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Estrategia Internacional N° 18
Febrero 2002

MICHEL HUSSON: LAS LECCIONES DEL CAMBIO DE COYUNTURA [1]

 

 

Michel Husson es economista y miembro activo de la LCR (Liga Comunista Revolucionaria) francesa. El artículo es de fecha 31 de agosto de 2001.

 

 

La coyuntura es muy a menudo la clave de los debates teóricos. Por eso, el giro al cual asistimos es apasionante: permite aclarar con una luz nueva algunas cuestiones sobre la evolución del capitalismo concreto.

 

El ciclo «high tech» no es ni eterno, ni universal

 

La primera de estas cuestiones trata sobre la fase de crecimiento de los Estados Unidos que, es lo que se supone, anunciaría una «Nueva Era» que debería: 1) instalarse en el tiempo y  2)  extender sus beneficios al conjunto del mundo. Es manifiesto que este ciclo «high tech» no estaba destinado a durar, y todavía menos a generalizarse.

El fundamento objetivo de estos pronósticos eufóricos fue el crecimiento de la productividad del trabajo en Estados Unidos. Esta evolución es indiscutible, pero todo nos lleva hoy a pensar que este aumento de la productividad fue un salto cíclico, logrado con un esfuerzo masivo de inversiones. La «Nueva Era» a la cual se hace referencia en Estados Unidos es en realidad muy joven. En efecto, el ciclo actual no es para nada excepcional en su primera mitad (1991-1995) y su configuración inédita proviene de un salto que produjo un dinamismo acrecentado del crecimiento entre 1996 y hoy en día.

Este período es demasiado corto para discernir lo efectivamente nuevo en el desarrollo de este ciclo. Y nada, por el momento, permite decir que esta fase, ciertamente excepcional, prefigura otra cosa que un ciclo que parece acabarse a principios de 2001.

Si tomamos en cuenta el crecimiento de la productividad como variable que sintetiza esta novedad, esta puede ser explicada por las determinaciones habituales, como el alza de la tasa de inversiones. Por otro lado, la aceleración de la productividad remite también al ciclo de productividad. ¿De qué se trata? En Estados Unidos como en todas partes, la productividad aumenta más rápido cuando el crecimiento es más fuerte, porque es la ocasión de volver a tomar mano de obra y de introducir más rápido los equipamientos portadores de innovación. En el periodo reciente, este vínculo entre productividad y crecimiento es muy estrecho. Pero esto quiere decir que las ganancias productividad deben desacelerarse si el crecimiento disminuye al mismo tiempo que las inversiones. En pocas palabras, de ahora en adelante, la interpretación más verosímil consiste en decir que el aumento de productividad actual es el producto de circunstancias peculiares (crecimiento sostenido y esfuerzo de inversión) y que podría evaporarse si el ritmo de crecimiento se vuelve más moderado, y si se pone de manifiesto que el esfuerzo de inversiones no puede ser mantenido en forma perdurable con un ritmo tan elevado.

 

Composición orgánica y disminución del precio relativo

 

Llegamos entonces a una segunda cuestión decisiva que apunta a una eventual sobreacumulación de capital. Si hay que hacer inversiones masivas para obtener ganancias de productividad superiores, ¿no será el resultado positivo compensado por una sobrecarga de capital? Uno de los argumentos puestos de relieve por los optimistas es la baja del precio relativo de los  equipamientos que permite invertir más pagando menos. Esta distinción merece ciertas explicaciones ya que aborda una esfera que es causa de muchas controversias y que remite a la doble naturaleza del capital. Este es, a fin de cuentas, una relación social, diría Marx. Pero, hasta considerado desde el ángulo del sentido común, la noción de capital es compleja. En tanto factor de producción, como dicen los neoclásicos, es un conjunto de medios de producción, digamos un parque de máquinas. Pero no es solamente eso, porque las máquinas fueron compradas para producir, no mercancías (que no son otra cosa que un intermediario) sino una ganancia para el capitalista que las posee. El capital es entonces una inversión, una cantidad de dinero que debe ser valorizada, es decir producir una ganancia. La regla del juego supone que esa ganancia sea, más o menos, proporcional al monto comprometido, en función de una tasa de ganancia general. Pero eso depende de la eficacia y de la capacidad productiva de las máquinas que no se mide en dólares o en francos. El progreso técnico permite, en efecto, poner en funcionamiento nuevas máquinas  (o nuevos procesos de producción) que permiten un mismo nivel de producción con una inversión de capital inferior.

El problema planteado ahora es un problema conceptual: para analizar la evolución de la tasa de ganancia, hay que descomponer el valor invertido entre volumen de capital y precio. Si el capital estuviese compuesto de máquinas totalmente idénticas, esta descomposición no sería un problema. En la contabilidad de cada empresa figuraría la cantidad de máquinas, valorizadas en función del precio de compra. Las cosas son más complicadas porque la naturaleza de las máquinas cambia: las máquinas de escribir son reemplazadas por computadoras, las máquinas se perfeccionan, son cada vez más precisas y más eficientes.

Así como lo explica muy bien Patrick Artus, “la ‘nueva economía’ no se transformará en ciclo tecnológico a largo plazo a menos que la aceleración de la productividad global de estos factores prosiga”2. Ahora bien, este fenómeno no está muy definido, porque el escalón franqueado por la productividad del trabajo fue en parte compensado por el incremento de capital. Desde este punto de vista, el ciclo high tech presenta una combinación que no es necesariamente óptima desde el punto de vista de la ganancia.

Desde la mitad de los años 80, la economía de los Estados Unidos está marcada por un aumento regular de la «productividad» del capital, es decir por una disminución del volumen de capital por unidad producida. Durante este mismo período, el salario real y la productividad del trabajo progresaban a un ritmo bastante débil, ligeramente inferior al 1%. En estas condiciones, la tasa de ganancia se restablece regularmente debido al ahorro de capital3. La «nueva economía» turba este esquema introduciendo un suplemento de productividad del trabajo; pero este último resulta costoso desde el punto de vista del incremento de capital, y es acompañado por crecientes riesgos de reivindicaciones salariales. Al contrario de las teorizaciones apresuradas e impresionistas de un Aglietta4, no queda establecido que el ahorro de capital sea una característica duradera de la «nueva economía».

 

El consumo de los hogares

 

El crecimiento registrado en Estados Unidos entre 1995 y 2000 se apoya antes que nada, en una progresión sostenida del consumo privado. Este notable dinamismo plantea, sin embargo, varios problemas, y el primero es la disminución considerable de la tasa de ahorro de las familias. En efecto, el consumo de las familias no aumenta sólo porque los ingresos aumentan, sino también porque les dedican una parte creciente de los ingresos disponibles al consumo. En 1993, las familias americanas consumían el 91% de sus ingresos, y el 100% en el 2000. Como comparación, la tasa de ahorro, definida de la misma manera, es del orden del 15% en Francia.

Viéndolo más de cerca, dos fenómenos simétricos pueden explicar el buen mantenimiento del consumo. Del lado de las familias más ricas, el consumo está incentivado o estimulado por el despegue de la Bolsa y de los ingresos financieros. Podemos distinguir un efecto de riqueza y un efecto de ingresos. El efecto de riqueza se basa en un elemento virtual: se consume una mayor parte de sus ingresos, en la medida en que se ve que el patrimonio financiero toma valor. Este efecto puede combinarse con un efecto de ingresos, si los intereses y dividendos completan las otras formas de ingresos para dinamizar el consumo; en este último caso, no hay obligatoriamente aumento de la proporción de los ingresos consumidos. Finalmente, en la otra punta de la escala de los ingresos, las familias más pobres no están totalmente mantenidas aisladas del boom del consumo. El endeudamiento global de las familias aumenta rápidamente, ya que pasó del 85% al 100% de sus ingresos durante los años 90; en 1999, representa tres veces más que la deuda de los países del Sur y del Este. En estas condiciones, el vigor del crecimiento no es para nada sorprendente pero tendría que quedar en claro que no mantiene más que una ligazón indirecta con la «nueva economía». La ausencia de inflación, obedece a factores clásicos: baja de los costos unitarios (las ganancias de productividad sobrepasan la débil progresión del salario real) y la baja del precio de las importaciones, gracias al incremento del dólar.

Nuestra investigación desemboca entonces en un nuevo enigma: ¿si las familias no ahorran más, quién financia la acumulación? Esta pregunta es aún más turbadora porque el despegue del consumo coincide con un boom de inversiones. Llegamos aquí a los limites de la «nueva economía», que por más nueva que uno quiera que sea, no puede sin embargo permitir que una economía pueda vivir por encima de sus medios, consumiendo e invirtiendo más de lo que produce. Aquí, otra vez, no es muy difícil de encontrar la explicación: el flujo de capitales europeos o japoneses que financió el salto adelante de las inversiones. Este estimuló las ganancias de productividad y permitió que Estados Unidos reafirmara su supremacía tecnológica. La buena salud de la economía americana sirvió después para atraer todavía más capitales. La bomba está activada y este proceso crea un impresionante déficit de la balanza corriente: 200 mil millones de dólares en 1998, 300 en 1999, 400 en 2000. Todo esto no impide que el dólar se aprecie, provocando el retroceso del euro. El dominio imperial que ejercen los Estados Unidos sobre el resto del mundo convalida a posteriori los déficits que ningún otro país hubiera podido soportar.

¿Donde está la «nueva economía» en este esquema? Las cosas hubieran sido diferentes si, efectivamente, las nuevas tecnologías se autofinanciaran por ganancias de productividad inmediatas. Además, si tal fuera el caso,  ¿por qué no se asistió a un fenómeno idéntico en Europa? Esta diferencia muy marcada -boom de las inversiones en Estados Unidos, simple recuperación cíclica en Europa- no puede entenderse sin remarcar que son los beneficios europeos los que financian las inversiones en Estados Unidos. La fase de acumulación actual en Estados Unidos es, a fin de cuentas, de naturaleza imperialista, porque es el resultado de la capacidad de acumular en la potencia dominante el plusvalor producido en otra parte.

Una cosa, en todo caso, tendría que ser evidente: este tipo de modelo no es exportable y no puede definir una nueva y larga onda para el conjunto de la economía mundial. Corresponde más bien a una captación del crecimiento potencial por la potencia dominante. El simple examen de Japón, ex-modelo, bastaría para ilustrar esta tesis. No hay nada más falso y más ridículo, en consecuencia, que la posición que consiste en esperar la entrada de Europa en la «Nueva Era» y hacer que esa entrada dependa  solamente de un esfuerzo de recuperación tecnológica.

 

Las contradicciones del capitalismo no tienen soluciones tecnológicas

 

En la literatura de la nueva economía, la ligazón entre nuevas tecnologías y productividad es obvia. Se hacen pseudo debates, por ejemplo, sobre la llamada «ley de Moore» : el fundador de Intel había previsto que la densidad de un chip de silicona se duplicaría cada 12 meses. Es cada 18 meses, pero es seguramente fantástico. ¿Y después? El planteamiento de esta ley es típico de la retórica sobre la nueva economía que mezcla alegremente pseudo ciencia y argumento publicitario. La microcomputadora aumenta de manera extraordinaria la productividad del trabajo humano, particularmente del trabajo llamado intelectual. Es totalmente exacto, pero ¿podemos por lo tanto decir que la productividad de los usuarios de computadoras se duplica cada 18 meses? Claro que no, aún más porque el desarrollo de la potencia de las computadoras está acompañado por un monopolio sobre los programas, destinado en el fondo a mantener constante el precio real medio de un equipo standard. El crítico informático de Business Week había tenido sobre este tema una linda fórmula para saludar la velocidad inútil del procesador Pentium III de Intel: «un chip más rápido no lo hará tipear más rápido o pensar más rápido»5. Con este tipo de ejemplo podemos ver qué tipo de deslizamiento se opera: mezclamos la potencia productiva o la velocidad de la máquina con la productividad del trabajo humano, como si duplicando la primera se obtuviera un efecto proporcional sobre la segunda. Es un fetichismo tecnológico que consiste en proyectar mecánicamente sobre el ser humano la proeza de la técnica.

Una de las características más llamativa de las ganancias de productividad obtenidas en Estados Unidos es la manera en que se concentraron extraordinariamente, no sólo en las industrias de tecnologías de comunicación, sino también en la sola industria de la informática que representa solamente el 1% del conjunto de la economía. Los resultados de Robert Gordon muestran que, fuera de este sector, la productividad no aumentó más rápido entre 1995 y 1999 que entre 1972 y 19956. Gordon da vuelta el argumento sobre la baja de los precios de equipamientos para deducir de ello que la utilidad marginal de la potencia suplementaria de las computadoras bajó. Los efectos de la informatización irían disminuyendo y lo esencial estaría ya detrás nuestro.

Internet no estimuló la venta de computadoras, cuya progresión se explica por la baja de los precios relativos. Los servicios que cumplió Internet son indiscutibles, pero se desarrollaron tomando el lugar de actividades ya existentes, hasta duplicándolas.

 

Detrás de los bastidores de la tecnología

 

Otra manera de cuestionar la ligazón entre innovaciones tecnológicas y ganancias de productividad es mostrando que estas últimas son el resultado de métodos muy clásicos de intensificación del trabajo y de aumento del grado de explotación de los trabajadores. Tomemos el ejemplo del B2B (Business to Business) que designa la utilización de Internet en las relaciones entre empresas. Esta innovación tecnológica, emblema de la «nueva economía», lograría ahorros en los gastos estimados a una media del 5% en los sectores directamente involucrados y del 3 o 4 % después de la difusión de estas reducciones de precio al conjunto de la economía por el juego de intercambios inter-ramas. Esto parece muy poco, sobretodo porque la reducción de precio se obtiene solamente a largo plazo, en la práctica, sobre la próxima década. «La montaña da a luz a una laucha»7 pero, como lo explican los analistas de Goldman Sachs8, se trata solamente del efecto precio inicial, que después va a estimular la demanda y, por lo tanto, el crecimiento.

Aquí otra vez, nada nuevo bajo el sol: en toda época, el capitalismo basó su dinamismo sobre el ahorro de tiempo de trabajo. No deja de bajar los gastos. Pero nada de esto crea automáticamente crecimiento, contrariamente a los esquemas simplistas de Goldman Sachs. Primero, es necesario que la disminución de los gastos tenga repercusiones en los precios, lo que no queda excluido sin ser, tampoco, automático. Después, es necesario que estas disminuciones de precio provoquen a su vez un crecimiento de la demanda, lo que depende de la adecuación entre demanda efectiva y estructura de la oferta. Una de las características del capitalismo contemporáneo es precisamente la disminución de la elasticidad del consumo del mercado en relación a los gastos: es necesario bajar enormemente los gastos para ampliar las ventas.

Lo esencial de la crítica no reside en eso sin embargo. Si se analiza más de cerca la lógica del B2B o de los pedidos directos del consumidor a las empresas, vemos que Internet desempeña sólo un papel accesorio en la génesis de ganancias de productividad. Tomemos el ejemplo de la venta on line, que, por lo que parece, tendería a generalizarse en la industria automotriz en Estados Unidos. Por ejemplo, conectándose al portal de Dell, uno puede definir el modelo de computadora deseado, con todas las opciones posibles. Pero podríamos también imaginar un formulario publicado en las revistas especializadas, idéntico al que se encuentra en línea, y donde uno apuntaría sus preferencias. Lo mandaríamos de vuelta por el correo, o por fax. La diferencia con lo instantáneo de Internet es de un día hábil.

Lo que sigue, depende esencialmente de la cadena de montaje y de la capacidad de poner en práctica una fabricación modular. Podemos admitir que el abastecimiento en piezas sueltas se haga en B2B. Internet intervendría de nuevo, efectivamente, pero la viabilidad del conjunto dependería, a fin de cuentas, de circuitos de abastecimiento materiales, que deben permitir entregar, cumpliendo con plazos muy cortos, los procesadores, las pantallas y los teclados. La factibilidad del conjunto no está garantizada por el uso de Internet que toma solamente en cuenta los flujos de mercaderías. Estos deben circular bien en el otro sentido, porque la inmaterialidad tiene límites. Pero esto depende del grado de intensificación del trabajo y de los transportes. Lo esencial de las ganancias de productividad no procede entonces de la utilización de Internet sino de la capacidad de hacer trabajar a los asalariados en horarios ultraflexibles (en el día, la semana o el año, en función del tipo de producto) y de intensificar y hacer más fluidas las redes de abastecimiento, con primas para el reparto individual y el transporte por ruta.

Aquí reside una hipótesis de trabajo esencial, que consiste en decir que las nuevas tecnologías no son, en sí mismas, una fuente de productividad cualitativamente nueva. Pero sí provocan ganancias de productividad considerables, obtenidas por un proceso de externalización de los gastos que no es tampoco nuevo. El «stock cero» es una norma de gestión que fue introducida hace unos 10 años y a la cual las nuevas tecnologías dieron un nuevo impulso. Pero es en gran parte trasladando el costo de almacenamiento a las condiciones de trabajo, que se alcanza este objetivo.

Pasamos de una organización donde los horarios son fijos y donde los «stocks» permiten ajustar los flujos de producción a las fluctuaciones de la demanda a una organización efectivamente nueva, donde los «stocks» están reducidos a lo mínimo y donde el ajuste se hace por flexibilización o anualización del tiempo de trabajo. Las nuevas tecnologías hacen más fácil esta mutación, pero la fuente de economía de gastos reside a fin de cuentas en la intensificación y la flexibilización del trabajo.

La otra novedad que hace posible el «stock cero» y el «justo a tiempo» es la intensificación de los transportes. Aquí también se puede hablar de externalización: los plazos de abastecimiento, o la menor variedad de elección asociados a una organización clásica (grandes volúmenes de entrega y de almacenamiento) están sobrepasados, pero, haciendo pagar las ventajas privadas (para los productores pero también para los consumidores) por gastos sociales más importantes: densificación de las redes de rutas, embotellamiento, polución, etc. Aquí también las nuevas tecnologías son totalmente accesorias como lo demuestra la propia historia de estos principios de gestión, ya que las fábricas japonesas donde se inventó el «stock cero» utilizaban como vector de información unas fichas de cartón que no se pueden calificar de «nueva tecnología». Que una red electrónica sea más reactiva y más potente es una cosa evidente; pero lo que importa es saber si la organización productiva, logra continuar. Se puede tener confianza en los nuevos empresarios para reducir al máximo sus gastos y para imponer sus reivindicaciones extravagantes sobre la organización del trabajo: es obvio que se debe funcionar las 24 horas para estar realmente conectado y que hay que adaptarse a las fluctuaciones bruscas de la demanda. Pero, también en estas condiciones, parece evidente que muchos proyectos no son rentables y terminarán como su famoso predecesor, boo.com. Las entregas a domicilio de productos de almacén sin sobreprecio, a partir de un catálogo bastante amplio son, por ejemplo, un sin sentido económico, al menos de imaginar que puedan irrumpir masivamente sobre la distribución clásica, sin alza creciente de los precios. Este asalto de escepticismo será probablemente, en parte, desmentido. Es posible que los negocios virtuales reemplacen poco a poco a los supermercados y que nubes de repartidores sirvan a domicilio. Pero una cosa queda en claro: son los argumentos más clásicos de rentabilidad que decidirán la viabilidad de estas nuevas empresas y no el recurso en sí de las nuevas tecnologías. Por lo tanto, todo debate sobre la «nueva economía» está sometido a una representación ideológica de la técnica, que siempre se interpone al estudio razonado de lo que es realmente nuevo. Esta ideología es tanto más poderosa en cuanto se basa en la fascinación que ejercen las nuevas tecnologías, efectivamente prodigiosas. Pero, entonces, desvía todas las interpretaciones en un sentido de subestimación sistemática del papel de los procesos de trabajo. Que sea deliberado o no, el resultado está alcanzado cuando lo que se pone en juego socialmente con las nuevas tecnologías es empujado detrás de los bastidores, al mismo nivel que viejos interrogantes sin ningún interés. Así se fabrica una representación del mundo donde los trabajadores de lo virtual devienen el arquetipo del asalariado del siglo XXI, mientras que la puesta en pie por el capital de nuevas tecnologías produce por lo menos tantos empleos de obreros especializados como de informáticos. A pesar de todos los discursos grandilocuentes sobre el “stock options” y la asociación de estos nuevos héroes del trabajo intelectual a la propiedad del capital, las relaciones de clase fundamentales son siempre desfavorables al trabajo. La desvalorización permanente del estatuto de las profesiones intelectuales, la descalificación ininterrumpida de los oficios del conocimiento, tienden a reproducir el estatuto de proletario más clásico, y se oponen así totalmente a los esquemas ingenuos del aumento universal de las calificaciones y de emergencia de un nuevo tipo de trabajador.

 

No existe «nuevo crecimiento»

 

El debate sobre la nueva economía coincide obviamente con el de la nueva fase de crecimiento en la cual habríamos entrado. Es difícil proponer un análisis del capitalismo contemporáneo sin prestarse al juego de las previsiones. No huiremos pero procederemos multiplicando los enfoques sobre esta cuestión. El primero consiste en volver sobre los diagnósticos recientes.

Los principales errores de pronóstico conciernen principalmente al salto del fin de los años 90. Este último evitó que la crisis financiera de 1998 desemboque en una recesión generalizada y permitió que el euro pase sin problemas el plazo del 1 de enero 1999. En relación con un escepticismo anterior – por otro lado muy expandido – se trata de saber si esta retractación significa la entrada en una nueva fase con nuevas determinaciones estructurales o si se trata de un concurso de circunstancias. Si este fuera el caso, la economía mundial se habría beneficiado de una bocanada de aire fresco pero, en lo esencial, las contradicciones y dificultades no resueltas serían mantenidas y destinadas a reaparecer.

Es la segunda interpretación la que nos parece ser la exacta. Los factores que permitieron evitar el hundimiento de la economía mundial y fuertes tensiones alrededor del euro son, en realidad, efectos paradójicos de la crisis financiera de 1998. La vuelta de los capitales a las plazas financieras de Estados Unidos y de Europa, por un lado, y la baja de los precios (con la excepción más reciente del petróleo), por otro lado, cambiaron el perfil coyuntural de Estados Unidos y de Europa. El ciclo high tech americano fue estimulado por un flujo masivo de capitales que explica porqué el dólar subió al mismo tiempo que el déficit comercial se profundizaba, mientras que la economía europea era estimulada por la baja de los precios, y después por la ayuda que le dio la disminución de la inflación a la demanda interna. Este ordenamiento inesperado, que se refleja en la baja del euro en relación con el dólar, no remite entonces a mutaciones estructurales, sino al emplazamiento inesperado de una configuración, de la cual se puede pensar que no será sostenible mucho tiempo. Pero antes de explicar este pronóstico, conviene volver sobre un marco teórico de conjunto.

 

Una crisis sistémica

 

Para que el capitalismo funcione con relativa armonía necesita ganancias suficientes y poder vender sus mercancías. Pero esto no es suficiente y una condición suplementaria sobre la forma de esta venta debe ser satisfecha: tiene que corresponder a sectores susceptibles, gracias a las ganancias de productividad inducidas, de hacer compatibles un crecimiento sostenido con una tasa de ganancias sostenida. Nuestra tesis de fondo es que esta inadecuación es constantemente cuestionada por la evolución de las necesidades sociales. En la medida en que el congelamiento salarial se impuso como medio de restablecer ganancias en Europa, el crecimiento posible de nuevos mercados estaba a priori descartado. Pero no es la única razón: hay que buscar más bien en los límites del volumen y del dinamismo de estas nuevas ventas. La multiplicación de bienes innovadores no fue suficiente para constituir un nuevo mercado de un volumen tan considerable como la industria automotriz que acarreaba con ella no solamente la industria del automóvil, sino también los servicios de mantenimiento y las infraestructuras de rutas y urbanas. La extensión relativamente limitada de los mercados potenciales no fue tampoco compensada por el crecimiento de la demanda. Faltaba, desde este punto de vista, un elemento de cierre del círculo importante que debía llevar las ganancias de productividad a progresiones rápidas de la demanda en función de las bajas de precios relativas inducidas por las ganancias de productividad. Hay que citar aquí los trabajos de Appelbaum y Schettkat9 que muestran de manera convincente que el pasaje del pleno empleo al desempleo es el producto del «mismo proceso de desarrollo endógeno». Su análisis se basa en el hecho que la elasticidad de la demanda de numerosos bienes de consumo durables en relación a los precios, se aflojó con el tiempo a medida que las familias se volvían más prósperas y, por lo tanto, habían acumulado más de esos bienes.

Asistimos después a un desvío de la demanda social, desde los bienes manufacturados hacia los servicios, que no se corresponde a las exigencias de acumulación del capital. El desplazamiento se hace hacia zonas de producción (de bienes y de servicios) con débil potencialidad de productividad. En la trastienda del aparato productivo también los inputs (entradas) en servicios ven aumentar su proporción. Nuestra tesis es que esta modificación estructural de la demanda social es una de las causas esenciales de la disminución de la productividad y que ésta hace más excepcional las oportunidades de inversiones rentables. No es porque la acumulación disminuyó que la productividad se desaceleró. Al contrario, es porque la productividad -como indicador de ganancias anticipadas- disminuyó que la acumulación, a su vez, es desalentada y que el crecimiento está contenido, con, a su vez, efectos suplementarios sobre la productividad. Otro elemento a tener en cuenta es también la formación de una economía realmente mundializada que, confrontando las necesidades sociales elementales del Sur con las normas de competitividad del Norte, tiende a eliminar a los productores (y por lo tanto las necesidades) del Sur. En estas condiciones, la distribución de ingresos no es suficiente, si estos se gastan en sectores en los cuales la productividad – inferior o menos rápidamente creciente – viene a pesar sobre las condiciones generales de la rentabilidad. Como la transferencia no es frenada o compensada en razón de una relativa saturación de la demanda adecuada, el salario deja en parte de ser una salida de acompañamiento, y tiene, entonces, que estar congelado. La desigualdad de la repartición, a beneficio de capas sociales acomodadas (a nivel mundial igualmente) representa entonces, hasta cierto punto, una salida para la cuestión de la realización de la ganancia.

Si el hundimiento del capitalismo en una fase depresiva es el resultado de un alejamiento creciente entre la transformación de las necesidades sociales y el modo capitalista de reconocimiento y de satisfacción de estas necesidades, entonces el perfil particular de la fase actual moviliza, a lo mejor por primera vez en su historia, los elementos de una crisis sistémica del capitalismo. A lo mejor este último ¿agotó su carácter progresista en el sentido que su reproducción pasaría de hoy en adelante por una involución social generalizada? Podemos en efecto hacer la hipótesis que el capitalismo ve restringirse – al menos de manera provisoria– sus posibilidades de ajuste, en sus diversas dimensiones, tecnológica, social y geográfica.

En el plano tecnológico, la interpretación propuesta aquí de la «paradoja de Solow» sugiere que existe un progreso técnico autónomo latente acompañado por importantes ganancias de productividad virtuales. Pero la movilización de estas potencialidades choca contra un triple límite: insuficiencia de acumulación, imbricación creciente entre industria y servicios e insuficiente dinamismo de la demanda. La tecnología, no permitiendo más modelar la satisfacción de las necesidades sociales bajo la especie de mercancía con fuerte productividad, la adecuación con las necesidades sociales está cada vez más amenazada y la realización es solamente posible con una desigualdad creciente de los ingresos. Es por eso que, en su dimensión social, el capitalismo es incapaz de proponer un «compromiso institucionalizado» aceptable, es decir un reparto equilibrado de los frutos del crecimiento. Reivindica, de una manera totalmente contradictoria en relación con el discurso elaborado durante la «Edad de oro», la necesidad de la regresión social para sostener el dinamismo de acumulación. Parece ser incapaz, sin modificación profunda de las relaciones de fuerza, de volver, por él mismo, a un reparto equilibrado de la riqueza.

En fin, desde el punto de vista geográfico, el capitalismo perdió su vocación de expansión sin limites. La apertura de los mercados potenciales después de la caída del Muro de Berlín, no constituyó el nuevo Eldorado imaginado, y, por lo tanto, tampoco el «choque exógeno» salvador. La estructuración de la economía mundial tiende a reforzar los mecanismos de selección y  eliminación, obligando a los países del Sur a un imposible alineamiento sobre las normas de hiper-competitividad. Cada vez más, la figura armoniosa de la Tríada fue remplazada por relaciones conflictivas entre los tres polos dominantes. El dinamismo reciente en Estados Unidos no constituye las bases de un régimen de crecimiento que podría después ser reforzado extendiéndose al resto del mundo. Sus contrapartidas son cada vez más evidentes y aparecen bajo formas de ahogamiento del crecimiento en Europa y, todavía más, en Japón. Es por eso que el próximo retorno cíclico será probablemente acompañado de un aumento de las tensiones entre los polos dominantes de la economía mundial, y de una inestabilidad más importante de ésta.

En pocas palabras, las posibilidades de remodelación de estas tres dimensiones (tecnológica, social, geográfica) susceptibles de ofrecer el marco institucional de una nueva fase expansiva parecen ser limitadas y esta larga onda está destinada a estirarse en el débil crecimiento. Para retomar una famosa fórmula, el fordismo representó seguramente «el estadio supremo del capitalismo», lo mejor que tenía para ofrecer. El hecho que retire ostensiblemente esta oferta es una muestra de su parte, de la reivindicación de un verdadero derecho a la regresión social. Esta identificación de los obstáculos lleva a pensar que la recuperación económica reciente tiene una naturaleza cíclica y no prefigura por lo tanto una nueva fase de expansión sostenida.

 

¿El crack que llega?

 

Pudimos ver porqué el modelo americano es difícilmente generalizable. La verdadera pregunta es si es duradero. Sobre este punto, la respuesta debería ser claramente negativa: ni la diferencia entre cursos de la bolsa y ganancias reales, ni la diferencia entre consumo e ingresos, ni la diferencia entre importaciones y exportaciones, pueden durar de manera eterna. El modelo no es estable en el sentido que cada una de estas tres diferencias tiene que profundizarse a medida que se confirma el crecimiento. En efecto, no se trata solamente de mantenerlos en su nivel actual sino de permitir que se profundicen constantemente. Pero más el tiempo pasa, más estas diferencias serán difíciles de tolerar, y después de reabsorber. Esta es una de las paradojas más impactantes de la supuesta «nueva economía»: más registra logros, más hace plausible el escenario de catástrofe de la corrección severa, del aterrizaje brutal (hard landing) contrapuesto al aterrizaje suave (soft landing). A fin de cuentas, la euforia alrededor de la «nueva economía» tiende a relativizar la importancia de estos derroteros a la deriva. Se pueden pensar dos tipos de escenarios para el giro. El primero es el de un agotamiento del ciclo high tech en los mismos Estados Unidos. Es la tesis de Michael Mandel10 que merece ser tomada en cuenta más aún porque proviene de un economista que había contribuido a lanzar el concepto de «nueva economía» en Business Week. El ciclo de crecimiento en Estados Unidos se aparenta a una huida hacia delante, de manera que la más mínima inflexión hace correr el riesgo de poner en cuestión la prolongación de los dispositivos actuales. Los tres puntos de ruptura posibles corresponden a las tres diferencias señaladas más arriba y que pueden dar lugar al encadenamiento siguiente:

1) si las ganancias reales empiezan a disminuir, la huida hacia adelante de Wall Street no tiene la más mínima justificación y la corrección de la bolsa tiene que intervenir con un riesgo que las correcciones hacia abajo se conviertan en una bola de nieve;

2) si los ingresos financieros retroceden al mismo tiempo que las tasas de interés aumentan, el consumo de las familias va a derrumbarse y una parte de ellos, literalmente, va a caer en quiebra;

3) la desaceleración de la economía de USA va a disuadir la llegada de capitales y poner en cuestión el nivel del dólar.

 

¿Esperando la «Gran noche»?

 

Los análisis precedentes no tienen que ser entendidos como un «catastrofismo» que consiste en esperar una nueva Gran Crisis redentora ni a ligar las perspectivas de transformación social con el funcionamiento caótico del modelo. Nuestro pronóstico no es el de un crack final, sino más bien el de un hundimiento progresivo, a la manera japonesa.

Sin embargo, todo el mundo puede equivocarse. Admitamos que el capitalismo se instala de manera duradera sobre el camino de un fuerte crecimiento, claramente desigual y antisocial, pero que, desde su punto de vista y sus criterios, representa una fase expansiva con ganancias elevadas y acumulación de capital dinámico. Como economistas, tendremos que soportar el descrédito del error, pero eso no cambiará en nada nuestras convicciones anticapitalistas. Estas no dependen de que el capitalismo no funciona bien, sino de que representa un sistema económico, social y ecológico detestable.

Una proposición como ésta se distingue de otra, claramente formulada por François Chesnais: «Si las fuerzas productivas siguen creciendo, a pesar de todas las exhortaciones morales, las razones por las cuales comprometerse en la acción política revolucionaria son excesivamente débiles. Algunos contestarán que la realidad de la explotación es una razón suficiente, pero esto no es algo para nada seguro. Si el capitalismo es todavía capaz de desarrollar las fuerzas productivas, la explotación es entonces solamente la contrapartida del progreso, y sobretodo se convierte en aprovechable. Aquí está el fundamento de las nuevas formas del reformismo que conocemos hoy, a las cuales el menor embellecimiento de la coyuntura da un gran vigor»11. No compartimos esta apreciación. En un principio, no permite entender porqué los años de expansión pueden haber sido marcados por un incontestable desarrollo de las fuerzas productivas y, a la vez, por episodios revolucionarios o prerrevolucionarios. Si aceptamos el principio de Chesnais, no podemos entender porqué era más fácil ser anticapitalista en la época de la «Edad de oro» que hoy cuando, es manifiesto, el capitalismo no está funcionando muy bien. O si no, habría que demostrar que se «pudre» desde el fin de los años treinta. Esto, por otro lado, lleva lógicamente a Chesnais a negar la disminución de la productividad como fenómeno mayor de la periodización del capitalismo12 y a darle el papel principal al parasitismo financiero.

Pero es tomar el efecto por la causa: la financierización es el síntoma de un funcionamiento regresivo del capitalismo contemporáneo y no un atributo del cual se lo podría librar.

No nos oponemos al capitalismo solamente en la medida en que es ineficaz y esta gangrenado por las finanzas. Es más o menos exactamente lo contrario: estamos opuestos al capitalismo porque es para nosotros un obstáculo para el tipo de desarrollo que nos parece deseable y sostenible. Estamos en contra de los principios de eficacia del capitalismo, por otros principios de eficacia que reúnan criterios más amplios que la sola rentabilidad. Las críticas que hacemos en contra del capitalismo y el proyecto que llevamos no están indexados por la coyuntura. La gran cuestión de saber si el capitalismo puede o no entrar en una nueva fase de expansión sostenida es importante, pero nuestro anticapitalismo no depende de esa respuesta. No tenemos que fabricar pronósticos pesimistas porque serían necesarios para una postura radical. Nuestra crítica es todavía más profunda. Lo que parece ser seguro es que, recesiones sucesivas o expansión duradera, el capitalismo contemporáneo es por esencia un sistema socialmente regresivo, en el cual las desigualdades son una pieza maestra, y que no puede ser un éxito si no divide y excluye. El capitalismo puede desarrollar las fuerzas productivas, hacer ganancias e invertirlas y reconciliarse con la buena salud, y, sin embargo, no introducir más justicia social. Al mismo tiempo, un economista radical tiene que, obviamente, insistir sobre las contradicciones que están en juego, mostrar el otro lado siniestro del éxito y de la euforia. Ya hay aquí razones suficientes para sugerir que cambiar el sistema sería una buena idea en la cual tenemos que pensar. Son estas razones las que animan nuestra posición, que orientan nuestro proyecto, independientemente de los índices de las bolsas. Nuestra tesis, se habrá entendido, no es que el capitalismo va inevitablemente a derrumbarse. Es que su modo de funcionamiento actual es por esencia antisocial y que sus logros futuros serán exactamente proporcionales a su capacidad de imponer un modelo basado sobre las desigualdades crecientes. Esto es suficiente, así nos parece, para ser anticapitalistas.

 

1 Esta contribución sintetiza y actualiza el análisis presentado en Michel Husson, Le grand bluff capitaliste, Editions La Dispute, 2001.

2 Patrick Artus, La nouvelle Economie, La Découverte, 2001.

3 Gérard Duménil y Dominique Lévy, Crise et sorties de crise, PUF, 2000.

4 Ver por ejemplo el postfacio de la reedición de 1997 de su libro (editado en 1976) : Régulations et crises du capitalisme, Odile Jacob.

5 Stephen Wildstrom, «Pentium III: Enough Already?», Business Week, 22 de marzo 1999.

6 «Work in progress», The Economist, 24 de julio 1999.

7 Expresión francesa que se utiliza para decir que grandes proyectos no llegan a ningún resultado.

8 Goldman Sachs, Global Economics Weekly, 9 de febrero 2000.

9 Eileen Apelbaum y Ronald Schettkat, «Emploi et productivité dans les pays industriels», Revue internationale du travail, vol. 134 n° 4-5, 1995.

10 Michael Mandel, «The next downturn», Business Week, 9 de octubre 2000.

11 «Propositions pour un travail collectif de renouveau programmatique», Carré Rouge n°15-16, noviembre 2000.

12 Ver nuestro articulo : «Contre le fétichisme de la finance», Critique communiste n° 149, 1997, y la respuesta de François Chesnais : «Les dangereux mirages de la relative fonctionnalité de la finance», Critique communiste, n° 151, 1998. Ver Michel Husson, «Contra el fetichismo financiero», Razón y Revolución, n° 5, otoño de 1999, Buenos Aires.

 

 

   

 

   
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