio Bush no pudo conseguir. Hasta los “progresistas” aceptaron el accionar terrorista del estado norteamericano con el argumento de que permitirá poner fin a la guerra en Afganistán. Obama intentará capitalizar este momento para pasar su programa de reducción del gasto público, que incluye un recorte de 400.000 millones de dólares en el presupuesto del Pentágono. Sin embargo, parece poco probable que el “efecto Bin Laden” se sostenga más allá de los próximos meses y logre desplazar las preocupaciones domésticas que fueron la clave de las pasadas elecciones legislativas y están en la base de la profunda polarización política y social.

Bin Laden y la crisis de hegemonía norteamericana

El anuncio del asesinato de Bin Laden tiene para Estados Unidos un gran valor simbólico aunque difícilmente pueda traducirse con la misma fuerza en sus implicancias prácticas, empezando por el hecho de que el rol de Bin Laden en la planificación y ejecución de las operaciones concretas de al Qaeda es prácticamente nulo, no solo por sus casi 10 años de aislamiento, sino por la propia característica de al Qaeda como organización descentralizada, con ramas en Pakistán, la península arábiga y el Magreb que funcionan con autonomía.

La operación que terminó con Bin Laden puso en evidencia las profundas contradicciones de la política exterior norteamericana, agudizadas con el fracaso estratégico de la guerra en Irak. Pakistán, el principal aliado de Estados Unidos en la guerra de Afganistán, mostró una vez más que tiene un doble juego. A pesar de que el gobierno de Alí Zardari es profundamente proimperialista, y que durante una década el país ha recibido de Estados Unidos entre 1.000 y 3.000 millones de dólares anuales para “combatir al terrorismo”, los servicios de inteligencia (ISI) y el ejército mantienen una relación histórica con los talibán afganos y de hecho, han protegido a Bin Laden. Esta relación con los talibán tiene que ver con intereses nacionales de Pakistán que busca mejorar su posición regional sumando a Afganistán a su zona de influencia, y contrarrestar el peso de la India, su rival histórico.

El gobierno pakistaní, que viene esforzándose para demostrar su compromiso con la “guerra contra el terrorismo”, enfrenta ahora una situación muy difícil. En el plano interno, su colaboración con Washington que ha transformado al país en base de operaciones militares norteamericana, es profundamente impopular y alimenta el accionar de diversos grupos islamistas. En el plano externo, el gobierno de Obama está exigiéndole respuestas sobre el rol del ISI en el encubrimiento de Bin Laden y varias voces del establishment político piden recortar la abultada ayuda económica, vital para Zardari.

A pesar de estas contradicciones Obama necesita la colaboración de Pakistán para su estrategia de retiro de Afganistán que consiste en reducir la presencia militar, poner en el eje en las acciones de contrainsurgencia y negociar con los sectores moderados de los talibán su integración al gobierno afgano. Este plan fue anunciado formalmente en febrero por la propia Hillary Clinton y ya hay negociaciones en curso. Los cambios anunciados por Obama en su gabinete que llevarían al actual director de la CIA como secretario de defensa y pondría al frente de la Central de Inteligencia al general Peatreus, alejándolo de Afganistán, serían funcionales a esta política. Con la desaparición de la escena de Bin Laden, Obama espera poder disimular la derrota que significa que los talibán vuelvan al poder después de casi 10 años de ocupación que costaron alrededor de 1 billón de dólares y de miles de bajas entre las tropas de la OTAN. Sin embargo, no está claro que este plan vaya a concretarse ni que el corrupto gobierno de Karzai pueda sostenerse sin el apoyo material de las tropas norteamericanas.

Crisis, guerras y procesos revolucionarios

La estrategia de Bush, continuada en lo esencial por Obama, de detener la declinación norteamericana a través de la “guerra contra el terrorismo” ha fracasado en restaurar la hegemonía incuestionada de la que gozó Estados Unidos, reforzada tras la desaparición de la Unión Soviética. Esta declinación se profundizó con el estallido de la crisis económica que dio lugar a la peor recesión desde la crisis de la década de 1930.

Aunque el presunto asesinato de Bin Laden coyunturalmente fortalezca la posición norteamericana, en el largo plazo este efecto no tiene bases sólidas. La opresión imperialista y de su aliado, el Estado de Israel con la complicidad de gobiernos corruptos y autocráticos y una aguda polarización social, hoy agravada por la crisis económica, contribuyeron al ascenso de diversas variantes islamistas a principios de esta década. Estas mismas condiciones son los motores profundos del proceso de movilización popular que hoy recorre el Norte de África y otros países árabes, en el que al Qaeda no tiene influencia.

Al Qaeda es una organización profundamente reaccionaria no solo por sus métodos de realizar atentados como los del 11S, cuyas víctimas son en su gran mayoría trabajadores que no tienen ninguna responsabilidad por los crímenes que cometen los gobiernos imperialistas, sino también por su programa de establecer estados teocráticos brutalmente opresivos al servicio de los intereses de la elite dominante, como mostró la estrecha relación de Bin Laden con la monarquía saudita y el imperialismo norteamericano hasta principios de la década de 1990. Y luego se mostró completamente impotente para enfrentar a los gobiernos árabes pronorteamericanos que decía combatir. No son pequeños grupos elitistas los que pueden producir cambios históricos sino la acción revolucionaria de las masas obreras y populares que después de décadas de restauración burguesa han comenzado a volver a la escena.

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