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Pakistán

¿La tercera guerra de Obama?

07/05/2009

El 6 de mayo, mientras en Washington se realizaba la llamada “cumbre tripartita” entre los presidentes Barak Obama (Estados Unidos), Hamid Karzai (Afganistán) y Asif Zardari (Pakistán), invitados por el presidente norteamericano para exigirles mayor colaboración con las tropas de la OTAN en los combates contra los talibán y al Qaeda, se conocía la noticia de que más de 150 afganos, la mayoría mujeres y niños según el informe de organizaciones humanitarias, murieron a causa del bombardeo aéreo que el 4 de mayo lanzaron las fuerzas de ocupación en la provincia de Farah.

Lejos de las ilusiones de los que pensaban que Obama iba a revertir la política de Bush y dar por finalizada la “guerra contra el terrorismo”, el llamado plan “Af Pak” –nombre con que se conocen las operaciones militares en Afganistán y Pakistán- no hace más que profundizar la ofensiva militar norteamericana en Asia Central, tratando de lograr una mayor cooperación, sobre todo del gobierno pakistaní, para enfrentar a los talibán y a otras milicias que han recrudecido sus ataques contra las tropas estadounidenses y amenazan con desatar una crisis de proporciones en Pakistán con repercusiones regionales impredecibles.

Opciones limitadas

Junto con la difícil situación en la que se encuentran las tropas imperialistas en Afganistán, donde los talibán y los llamados “señores de la guerra” han recuperado el control territorial de provincias enteras en el sur y el este, en el marco de una gran impopularidad de la ocupación, la otra gran preocupación para el gobierno de Obama es que la guerra se ha extendido al interior de Pakistán.

Aunque tanto Karzai como Zardari son pronorteamericanos, sus relaciones con Estados Unidos se han venido deteriorando a ritmo acelerado.

En el caso de Afganistán, H. Karzai que presidió un gobierno títere de la ocupación de la OTAN, perdió el favor del imperialismo que pretendía reemplazarlo en las próximas elecciones presidenciales que se realizarán en junio, a la vez que intentaba seducir a los talibán “moderados”, repitiendo la política de Bush en Irak. Sin embargo, Karzai no aceptó y se alió con un ex señor de la guerra, acusado de violaciones a los derechos humanos y narcotráfico, que lo acompañará como vicepresidente. El gobierno de Obama ya dio por descartado que va a lograr la reelección y tendrá que seguir negociando con Karzai, mientras encuentra figuras más potables.

En el caso de Pakistán el panorama no es mucho más alentador. Zardari viene siendo blanco de las críticas de la Casa Blanca por su política de negociar con los talibán, ya que el ejército es renuente a tomar una opción militar que no cuenta con un amplio apoyo popular. Tampoco parece aceptar la política norteamericana de abandonar su principal hipótesis de conflicto con la India, rival histórico de Pakistán, y reconvertirse en un ejército esencialmente entrenado para la contrainsurgencia y la guerra civil.

En las vísperas de la reunión, y tras una enorme presión por parte del gobierno norteamericano, el ejército pakistaní finalmente lanzó una ofensiva militar contra la zona del valle de Swat que había quedado bajo control de los talibán locales tras el acuerdo alcanzado en febrero pasado, y aprobado por el parlamento, por el cual el gobierno les concedió la implementación de la shariah (ley islámica), a cambio de que éstos cesaran sus ataques armados, al que Estados Unidos se opuso rotundamente.

La tensión fue en aumento luego que a mediados de abril, las milicias del talibán decidieron expandir su zona de influencia y tomaron por unos días el distrito de Burne, una zona de más de 1,3 millones de habitantes, a escasos 90 km de la capital, Islamabad.

Cuando se conoció la noticia de este nuevo avance de los talibán y ante una política inicialmente ambigua del gobierno local y nacional, la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, declaró que Pakistán se estaba transformando en una “amenaza para el mundo” y acusó al gobierno de estar “abdicando ante los talibán y los extremistas” e incluso llegó a plantear que Estados Unidos temía por el destino del arsenal nuclear de Pakistán si los talibán “derribaban al gobierno”. Esto a pesar de que los informes de inteligencia de Estados Unidos indicaban que no había posibilidades de que los talibán tomaran el poder.

Obama consideró públicamente al gobierno pakistaní como “frágil” e “incapaz de proveer los servicios elementales a la población o construir una base popular”. Incluso días previos a la cumbre de Washington la prensa norteamericana informaba abiertamente que el enviado especial de Estados Unidos Richard Hoolbroke había establecido contactos estrechos con el líder opositor, Nawaz Sharif.

Pero a pesar de estas contradicciones, Obama intentará por medio de una combinación de presión y dinero, que Zardari se comprometa más en el “combate contra al Qaeda” y que sea esencialmente el ejército pakistaní el que enfrente a las milicias locales, mientras que Estados Unidos continuará con sus bombardeos aéreos desde aviones no tripulados, una práctica muy impopular pero consentida por el gobierno de Pakistán. En ese sentido le prometió una ayuda para gastos no militares de 1.500 millones de dólares durante cinco años, además de 400 millones para entrenamiento de las fuerzas de seguridad que enfrentan a los talibán.

El plan de Obama es tratar de regionalizar el conflicto “Af Pak” y conseguir una mayor cooperación de Rusia y sobre todo de Irán para estabilizar la región.

Esta política que compromete cada vez más recursos norteamericanos tanto militares como económicos en la guerra de Afganistán y ahora de Pakistán, empezó a generar algunas dudas en el propio partido demócrata. Sin ir más lejos el representante por Wisconsin, David Obey, que preside la comisión del Congreso que aprueba los gastos federales, dijo que le “daría sólo un año a la Casa Blanca para mostrar resultados concretos y ligó en varias ocasiones el enfoque de Obama con los planes del presidente Richard Nixon para Vietnam en 1969” (NYT, 4-05-09).

¿Estado fallido?

El gobierno pronorteamericano pakistaní de Asif Zardari, uno de los principales millonarios del país, que heredó el liderazgo del Partido del Pueblo de Pakistán tras el asesinato de su esposa, Benazir Bhutto, en apenas un año ha perdido casi todo apoyo popular, en el marco de un sentimiento antinorteamericano que se profundiza con cada ataque militar que se cobra víctimas civiles.

El país atraviesa una profunda crisis económica, que amenazaba con transformarse en catastrófica y que durante los últimos dos años había desatado importantes movilizaciones de trabajadores. Según un informe reciente del Banco Mundial “la propia sustentabilidad de Pakistán como nación independiente puede estar en juego ya que la escasez puede llevar a un creciente descontento social y a una relación inarmónica entre la federación y las provincias” (Citado por Council on Foreign Relations, 5-5-09).

Para evitar el peor escenario, el FMI le facilitó un préstamo de 7.600 millones de dólares a fines de 2008 y Estados Unidos organizó una conferencia de “donantes” en Tokio el pasado 17 de abril y consiguió que Gran Bretaña, Japón, Arabia Saudita, Corea del Sur y otros “amigos de Pakistán”, comprometieran una ayuda de 5.300 millones de dólares (The Economist, 30-4-09).

Esto a pesar de que el país recibió de Estados Unidos unos 10.000 millones de dólares en ayuda militar más cantidades no especificadas para gastos de inteligencia en los últimos siete años. A esto se suma el hecho de que el gobierno sufrió una derrota contundente en el enfrentamiento que mantuvo con el ex presidente Nawaz Sharif, que lidera el principal partido de oposición, la Liga Musulmana de Pakistán.

El ejército y los servicios de inteligencia del país, el ISI, mantienen relaciones históricas con los talibán, que como recordó recientemente Hillary Clinton, se remontan al combate contra las tropas soviéticas en Afganistán, cuando contaban con el apoyo financiero y militar de Estados Unidos.

Además de contar con una importante clase obrera que ha venido protagonizando huelgas contra los efectos de la crisis económica, Pakistán está profundamente dividido entre una clase media urbana, mayoritariamente laica, que se ha beneficiado de la “modernización” y fue base de las últimas movilizaciones contra el gobierno; y una gran población campesina en las provincias fronterizas con Afganistán, que sigue viviendo en la miseria y el atraso, donde se han fortalecido los talibán además de otros grupos armados y partidos de etnias locales.

Pero, mientras que para la mayoría de los analistas occidentales este fenómeno no es más que una “talibanización” de Pakistán por la presencia de grupos tribales fanatizados, la realidad es que los talibán están explotando las profundas desigualdades sociales y potenciales conflictos de clase, para ganar base para su política profundamente reaccionaria. Según un artículo aparecido en New York Times, el avance de los talibán en Pakistán “explota las profundas fisuras entre un pequeño grupo de terratenientes ricos y sus arrendatarios sin tierra”, que esta “capacidad para explotar divisiones de clase agrega una nueva dimensión a la insurgencia”, ya que la estructura del campo pakistaní “sigue siendo en gran medida feudal”. De acuerdo con este mismo artículo, la estrategia adoptada por los talibán para tomar el valle de Swat fue “organizar campesinos en bandas armadas” y prometer “no sólo la aplicación de la sharia, sino también una redistribución de tierras”, una estrategia que “funcionarios gubernamentales temen que pueda ser fácilmente transferible a Punjab (la provincia más poblada del país), dado que la provincia, donde las milicias ya han mostrado alguna fortaleza, está madura para las mismas convulsiones sociales que sacudieron Swat y las áreas tribales” (Taliban exploit class rifts to gain ground in Pakistan, NYT, 16-4-09).

La contradicción es que no se trata de aplastar a un puñado de “terroristas”, sino que una escalada del ejército pakistaní, actuando como fuerza de choque en defensa de los intereses estratégicos de Estados Unidos en Asia Central, o peor aún una incursión militar abierta de Estados Unidos, en lugar de “estabilizar” la región podría profundizar las tendencias ya en curso a la guerra civil.

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