FT-CI

La posguerra de Irak y el dominio norteamericano en Medio Oriente (Sólo en Internet)

31/08/2003

La
situación en Irak sigue siendo altamente inestable.
A los ataques de tipo guerrillero contra las fuerzas de
ocupación norteamericanas y británicas, se
sumó el inicio de atentados masivos como el ataque
a la sede de las Naciones Unidas y a la mezquita de Najaf
donde murió el clérigo chiíta y líder
del Consejo Supremo de la Revolución Islámica.
La comunidad chiíta respondió con movilizaciones
de masas al asesinato de Baqir al Hakim, en las que se exigió
el fin de la ocupación. Baqir al Hakim era uno de
los pilares en que se sostenía la política
de Estados Unidos de avanzar hacia un gobierno local que
contara con cierta legitimidad. Ahora la situación
es más incierta y lo más probable es que Estados
Unidos intente convencer a las Naciones Unidas de tener
una mayor participación en la posguerra.
La crisis de la “hoja de ruta”, el plan de “paz”
de Bush para poner fin a la intifada palestina, dio un salto
con la renuncia del primer ministro palestino Abu Mazen
y el intento por parte del estado de Israel de asesinar
al sheikh Ahmed Yassin, líder espiritual del grupo
Hamas, lo que amenaza con desatar una ola de violencia de
consecuencia impredecibles.
En este artículo, escrito antes del desarrollo de
estos últimos hechos, ofrecemos al lector un análisis
político e histórico para comprender la difícil
situación en curso.

 

La
guerra contra Irak constituye el primer paso de una estrategia
más amplia y ofensiva del imperialismo norteamericano,
formulada por Bush en la doctrina de Seguridad Nacional
en octubre de 2002, basada esencialmente en el despliegue
del poderío militar sin precedentes de Estados Unidos,
en el “combate al terrorismo” y las “guerras
preventivas” para reafirmar su dominio mundial en
decadencia.
En el caso de Medio Oriente este giro hacia una política
agresiva está conmocionando las alianzas con los
agentes regionales, notablemente Arabia Saudita, a través
de los cuales Estados Unidos ejerció su dominio por
más de cincuenta años. Las bases que cimentaban
estos acuerdos de conveniencia con las elites burguesas
locales se vienen erosionando desde la caída de la
Unión Soviética y el fin del mundo bipolar
de la guerra fría. Los atentados del 11 de septiembre
y la emergencia del fenómeno terrorista ligado a
organizaciones islámicas, que crecieron al amparo
de los gobiernos de la región y se alimentan de un
profundo antinorteamericanismo en las masas musulmanas,
aceleraron la decisión del gobierno de Bush de relanzar
una ofensiva militar y política para “rediseñar”
esta zona estratégica de la periferia capitalista1.
Aunque todavía tiene contornos difusos, el llamado
“rediseño” de Medio Oriente apunta a
provocar cambios políticos radicales en los regímenes
de la región, a los que se los percibe como inestables
e incapaces de contener y combatir las amenazas a la seguridad
y los intereses estadounidenses que surgen mayoritariamente
de esta zona del planeta. Esto incluye no sólo al
“eje del mal”, del que forman parte Siria e
Irán, sino también a aliados históricos,
como la monarquía saudita. El objetivo sería
el surgimiento de regímenes árabes y musulmanes
moderados relativamente estables que lleven a la normalización
de las relaciones con el Estado de Israel y a reducir drásticamente
el profundo antinorteamericanismo que atraviesa la región,
alimentado por décadas de humillaciones y sometimiento.
Con la derrota del régimen de Hussein, Estados Unidos
conquistó una relación de fuerzas en Medio
Oriente basada en el despliegue militar y en la ocupación
directa de un país que está en el corazón
del mundo árabe, impensable por ejemplo para los
planificadores de la primer guerra del Golfo2. Los reaccionarios
gobiernos de las burguesías de la región han
mostrado nuevamente su escandaloso servilismo al amo imperial.
A pesar de que por las crecientes tensiones internas, mantuvieron
una oposición formal a la guerra en Irak, colaboraron
decisivamente en la campaña militar norteamericana,
permitiendo discretamente el uso de sus instalaciones, y
legitimaron la ocupación norteamericana, tratando
de adaptarse a esta “nueva realidad”.
A pesar de estos elementos favorables, los resultados no
fueron los esperados. Un informe preparado para el gobierno
norteamericano concluye que: “El resultado estable
de una guerra sólo se puede lograr si el país
derrotado se vuelve estable después de la guerra.
Dicho de otra manera, incluso la mejor victoria militar
no puede por sí misma ganar la paz”3. La hipótesis
“idealista” de que la población iraquí
iba a recibir a los ocupantes como a sus “libertadores”
y que el dominio colonial no iba a encontrar ninguna resistencia
no fue más que una quimera surgida de las usinas
neoconservadoras. Pasado el momento de gloria de la entrada
de las tropas de la coalición a Bagdad y el símbolo
de la caída de la estatua de Hussein, la emergencia
de una resistencia armada contra la ocupación y la
hostilidad de amplios sectores de la población cuyas
condiciones de vida se han deteriorado notablemente, sin
servicios básicos, sin empleo y sobre todo humillados
por la ocupación extranjera, potencialmente puede
poner en cuestión el éxito de esta política
ofensiva.
El gobierno de Bush se lanzó a esta “guerra
de elección” sin la legitimidad de las Naciones
Unidas y en medio de una oposición de masas internacional
que dio lugar a uno de los movimientos más amplios
de la historia contra el imperialismo norteamericano. Ahora,
tiene que cargar prácticamente en soledad con los
costos políticos, económicos y militares de
la ocupación y la “pacificación”
de Irak, acompañado sólo por el primer ministro
británico Tony Blair, que está enfrentando
la peor crisis de su gobierno desde que asumió en
1997.
La estrategia de posguerra del imperialismo está
atravesando por un momento de confusión. Algunos
de sus principales ideólogos, como Paul Wolfowitz,
reconocieron que habían subestimado los costos y
los peligros de la ocupación. La administración
republicana está sumida en la tarea de intentar transformar
su triunfo militar en victoria política, en medio
de un creciente cuestionamiento interno, lo que la está
poniendo frente al dilema de realizar “elecciones
difíciles”. Entre las alternativas posibles
no se descarta una negociación con el régimen
teocrático de la República Islámica
de Irán, para encontrar una solución política
a la situación planteada en Irak. Tal es la dimensión
de la apuesta norteamericana en Irak que la agencia Stratfor
ha definido al país como “el pivote actual
del sistema geopolítico internacional”. De
fracasar en esta empresa se pondrían en riesgo los
objetivos a largo plazo que ha trazado la administración
republicana para reafirmar el poderío imperialista.


Las contradicciones de un triunfo imperialista no consolidado

 

Luego
de haber logrado un triunfo militar rápido y a bajo
costo, Estados Unidos está encontrando importantes
dificultades para lograr el objetivo de estabilizar Irak
y proyectar desde allí su poderío al Medio
Oriente.
Polemizando con la visión facilista de los asesores
neoconservadores de la administración Bush, algunos
preveían un resultado más cercano a la realidad
que está atravesando la ocupación imperialista
de Irak. En un artículo aparecido en The Atlantic
Monthly antes de la guerra, tomando como ejemplos otros
conflictos que han tenido consecuencias a largo plazo, el
autor llegaba a la conclusión de que “El día
después de que termine la guerra, Irak se transformará
en el problema de Estados Unidos, por razones prácticas
y políticas”, y concluía que “la
guerra –especialmente en regiones inestables como
Medio Oriente– siempre tiene el potencial de desatar
reacciones en cadena dramáticas e impredecibles”4.

En medio del vacío político y el caos que
siguió a la caída del régimen de Hussein
y el colapso de las instituciones del estado iraquí,
se desataron fuerzas políticas y sociales cuya intervención
no estaba en los cálculos de los planificadores de
la victoria militar y que están complicando el panorama
de la posguerra: por un lado la emergencia de líderes
religiosos chiítas que disputan cuotas de poder y
han demostrado ser la única oposición organizada
al régimen del partido Baath con capacidad de movilización;
y por otro el desarrollo de una resistencia armada a la
ocupación militar bajo la forma de una todavía
incipiente guerra de guerrillas, que actúa sobre
un fondo de hostilidad en sectores importantes de la población
ante los ocupantes.
Prácticamente desde que las fuerzas de la coalición
ingresaron a Bagdad han comenzado a enfrentar una situación
que recuerda en sus inicios a la de otros ejércitos
de ocupación en la historia: sabotajes, ataques y
emboscadas que incluyen desde francotiradores hasta ataques
con granadas y cohetes que aumentan día a día
el número de bajas entre las tropas imperialistas
luego de concluidas las operaciones bélicas de gran
escala.
Para el Pentágono el número de bajas se mantiene
a un nivel “razonable” para una potencia imperialista
que se ha propuesto ocupar y someter a una nación
de millones de habitantes en un contexto hostil. Sin embargo,
la continuidad de esta resistencia asimétrica es
un problema para los objetivos de Bush de desplegar un poderío
militar indiscutible y sobre esa base cimentar el dominio
norteamericano.
El secretario de defensa Donald Rumsfeld, trató de
disminuir durante semanas la envergadura del problema. Recién
el 16 de julio el General John Abizaid reconoció
en su informe diario que “estamos combatiendo contra
remanentes baathistas en todo el país. Creo que son
miembros de nivel medio del partido Baath (...) que se han
organizado a nivel regional en una estructura celular y
están persiguiendo lo que describiría como
una campaña de tipo guerrillera clásica contra
nosotros. En nuestros términos doctrinarios, es un
conflicto de baja intensidad, pero sin embargo es una guerra”.5
El gobierno de Bush viene sosteniendo que se trata de “bolsones
aislados” de elementos leales a Saddam Hussein y combatientes
islámicos extranjeros. Por esto esperaba que el asesinato
de los hijos de Hussein, Uday y Qusay, caídos en
un duro enfrentamiento con las tropas de la coalición
en la ciudad de Mosul, dejara sin dirección y por
lo tanto paralizara a los grupos de resistencia armada.
Sin embargo, los ataques han continuado.
Aparentemente la estructura de la resistencia sería
mucho más complicada. Algunos informes de la prensa
árabe consideran que al menos hay una decena de grupos
participando en esta guerra de guerrillas, en la que confluyen
tres sectores: elementos del viejo régimen que ven
como su única opción seguir peleando, apostando
al desgaste y desmoralización de las tropas norteamericanas
y que están tratando de aplicar las experiencias
de otras organizaciones contra ejércitos de ocupación,
como el Hezbollah libanés y el Hamas palestino; individuos
nacionalistas y grupos insurgentes con fuertes lazos tribales,
enfurecidos por la presencia norteamericana a la que viven
como una humillación deliberada; y por último
organizaciones islámicas radicales6. Ciudades enteras
como Falluja o Najaf se oponen activamente a las fuerzas
de la coalición.
En su nivel de desarrollo actual esta resistencia no plantea
un desafío militar de magnitud, sin embargo tiene
un importante efecto sobre la moral de las tropas de la
coalición y en la opinión pública norteamericana,
que con cada nueva baja aumenta el cuestionamiento de una
permanencia militar prolongada, sobre todo en un conflicto
para el que no se vislumbra una salida sencilla. De persistir
esta guerra de guerrillas, se vería perjudicado el
objetivo principal de Estados Unidos de hacer un despliegue
de poder imbatible. La retirada de las tropas estadounidenses
de Beirut en 1983, de Somalia en 1993 y la falta de compromiso
en Afganistán, donde a pesar de haber ganado la guerra,
todavía no se ha logrado “pacificar”
al país ni capturar a Osama Bin Laden y el Mullah
Omar, alimentan una percepción bastante extendida
en el mundo árabe y musulmán que si bien parte
de reconocer el poderío militar norteamericano, ve
a Estados Unidos sin la “voluntad imperial”
suficiente como para usarlo decididamente, es decir que
a diferencia de otras potencias imperiales en la historia,
la población norteamericana, sobre todo después
de la derrota de Vietnam, no está dispuesta a grandes
sacrificios económicos y en vidas humanas en pos
de objetivos de dominio imperialista7.


La emergencia de las fuerzas chiítas y el fantasma
del estado teocrático

 

Con
el colapso del partido Baath y las instituciones del estado,
las organizaciones chiítas emergieron como la única
fuerza social capaz de ocupar el vacío creado por
la caída del régimen. Tomaron la organización
local de ciudades, emitiendo fatwas (edictos religiosos)
para controlar los saqueos, patrullaron las calles y en
muchos casos impusieron las autoridades. En ciudades como
Najaf los clérigos directamente comenzaron a gobernar
la ciudad.
Históricamente, a pesar de constituir la mayoría
de la población, los chiítas fueron marginados
de puestos importantes de poder. El establecimiento del
estado iraquí en 1920, con la unificación
de las tres provincias otomanas ocupadas por Gran Bretaña
–Basora, Mosul y Bagdad– tuvo en su raíz
el levantamiento anticolonial que empezó en las zonas
del sur chiítas a la que después se sumaron
sectores sunitas. Gran Bretaña que le había
prometido la independencia a los árabes y la autonomía
a los kurdos a cambio de que éstos los ayudaran a
derrotar al imperio otomano, después pasó
a ocupar estas zonas e intentó imponer su mandato.
La rebelión anticolonial, que fue derrotada luego
de cinco meses de combates, hizo que Gran Bretaña
renunciara a la administración directa y optara por
poner al frente del naciente estado a la monarquía
títere del rey Faisal –perteneciente a la dinastía
Hashemita y oriundo de la Península Arábiga–
apoyándose en los ex oficiales del ejército
otomano, árabes sunitas en su gran mayoría,
marginando a los chiítas a quienes veían ligados
a antiguas tradiciones tribales, mientras que traicionaba
las promesas de autonomía kurda. Tras el golpe nacionalista
de 1958 y la consolidación del régimen del
partido Baath, los sunitas mantuvieron el control del estado
y por esta vía los privilegios de las elites ligadas
a él, entre las que los chiítas eran apenas
una minoría.
Después de la revolución iraní, Hussein
temía que la mayoría chiíta de Irak
siguiera el ejemplo y buscara establecer un estado teocrático.
Reforzó las medidas represivas y de control sobre
sus mezquitas y seminarios, sobre todo en Najaf, ciudad
donde el ayatolah Khomeini había pasado la mayor
parte de su exilio y había elaborado la teología
política de la futura república islámica.
Sin embargo, el establishment religioso chiíta iraquí,
no buscó conquistar el poder sobre el modelo iraní,
sino que reclamaba mayores derechos dentro del estado nacional.
Durante la guerra Irak-Irán gran parte de la base
del ejército iraquí estaba compuesta por chiítas
que combatieron contra la república islámica.
Sin embargo Hussein nunca perdió su temor que se
transformaran en “quinta columna” iraní
en el curso de la guerra.
Estos antecedentes de marginación, represión
y liderazgos tribales y religiosos resultan esenciales para
comprender las fracciones políticas que emergieron
en la comunidad chiíta sobre todo a partir de 1979
y su posición en las dos guerras norteamericanas
contra Irak. En 1991, con la derrota del ejército
baathista, los chiítas protagonizaron un levantamiento
en el sur del país, creyendo contar con el apoyo
norteamericano. Sin embargo, Estados Unidos optó
por mantener a Hussein en el poder y este levantamiento
fue brutalmente aplastado por la Guardia Republicana.
Luego de la caída de Saddam Hussein, los dirigentes
locales de la comunidad chiíta se reposicionaron
para el nuevo orden de posguerra, tratando de ocupar lugares
clave y peleando cuotas de poder.
La comunidad chiíta no es social y políticamente
homogénea. El mapa político es complejo y
se compone de partidos tradicionales y nuevas organizaciones
que emergieron con la caída del régimen del
partido Baath, que tienen distintas posiciones frente a
la ocupación. Según un análisis de
la agencia Stratfor, habría tres fracciones, “una
oposición moderada, dirigida por el Gran Ayatollah
Ali Sistani; una fracción virulentamente antinorteamericana
dirigida por el clérigo Muqtada al-Sadr; un grupo
de islamistas tácitamente pro norteamericano (aunque
no completamente) miembros del Consejo Iraquí, que
incluyen tres grupos apoyados por Irán: Dawah, el
Consejo Supremo de la Revolución Islámica
y Hezbollah”.8
La existencia de grupos y clérigos opositores a la
vez restringe el alineamiento de las organizaciones chiítas
que de hecho aceptaron la ocupación imperialista,
ya que temen aparecer como colaboracionistas de Estados
Unidos y arriesgar así el apoyo popular del que gozan.
El ayatollah Alí Sistani es una autoridad religiosa
que tiene gran influencia y respeto en la población
chiíta, si bien su posición es moderada, por
ejemplo emitió una fatwa condenando la resistencia
violenta contra las tropas de la coalición, en sus
últimas declaraciones públicas se pronunció
a favor del fin inmediato de la ocupación, de redactar
sin demoras la nueva constitución iraquí y
convocar a elecciones libres.
La oposición más radical surge de Najaf, que
junto con Karbala es uno de los principales centros religiosos
chiítas. Si bien el clérigo Muqtada al-Sadr
es muy joven y no goza de gran autoridad, su popularidad
política se desarrolló a partir de la crítica
permanente a la ocupación norteamericana y al Consejo
de Gobierno Iraquí. Su base de apoyo está
en el populoso suburbio chiíta de Bagdad, conocido
como Saddam City y rebautizado como al-Sadr City en honor
a su padre y sus hermanos, asesinados por el régimen
husseinista. Según analiza la revista The Economist,
“a diferencia de otros movimientos chiítas
importantes, los sadristas fueron excluidos del Consejo,
en parte, se dice, porque otros islamistas no querían
sentarse junto a ellos”. Este movimiento activamente
demuestra su oposición en las calles, y plantea un
problema para las tropas de la coalición, ya que
como explica este mismo artículo “las movilizaciones
sadristas, al menos contra la coalición son generalmente
pacíficas. Pero los norteamericanos tienen muy baja
tolerancia hacia estructuras alternativas de poder. Una
cantidad de iraquíes, incluyendo sadristas, han sido
detenidos por declararse alcaldes o gobernadores (...) si
Sadr es arrestado, puede transformarse en un símbolo
de la resistencia al nuevo orden, como su padre lo fue contra
el viejo orden”9.
Para algunos estrategas la solución estaría
en ganar la simpatía de los líderes moderados
chiítas, que acepten una constitución gradual
y con representación proporcional de sunitas y kurdos,
de un futuro gobierno que debería reemplazar a la
administración de Bremer.10 Para Estados Unidos organizaciones
como el CSRI son aliados poco confiables, con relaciones
peligrosas con Irán. Pero lograr un acuerdo con ellos
permitiría aislar a los clérigos más
radicales y a los remanentes del partido Baath que se supone
que, dado que no ha habido una rendición formal,
estarían reorganizándose en los intersticios
de la sociedad civil iraquí.


Crisis de la estrategia para la posguerra

 

Según
la agencia de inteligencia Stratfor, “Los problemas
que han surgido en Afganistán e Irak están
arraigados en la estrategia norteamericana. Estados Unidos
invadió ambos países como medio hacia otros
fines, más que como fines en sí mismos. La
invasión de Afganistán estaba orientada a
quebrar la principal base operativa de Al Qaeda. La invasión
de Irak buscaba mostrar el poder norteamericano contra los
patrocinadores de Al Qaeda. En ningún caso Estados
Unidos tenía un interés intrínseco
en ninguno de los dos países –incluyendo el
petróleo iraquí” 11. Este es un elemento
importante, ya que el gobierno republicano nunca fue partidario
de la política de “construir naciones”
que de algún modo está planteada con la ocupación
de Irak. Sin embargo, la crisis por la que está atravesando
la política de Bush en Irak revela una contradicción
más profunda entre los objetivos abiertamente imperialista
de la guerra y las posibilidades reales de Estados Unidos
de poner en práctica una política neocolonialista.

Ante las dificultades que está encontrando Estados
Unidos para terminar de dominar un país atrasado
y derrotado, sectores de la derecha neoconservadora aconsejan
que es imprescindible avanzar hacia un dominio colonial
estable para evitar que el poder logrado con el triunfo
militar se diluya. Por ejemplo, la revista Weekly Standard
publicó un artículo en el que su autor plantea
la necesidad urgente que tiene Estados Unidos de crear una
“oficina colonial”, que “por supuesto
no puede ser llamada así. Necesita tener algún
eufemismo anodino como por ejemplo Oficina de la Reconstrucción
y la Asistencia Humanitaria. Pero debería tener la
inspiración, aunque no el nombre, de la Oficina Colonial
Británica y de la Oficina de la India (...) Estados
Unidos no necesita ni quiere un imperio formal al modelo
británico. Pero necesita desesperadamente ganar la
paz en lugares como Afganistán e Irak –donde
los británicos tuvieron una gran experiencia propia.
Sufrieron contratiempos pero no podrían haber hecho
lo que hicieron sin sus servicios imperiales civiles. Estados
Unidos necesita uno propio antes que sus victorias militares
tan duramente conseguidas se transformen en polvo”12.
La situación en Irak está lejos de parecerse
al dominio colonial que Gran Bretaña mantuvo por
más de un siglo en la India, donde como bien explica
el analista de Weekly Standard, había construido
una “administración civil” y un ejército
local que usaba como carne de cañón para pelear
por los intereses del imperio en sus intervenciones militares
por ejemplo en la Primera Guerra Mundial o durante la ocupación
de Irak y el aplastamiento de la revuelta anticolonial de
1920.
Las tropas de la coalición quieren evitar ser vistas
como un ejército de ocupación e intentan por
todos los medios no enfrentar a la población civil.
No cuentan con una fuerza local armada, indispensable para
tácticas eficaces de contrainsurgencia para derrotar
a las guerrillas que combaten la ocupación. La milicia
kurda peshmerga, que colabora con las tropas de la coalición,
no constituye un reaseguro para Estados Unidos, ya que en
perspectiva sus reclamos de independencia o mayor autonomía
en la zona norte de Irak puede complicar aún más
el panorama con la intervención de Turquía
para evitar el peligro que representaría una reactivación
del movimiento kurdo.
El Pentágono ya va por su tercer plan para establecer
alguna autoridad que restaure la “ley y el orden”
en los escasos meses que lleva la ocupación. Para
contrarrestar la hostilidad de los iraquíes, Paul
Bremer ha nombrado un Consejo provisorio de 25 miembros
para darle un matiz de “administración civil
local” a la ocupación extranjera, integrado
por líderes religiosos y políticos de la mayoría
chiíta, de los sunitas y kurdos, y hasta el secretario
general del Partido Comunista Iraquí, sin lograr
que no sea visto como un títere de Estados Unidos.

Desde el punto de vista interno, el gobierno de Bush convenció
a la población de ir a la guerra sobre la base de
argumentos defensivos, basándose en el temor ante
la amenaza de un nuevo atentado terrorista13. Los ideólogos
más convencidos de la necesidad de una política
imperialista agresiva, como Robert Kaplan, no ponen en duda
el poderío estadounidense sino que “la población
norteamericana tenga el estómago para un compromiso
imperial de un tipo que no hemos visto desde que Estados
Unidos ocupó Alemania y Japón”14.
Sectores “progresistas” y partidarios del multilateralismo
como la revista The Nation, empiezan a comparar la posguerra
en Irak con la situación de Estados Unidos en los
últimos años de la guerra de Vietnam y plantean
que: “Es tiempo de que la Casa Blanca reconozca que
cometió un profundo error estratégico en ir
a la guerra en Irak sin el apoyo de la comunidad internacional,
y que Estados Unidos y su pequeña banda de aliados
no tienen los recursos, la experiencia ni la legitimidad
para estabilizar Irak, menos aún para establecer
las condiciones para una democracia iraquí. Es tiempo
de que las Naciones Unidas tomen la responsabilidad en Irak
como la única forma de cumplir este objetivo”15.

Para el gobierno de Bush retirarse no es una opción,
ya que dejaría profundamente debilitado el poderío
norteamericano en el mundo. Pero la crisis que abrió
la posguerra puede llevar a Estados Unidos a encontrar una
salida negociada, donde resigne cuotas de poder, que permita
una resolución política al conflicto.


Elecciones difíciles

 

Los
problemas de la posguerra y el hecho de que Estados Unidos
no cuente con aliados confiables y fuerzas locales para
combatir la insurgencia, lo está poniendo frente
al dilema de realizar “elecciones difíciles”
tanto del punto de vista militar como político. Una
de ellas sería aumentar la presencia militar norteamericana
que permita lanzar operaciones a gran escala contra focos
de resistencia y a la vez asegurar el dominio de las principales
ciudades. Esta dinámica posible es la que ha llevado
a que prestigiosos periodistas de los medios imperialistas,
empiecen a ver el “fantasma de Vietnam” al acecho,
es decir un compromiso cada vez mayor de tropas norteamericanas,
enfrentadas a la hostilidad general de la población,
a la que cada vez más se verán obligadas a
atacar para combatir una resistencia que no se limita a
elementos del viejo régimen. Pero esta posibilidad
pone el acento de la resolución del conflicto en
términos militares y ha sido muy criticada, dada
la impopularidad de comprometer más tropas en Irak
y que Estados Unidos ya tiene desplegado dos tercios de
sus capacidades militares en el mundo.
Las alternativas a profundizar el compromiso militar norteamericano
sería:
a) intentar “internacionalizar” la posguerra,
logrando legitimidad y una mayor participación de
tropas de la Unión Europea y otros países.
Aunque las Naciones Unidas legitimaron la ocupación
y posteriormente al Consejo Provisorio Iraquí, la
perspectiva de enviar tropas de países que se han
opuesto a la guerra todavía es lejana. Un artículo
aparecido en la revista The Economist, plantea del siguiente
modo la contradicción de esta alternativa: “Aunque
a los norteamericanos les gustaría tener más
ayuda desde el exterior, no la quieren al precio de una
resolución que restrinja la autonomía de su
administración (...) Si Irak tuviera un mayor autogobierno,
Francia, India y el resto podrían presentar su compromiso
como una ayuda a Irak más que como un rescate a los
norteamericanos”.
b) lograr un acuerdo con el régimen islámico
iraní –el mismo “eje del mal”–y
las fracciones chiítas que éste influencia
en Irak.
Ninguna de estas alternativas es óptima para los
planes de Bush de desplegar un poderío indisputable
en el mundo árabe y musulmán, pero pueden
permitir resolver la situación sin escalar el conflicto.
Según Anthony H. Cordesman en un informe preparado
para la administración Bush por el Center of Strategic
and International Studies, “El problema en términos
de lecciones aprendidas es que después de un gran
victoria militar, Estados Unidos y sus aliados no estuvieron
preparados para ganar la paz, se concentraron en los objetivos
equivocados, y carecieron de una coordinación y una
dirección central. A menos que esta situación
cambie en Irak, Estados Unidos puede terminar peleando la
tercera guerra del Golfo contra el pueblo iraquí.
Si lo hace, esta guerra será en primer lugar política,
económica, étnica y sectaria; y en este tipo
de guerra asimétrica está lejos de ser claro
que Estados Unidos pueda ganar”16. Justamente este
escenario es el que están tratando de evitar los
estrategas de la Casa Blanca.
La opción de una negociación con Irán
aparece como una salida razonable aunque no óptima
ni sencilla. Presenta contradicciones, ventajas y desventajas
tanto para Washington como para Teherán y podría
alterar el equilibrio de poder regional.
Sin embargo, después del atentado que terminó
con la vida del clérigo Baqir al Hakim, líder
del CSRI, el fantasma de una “libanización”
de Irak con un posible desarrollo de una guerra civil entre
las distintas fracciones dificulta los planes de “salida”
del gobierno de Bush


¿Negociar con el “Eje del mal”?

 

Inmediatamente
después de la derrota de Irak, Estados Unidos comenzó
a escalar su prédica contra Irán y su programa
nuclear, como medida de presión sobre la República
Islámica, a la que Bush incluyó junto con
Siria en su famoso “eje del mal” al que se propuso
combatir y derrotar. Algunos asesores del equipo de política
exterior del gobierno republicano pretendían imponer
con el poderío militar el “cambio de régimen”
en Irán. Michael A Ledeen escribía en el diario
Washington Post que “Estamos en medio de una lucha
regional en el Medio Oriente y los tiranos iraníes
son la piedra fundamental de la red terrorista. Mucho más
que el derrocamiento de Saddam Hussein, la derrota de los
mullahs y el triunfo de la libertad en Teherán sería
un evento verdaderamente histórico y un enorme golpe
a los terroristas”17. Sin poner en discusión
el interés que tiene Washington de “reformar”
a Irán, otros sectores alertaban sobre los peligros
de una intervención militar directa. Por ejemplo,
un ex rehén en Irán en 1979 y actual experto
en política exterior argumentaba contra la retórica
belicista que “El cambio de régimen en Teherán
es inevitable. Pero debe venir desde adentro. Irán
no es Irak. Es un país grande y muy poblado: más
de 70 millones de habitantes. Es abrumadoramente chiíta.
Su pueblo está orgulloso de su cultura y es intensamente
nacionalista”.18
Desaparecido de escena Hussein, Irán es la única
potencia regional, por su tamaño, sus reservas petroleras
y gasíferas y por su capacidad nuclear, que no orbita
alrededor de Washington. Desde la revolución iraní
las relaciones diplomáticas y comerciales formales
entre Estados Unidos y la República Islámica
de Irán están suspendidas y el régimen
teocrático se ha transformado en el enemigo público
número uno del imperialismo norteamericano.
Estados Unidos comenzó a ejercer una presión
sostenida sobre el régimen teocrático para
desmantelar sus programas nucleares, a la que también
se sumaron las Naciones Unidas, las principales potencias
europeas y Rusia, que tienen buenas relaciones y hacen muy
buenos negocios con Irán. Tanto Francia como Rusia
fueron muy duros con respecto a la obligación de
Irán de detener sus investigaciones nucleares y de
someterse al escrutinio de los inspectores de energía
atómica.
Sin embargo, las dificultades de la posguerra, pueden hacer
que Estados Unidos necesite llegar a algún acuerdo
con el clero iraní y por esa vía lograr el
apoyo de la mayoría chiíta moderada que éste
influencia. Este acuerdo, de concretarse, presenta ventajas
y desventajas para ambas partes.
Para Washington, la complejidad de intentar un acuerdo con
Irán con el que no mantuvo relaciones formales por
más de dos décadas y la desventaja de negociar
con el “eje del mal”, se compensaría
con una cuota de pragmatismo que siempre ha caracterizado
al imperialismo norteamericano cuando tiene importantes
intereses en juego. Como recuerda un analista, “En
la realpolitik no hay enemigos o amigos permanentes. Estados
Unidos tiene una larga historia de forjar alianzas con contrapartes
impensados para resolver problemas estratégicos –incluyendo
Stalin, Mao y los mujaidines afganos durante los ’80
y concluye que “si Washington pudo lograr un acuerdo
con China para disminuir la amenaza del comunismo, posiblemente
pueda hacer lo mismo con el islamismo, alineando a los chiítas
iraníes para contrarrestar la amenaza de los jihaidistas
sunitas”19.
El clero iraní está en una posición
de vulnerabilidad, cercado por la presencia norteamericana
en los países vecinos. Esta presión externa
se combina con un debilitamiento interno de los ayatollahs
y del gobierno reformista de Khatami, que el pasado junio
sufrieron nuevamente una oleada de protestas del movimiento
estudiantil y amplios sectores sociales contra la política
económica y exigiendo libertades democráticas.
Evidentemente la cooperación de Irán con Estados
Unidos en lograr algún tipo de acuerdo con los chiítas
iraquíes tendría como contrapartida un alivio
de esas presiones. Un analista conjetura que “si Teherán
puede lograr una esfera de influencia en Irak, podría
crear una zona tapón que le dé al país
profundidad estratégica y lo ayude a aislarse de
potenciales amenazas a su seguridad” y que, “En
última instancia, un compromiso norteamericano-iraní
sobre Irak, podría dejar a Irán como un hegemón
regional –bajo los auspicios de Estados Unidos–
y alterar así el panorama geopolítico del
Golfo Pérsico y el Medio Oriente”20.
Desde el punto de vista interno, el acuerdo alejaría
el fantasma del “cambio de régimen” que
acecha a la teocracia iraní, ya sea por una acción
directa de Estados Unidos o por el apoyo norteamericano
a sectores internos descontentos21. Sin embargo, también
le plantea una difícil elección a la República
Islámica: el gobierno fue capaz de controlar las
movilizaciones y encarceló a miles de estudiantes
y activistas bajo el cargo de “elementos antirrevolucionarios”
alentados por potencias extranjeras, sobre todo Estados
Unidos. La legitimidad del régimen iraní se
basa en sus credenciales antinorteamericanas, lo que se
vería perjudicado por un acuerdo abierto o tácito
con Estados Unidos y agregaría elementos futuros
de tensiones internas y externas con organizaciones como
Hezbollah ligadas al régimen iraní que encabezan
la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos.
En el mediano plazo este riesgo se vería compensado
por la posibilidad de transformarse en una potencia pivote
de la estabilidad regional desplazando a su enemigo histórico,
Arabia Saudita, que por primera vez desde la revolución
iraní vería nuevamente acercarse la posibilidad
de una creciente influencia chiíta en el mundo musulmán,
en el marco de la crisis que atraviesa su relación
estratégica con Estados Unidos.

 

La
monarquía saudita. De aliado a régimen “disfuncional”

 

La
monarquía saudita fue durante décadas el principal
aliado de Estados Unidos en el mundo árabe. Esta
relación data de 1945, con el pacto sellado entre
Ibn Saud y el entonces presidente norteamericano Franklin
D. Roosevelt, por el cual Estados Unidos le garantizaba
la unidad territorial, y éste le proveería
generosamente de petróleo barato. Este compromiso
se transformó en la base del tratado de defensa y
asistencia mutua, firmado en 1951, bajo el cual Estados
Unidos proveía equipamiento y entrenamiento para
las fuerzas armadas y la guardia de elite encargada de la
seguridad de la familia real. Además, esta alianza
estratégica no se reducía al intercambio de
“seguridad por petróleo”, sino que “a
lo largo de la guerra fría, Arabia Saudita fue una
pieza clave en el campo antisoviético, financiando
movimientos que no tenían nada que ver con el Islam,
como Unita en Angola y los contras en Nicaragua. En Afganistán
jugó un rol crucial en brindar ayuda a los mujaidines
y contribuyó en gran medida a la derrota rusa en
los ’80”22. Con la caída de la Unión
Soviética, esta función de la elite gobernante
de Arabia Saudita perdió importancia, aunque siguió
siendo clave para la política norteamericana en el
mundo árabe. En la guerra del Golfo el uso de su
territorio y el estacionamiento de tropas y bases imperialistas
fue de una importancia decisiva para la ofensiva militar
contra Irak.
Pero la participación de 15 ciudadanos sauditas en
los atentados del 11 de septiembre y la oleada de atentados
en Riyad en mayo de este año contra blancos occidentales
cuidadosamente seleccionados, puso bajo un intenso cuestionamiento
la relación de Estados Unidos con Arabia Saudita,
que empezó a ser vista como una fuente de exportación
de terrorismo antinorteamericano. La última afrenta
a la casa Saud fue la negativa del presidente norteamericano
a desclasificar las 28 páginas del informe del Congreso
sobre los atentados a las Torres Gemelas referidas a las
relaciones de la monarquía con la organización
Al Qaeda, lo que la ha dejado sin posibilidad de defenderse
frente a esta acusación y provocó la protesta
por lo que considera un tratamiento indigno a “quien
ha sido un verdadero amigo y socio de Estados Unidos por
más de 60 años”. Lo cierto es que Arabia
Saudita se transformó en un blanco de las propuestas
de “cambio de régimen” de los halcones
de la Casa Blanca como parte del “rediseño”
de Medio Oriente que consideran que la monarquía
se ha vuelto totalmente “disfuncional” para
los intereses norteamericanos. Para los sectores más
“realistas” del establishment que tradicionalmente
influyeron en la política exterior de Estados Unidos
la “reforma” de la monarquía y su relación
con el clero está fuera de discusión, pero
aconsejan un enfoque menos agresivo. Un artículo
aparecido en la revista Foreign Affairs aconseja que “el
cambio político no puede ser impuesto desde afuera,
y especialmente no por Estados Unidos (...) Un enfoque gradual
es la única garantía de cambio político:
ningún proceso de reforma producirá un resultado
positivo y estable sin la cooperación de la monarquía,
y sólo serán aceptables las reformas sostenidas
y graduales que no amenacen inmediatamente al actual gobierno”23.
La monarquía saudita se encuentra en una posición
de difícil equilibrio, entre la presión imperialista
para combatir a grupos islámicos radicales y aplacar
la prédica antinorteamericana de los jefes religiosos,
y una creciente tensión interna. Como explica un
analista “El actual dilema para el gobierno saudí
es en qué medida podrá aplicar tácticas
violentas para suprimir y erradicar a los militantes ortodoxos
y a Al Qaeda sin alienar a una gran parte de su población.
Al mismo tiempo a los ojos de sus interlocutores norteamericanos,
la voluntad del gobierno de suprimir estos grupos se ha
vuelto el test ácido de su voluntad de enfrentar
el terrorismo”24. En este dilema permanecer neutral
no es una opción.
Estados Unidos le está exigiendo a la monarquía
saudita que defina “qué rol jugó en
el ascenso y la popularidad de Bin Laden la doctrina religiosa
severa y la vasta infraestructura religiosa que construyó
alrededor de ésta”25.
Esta definición apunta al corazón de la base
de legitimación de la casa Saud como elite gobernante,
que combinó las conquistas militares de las décadas
de 1920 y 1930 y en su alianza con el clero musulmán
wahabita. Esta alianza llevó a la primera fundación
del reino en 1745, con el pacto entre Muhamad Ibn Saud y
el clérigo Muhamad Ibn Abd al-Wahab, cuya ideología
se basaba en la vuelta a los fundamentos originales del
Islam y a la aplicación de sus prescripciones a todas
las esferas de la vida pública y privada, que habían
sido pervertidos por el imperio Otomano.
La relación entre autoridad política y religiosa
sigue siendo la base constitutiva del reino. Los descendientes
de al-Wahab siguen dominando las instituciones religiosas
oficiales y el clan Saud el estado. La legitimación
política de la monarquía proviene de ser los
guardianes de los lugares santos del Islam y del reconocimiento
del clero wahabita que a su vez ha justificado mediante
edictos religiosos decisiones políticas del gobierno,
como por ejemplo la presencia de las tropas norteamericanas
a partir de la guerra del Golfo. La instrumentación
activa de la religión para objetivos políticos
se acentuó a partir de la década del ’60
para enfrentar las tendencias nacionalistas y seculares26.
Esta politización de la religión dio un salto
con la revolución iraní, a la que Arabia Saudita
respondió con una activa difusión y financiamiento
de su versión conservadora del Islam y con la lucha
de los mujaidines afganos contra la Unión Soviética.
Sin embargo este uso de la religión se iba a convertir
en un arma de doble filo. Sectores del clero se hicieron
más críticos de la monarquía por su
vida lujuriosa y su colaboración con occidente. Osama
Bin Laden, apadrinado por Arabia Saudita para formar a los
combatienteas afganos, terminó creando la red Al
Qaeda y declarándose enemigo de la monarquía
por permitir la instalación de bases norteamericanas
en territorio santo. Un analista árabe explica esta
situación planteando que “El odio de los líderes
de Al Qaeda contra Estados Unidos y el régimen saudita
no es sólo el resultado de un adoctrinamiento islámico
radical, irónicamente es el producto de los dos grandes
éxitos que surgieron de la cooperación saudita-norteamericana:
la batalla de Afganistán contra los soviéticos
y la primera guerra del Golfo”27.
El problema es que los grupos radicales como Al Qaeda son
una variante extrema de una misma continuidad ideológica
del establishment religioso, caracterizado por un discurso
fuertemente antioccidental. Por esto, la monarquía
corre el riesgo que al intentar enfrentar a los grupos terroristas
locales, termine confrontando con sectores del clero que
comparten en gran parte sus ideas, y con esto poniendo en
cuestión su propia legitimidad interna.
Las tensiones que se están acumulando al interior
del reino pueden ser explosivas. Su servilismo hacia Estados
Unidos choca con un profundo antinorteamericanismo en la
población. El deterioro de las condiciones económicas
ha disminuido la capacidad de la monarquía de sostener
su estado de bienestar que sobre todo favorecía a
las clases medias profesionales. Los altos índices
de desocupación pueden llevar a que el reino adopte
una política de “saudización”
de la fuerza de trabajo, expulsando a los 5 o 6 millones
de trabajadores extranjeros que realizan el trabajo manual
mal pago. El enorme endeudamiento externo ha llevado a la
paralización de obras de construcción, al
atraso en el pago de salarios y a conflictos obreros. Políticamente
se están desarrollando dos tendencias opuestas que
potencialmente pueden llevar a enfrentamientos internos.
Por un lado el reclamo de mayores libertades democráticas
y de recortar la influencia del clero wahabita en la vida
cotidiana de los ciudadanos, motorizado centralmente por
intelectuales y el sector privado de la economía.
Por otro una tendencia islámica más radicalizada,
que se opone a las tibias reformas de liberalización
del régimen, sobre todo en el campo de la educación,
de la que los seguidores de Osama Bin Laden son sólo
una minoría entre un sector extendido de ulemas y
fieles. La prohibición absoluta de todo tipo de expresión
y organización política28 y el escaso desarrollo
de organizaciones sociales hace muy difícil la contención
de estas tendencias que abonan una peligrosa inestabilidad
interna. Esto puede dar lugar a la proliferación
de grupos terroristas que no sólo atenten contra
objetivos externos sino ya contra la propia elite gobernante.
Por algo en las hipótesis sobre las perspectivas
del reino no se descarta la posibilidad de una guerra civil.


La crisis de la “hoja de ruta”

 

Entre
los objetivos imperialistas tras el triunfo en la guerra
de Irak estaba la resolución en clave reaccionaria
del conflicto palestino, una de las principales fuentes
donde se alimenta el profundo antinorteamericanismo del
conjunto de las masas árabes, que ven en el sufrimiento
de este pueblo colonizado y sometido por el estado de Israel
la síntesis de la traición de sus dirigentes
y de la política imperialista.
El plan, conocido como “hoja de ruta”, tiene
como fin la consolidación de una “solución”
colonial y proisraleí que como plantea el intelectual
palestino Edward Said, “se basa en la noción
de que el problema subyacente es la ferocidad de la resistencia
palestina, más que la ocupación que le ha
dado lugar”29. Según Bush y Sharon, el pueblo
palestino debe asumir su colonización y la pérdida
de su territorio histórico, conquistado por Israel
primero en 1948 con la partición de Palestina, luego
en la guerra de los seis días en 1967 y progresivamente
con la instalación de asentamientos de colonos, política
de ocupación que sigue hasta la fecha. El futuro
“estado palestino” que prevé la “hoja
de ruta” para el año 2005, consistirá
sólo de un 42% de los territorios ocupados, que a
su vez constituyen sólo el 22% del territorio histórico
palestino antes de 1948. Este seudoestado no podrá
tener fuerzas armadas ni política exterior propia,
que seguirá siendo atribución exclusiva de
Israel. La aceptación de estos términos supone
la renuncia al derecho de los refugiados a retornar a sus
tierras y al derecho democrático elemental de la
autodeterminación nacional. Para el jefe del ejército
israelí, los palestinos deben reconocer que son “un
pueblo derrotado” para asumir las duras “responsabilidades”
que les impone la hoja de ruta.
Pero este reconocimiento está lejos de la realidad.
En un artículo reciente, Uri Avnery plantea que “Los
palestinos han sufrido terriblemente. Su infraestructura
ha sido destruida. Su dignidad pisoteada. Alrededor de 2000
hombres, mujeres y niños fueron asesinados, decenas
de miles heridos y otros tantos puestos en prisión.
Se demolieron sus casas, se arrancaron sus árboles,
se destruyó su vida cotidiana. Pero su resistencia
no pudo ser quebrada”30. Este es el problema central
del gobierno de Sharon que luego de combatir brutalmente
durante casi tres años la intifada, no ha logrado
garantizar la “seguridad” del estado sionista,
que sigue siendo blanco de ataques de la resistencia palestina.

La condición para poner en marcha las negociaciones
fue la imposición del primer ministro palestino Abu
Mazen, una figura de segundo orden conocido por su “flexibilidad”
con Israel, por presión de Estados Unidos, Israel,
los gobiernos árabes y la Unión Europea. Este
“cambio de régimen” suponía una
Autoridad Palestina menos presionable y comprometida a “combatir
al terrorismo”, es decir, capaz de desarmar a las
brigadas de Hamas, Jihad Islámica y Fatah. Pero Abu
Mazen no tuvo la capacidad ni la relación de fuerzas
para cumplir esa promesa, que llevaría a un enfrentamiento
interno entre las fracciones palestinas, entre las que las
variantes más radicalizadas gozan de una importante
popularidad. Su política fue negociar con Hamas,
Jihad Islámica y las brigadas de Fatah un alto al
fuego precario, con el objetivo de avanzar en la institucionalización
de esas milicias, cooptando sus alas más moderadas
para transformarlas en parte de las fuerzas de seguridad
de un futuro estado. Sin embargo la tregua se rompió
y la situación volvió a una escalada de violencia
que llevó a Abu Mazen a presentar su renuncia.
La “hoja de ruta” fue el segundo intento imperialista
de “solucionar” el conflicto árabe israelí
para poner fin a la lucha de liberación nacional
palestina. El proceso de Oslo que antecedió a este
plan, se basaba en la fórmula “paz por tierra”,
es decir que a cambio de que el pueblo palestino aceptara
la existencia del estado de Israel y renunciara a la lucha
contra sus opresores, el estado sionista haría concesiones
territoriales retirándose gradualmente de los territorios
ocupados. El fracaso del proceso de Oslo llevó al
estallido de la segunda intifada. A diferencia del proceso
de Oslo las masas palestinas no tienen ilusiones en la “hoja
de ruta” un plan incluso más proisraelí
que el proceso de Oslo. La situación en Irak y la
creciente inestabilidad en el conjunto de Medio Oriente
hacen muy difícil que Estados Unidos e Israel puedan
imponer sus condiciones de “pax colonial” sin
que medie un salto en la represión contra el pueblo
palestino y una posible escalada militar sionista incluso
contra las organizaciones ligadas a la resistencia palestina,
como el Hezbollah libanés.


Las perspectivas del Medio Oriente

 

Desde
los atentados del 11 de septiembre, el mundo árabe
y musulmán está en el centro de la política
exterior norteamericana y de sus planes de “cambio
de régimen”. En sólo un año y
medio fue escenario de dos guerras imperialistas, primero
en Afganistán y luego en Irak. La derrota de Irak
y el rápido colapso del régimen husseinista
fue un golpe de proporciones al conjunto de las masas árabes.
En su experiencia histórica, la humillación
de la derrota nacional iraquí es comparable con la
derrota en la guerra de los seis días de 1967 que
el nacionalismo árabe sufrió a manos del estado
de Israel. Junto con el sufrimiento del pueblo palestino
oprimido brutalmente por el estado sionista, la ocupación
de Irak es un elemento más que alimenta su odio al
dominio imperialista y a sus gobiernos.
Sin embargo, el hecho de que Estados Unidos no haya logrado
consolidar aún su triunfo militar en Irak abre un
abanico de posibles desarrollos en Medio Oriente, una región
estratégica para el dominio imperialista que está
atravesada por profundas tensiones y contradicciones.
La comparación con la guerra de Vietnam ya es un
lugar común para alertar de la dimensión de
los problemas que puede enfrentar el gobierno de Bush para
concluir su empresa imperialista. Algunos elementos parecen
dar base a esta analogía, como el masivo movimiento
internacional contra la guerra, cuyo epicentro estuvo en
los países centrales, la emergencia de la resistencia
en Irak contra la ocupación, la baja moral de las
tropas norteamericanas y la disminución del apoyo
de la población a medida que aumenta lentamente el
número de soldados caídos. Como durante la
guerra de Vietnam, las incertidumbres de la posguerra están
influyendo la política interna de Estados Unidos
y Gran Bretaña. El gobierno de Blair está
pasando por la peor crisis desde que asumió en 1997,
salpicado por el escándalo del suicidio del científico
David Kelly que había denunciado que el gobierno
laborista había falseado informes de inteligencia
para participar en la guerra. Aunque en menor escala, el
gobierno de Bush está atravesado negativamente por
la situación iraquí. El gran engaño
de las armas de destrucción masiva, que según
Paul Wolfowitz era sólo un “argumento burocrático”
para lograr la unidad de la administración contra
Irak, y las crecientes bajas de soldados estadounidenses,
en el marco de una situación económica crítica,
pueden poner en riesgo la campaña de George Bush
por su reelección.
Pero a pesar de estos elementos de crisis que dan base a
la analogía histórica, la situación
no es la de Vietnam o la de Argelia. La ocupación
lleva sólo algunos meses y, aunque está atravesando
por un momento de incertidumbre sobre qué rumbo seguir,
Estados Unidos no está en una posición de
no poder encontrar una salida que le deje como única
opción una retirada humillante como fue luego de
diez años de guerra en Vietnam. La resistencia iraquí
a la ocupación es todavía incipiente y el
imperialismo norteamericano no está enfrentando un
movimiento de liberación nacional de masas. No obstante,
la hipótesis de una confluencia en el futuro entre
las movilizaciones chiítas del sur y las guerrillas
que actúan sobre todo el llamado “triángulo
sunita” en el centro del país, un escenario
que algunos imaginan como la combinación de una resistencia
armada con una “intifada” civil, hace más
urgente para los estrategas imperialistas aplastar a las
guerrillas. Si el ejército norteamericano no logra
derrotar esta resistencia, o en el camino de hacerlo toma
represalias violentas contra el conjunto de la población,
aumentando el número de víctimas iraquíes,
no se puede descartar la perspectiva de que la resistencia
se generalice en un verdadero movimiento de liberación
nacional que tenga repercusiones en otros países
importantes de la región.
La otra perspectiva probable es el desarrollo de una guerra
civil entre las fracciones iraquíes, que recuerda
a la invasión del Líbano en 1982.
A lo largo del siglo XX el Medio Oriente fue escenario de
ocupaciones coloniales, de disputas entre potencias, de
guerras y también de resistencias. Las relaciones
sociales y los profundos conflictos democrático estructurales
surgidos de la génesis de opresión, han sido
motor histórico de lucha de la clase obrera y las
masas populares. La revuelta contra el dominio colonial
británico en Irak en 1920, la huelga general y la
insurrección palestina contra la colonización
sionista entre 1936 y 1939, el derrocamiento de las monarquías
títere en Egipto e Irak en la década de 1950,
el movimiento de liberación nacional argelino que
expulsó al ejército colonial francés
en 1962, la revolución iraní de 1979 y las
dos últimas intifadas palestinas, son sólo
algunos ejemplos de la larga tradición de lucha en
la región. Las burguesías árabes y
musulmanas que mayoritariamente dirigieron esos procesos,
han sido incapaces de resolver ninguno de los problemas
estructurales de las masas. Como planteaba Trotsky, la burguesía
“nacional” de países atrasados y semicoloniales
“desde su nacimiento surge con apoyo foráneo
como clase ajena u hostil al pueblo. Cada etapa de su desarrollo
la liga más estrechamente al capital foráneo
del cual es, en esencia, agente (...) tolera todo tipo de
degradación nacional mientras pueda mantener su existencia
privilegiada”31. El fracaso histórico del nacionalismo
burgués árabe dio lugar al auge del islamismo
político32, que ha tomado un discurso antinorteamericano.
Sin embargo su estrategia reaccionaria de establecer un
estado confesional es igualmente enemiga de que la clase
obrera a la cabeza de las masas oprimidas de la región
enfrente al imperialismo y sus gobiernos locales sirvientes
con una política independiente.
Estados Unidos todavía cuenta con la ventaja de que
la llamada “calle árabe” no entró
en escena. Hasta el momento, el profundo sentimiento antimperialista
no se tradujo en acciones de masas independientes para detener
la guerra primero y luego para expulsar a las tropas de
la coalición, y encuentra una expresión política
en organizaciones islámicas y en el resurgir del
terrorismo como emergente elemental del odio ante la humillación
y el sometimiento.
Los revolucionarios apostamos a que la dinámica de
la situación y las lecciones de experiencias pasadas,
den lugar en el próximo período al surgimiento
de un movimiento de masas independiente, capaz de aprovechar
las contradicciones que están emergiendo, para abrir
el camino a la verdadera liberación del Medio Oriente,
que ponga fin a la explotación y al saqueo de las
elites locales y sus aliados imperialistas.

 

1
Los ideólogos agrupados alrededor del Project for
a New American Century, conocidos como los “neo-cons”
preveían una guerra contra Irak mucho antes de los
atentados del 11 de septiembre, alegando la poca confianza
que despertaban los aliados de Washington en el Medio Oriente
y el Golfo. El prestigioso periodista del diario Washington
Post, Bob Woodward, en su reciente libro Bush en guerra,
documenta convincentemente que antes de los atentados “el
Pentágono llevaba varios meses elaborando una propuesta
alternativa de acción militar en Irak”, entre
los autores estaba Paul Wolfowitz, que sostenía esta
posición incluso muchos años antes de septiembre
de 2001.
2 En una entrevista publicada en la revista Time en 1998,
el ex presidente George Bush padre decía con respecto
a la decisión de no derrocar a Hussein luego de la
derrota de 1991, “nos hubiéramos visto obligados
a ocupar Bagdad y, en efecto, gobernar Irak. La coalición
hubiera colapsado inmediatamente, los árabes hubieran
desertado enojados y los otros aliados también se
habrían retirado. Bajo esas circunstancias, además,
habíamos estado buscando concientemente establecer
un patrón para manejar las agresiones en el mundo
de la post guerra fría. Avanzar y ocupar Irak, excediendo
así unilateralmente el mandato de la ONU, hubiera
destruido el precedente del tipo de respuesta internacional
ante una agresión que esperábamos establecer.
Si hubiéramos seguido el camino de la invasión,
Estados Unidos todavía sería una potencia
ocupante en una tierra terriblemente hostil. Este hubiera
sido un resultado terriblemente diferente y probablemente
estéril.” “Why We Didn’t Remove
Saddam”, entrevista con George Bush (Sr.); Time, edición
del 2 de marzo de 1998.
3 Irak and conflict termination. The road to guerrilla war?,
CSIS, 28 de julio de 2003.
4 The Fifty First State?, The Atlantic Monthly, noviembre
de 2002.
5 Trascripción del Departamento de Defensa del informe
del General John Abizaid del 16 de julio de 2003, disponible
en www.defenselink.mil.
6 Ver por ejemplo el artículo aparecido en el diario
liberal libanés The Daily Star, “Insurgency
is no monolith”, 30 de julio de 2003.
7 Refiriéndose a la primacía de las guerras
aéreas basadas en la enorme superioridad tecnológica
de Estados Unidos, como forma de conseguir victorias militares
rápidas y a bajo costo en vidas humanas propias,
un veterano de la guerra de Corea plantea que “Se
puede sobrevolar un territorio para siempre, se puede bombardearlo,
atomizarlo, pulverizarlo y hacer desaparecer de él
toda forma de vida. Pero si uno desea defenderlo, protegerlo
y conservarlo para la civilización, debe hacerlo
en el terreno, de la misma forma que lo hicieron las legiones
romanas, mandando a sus jóvenes a hundirse en el
barro”. Citado en The Washington Monthly, Faux Pax
Americana, junio de 2003.
8 Intra-Shi’ite rift, Stratfor, 24 de julio de 2003.
La historia de estas organizaciones, sus relaciones con
el régimen iraní y el imperialismo son complejas.
Dawa es la organización más antigua, fundada
en 1958 por Baqir al-Sadr con el apoyo del gran ayatollah
Muhsin al-Hakim, padre de Baqir al Hakim quien hizo su regreso
triunfal a Irak en abril luego de la caída de Hussein.
En su historia sufrió la creciente represión
del régimen secular baathista, hasta que luego de
la revolución iraní Baqir al-Sadr fue puesto
bajo arresto y más tarde ejecutado. Su hijo huyó
a Irán y estuvo en el exilio hasta la caída
del régimen de Hussein, donde fundó el Consejo
Supremo de la Revolución Islámica, y una milicia
entrenada por la Guardia Islámica iraní que
se calcula actualmente cuenta con 10.000 hombres armados.
Aunque el CSRI surgió de Dawa no lo reemplazó,
se mantuvo más cercano a Khomeini y a la estrategia
del establecimiento de un estado teocrático. Esto
no impidió que el CSRI en el exilio en Londres formara
parte del Congreso Nacional Iraquí, el paraguas político
que reunía a las fuerzas opositoras a Hussein organizadas
y financiadas por el imperialismo para que eventualmente
se hicieran cargo de un gobierno post Saddam. Además
de los partidos confesionales hay amplios sectores seculares
como por ejemplo el partido del proimperialista Chalabi
o el Partido Comunista que influencia mayoritariamente a
sectores chiítas. Para un estudio detallado de los
movimientos políticos chiítas en Irak ver
por ejemplo Competing to Lead Iraq’s Shi‘a,
The Estimate, mayo de 2003.
9 “No to America, no to Saddam, Iraq’s Sadrist
opposition”, The Economist, 24 de julio de 2003.
10 Ver por ejemplo el artículo “The Shiites
and the Future of Iraq”, Foreign Affairs, julio-agosto
de 2003.
11 “Us Counterinsurgency in Irak”, Stratfor,
7 de julio de 2003.
12 “Us needs a colonial office”, Weekly Standard,
7 de julio de 2003.
13 En un artículo aparecido en The Washington Monthly,
titulado “Body Count”, el autor plantea que
esto se repite con respecto a los arrestos indiscriminados
que se vienen realizando desde los atentados, sobre todo
entre estudiantes árabes y musulmanes y concluye
que “La manera en que John Ashcorft ha inflado las
estadísticas de terrorismo socavan la propia guerra
contra el terrorismo”.
14 Robert D. Kaplan, “A post-Saddam scenario”,
The Atlantic Monthly, noviembre de 2002.
15 “End the US occupation”, The Nation, 17 de
julio de 2003.
16 Idem.
17 Washington Post, 22-6-03.
18 “National change must come from within”,
The Christian Science Monitor, 22 de junio de 2003.
19 “Iraq: U.S. Seeks Compromise With Iran?”,
Stratfor, 29 de julio de 2003.
20 ídem.
21 El gobierno norteamericano intentó alentar e influir
las movilizaciones democráticas de junio, apostando
al desarrollo de una “revolución de terciopelo”
en Irán, que le facilite la tarea de terminar con
el régimen teocrático hostil. Para los neoconservadores
como Ledeen esta política puede tener éxito
porque suponen que los iraníes quieren una “libertad
al estilo norteamericano” y presentaron ante el Congreso
el proyecto para legalizar la ayuda financiera a grupos
opositores en el exilio, entre ellos el hijo del sha Reza
Pahlevi.
22 “Suadi Arabia, radical Islam or reform?”,
Le Monde Diplomatique – edición en inglés,
junio de 2003.
23 “Does Saudi Arabia still matters?”, Foreign
Affairs, nov-dec 2002.
24 “Enemies from within: Iran and Saudi Arabia Asia”,
Times, 22 de julio de 2003.
25 “Saudi dragged to frontline of US led war against
terrorism”, Albawaba, 15 de mayo de 2003.
26 La monarquía saudita había recibido a los
Hermanos Musulmanes exiliados de Egipto durante el gobierno
de Nasser, los que desde su exilio extendieron su influencia
a otros países árabes. En 1962 se creó
en La Meca la Liga Islámica Mundial, financiada por
la monarquía saudita, que constituyó la primera
organización para la difusión sistemática
del wahabismo al conjunto del mundo islámico y expresamente
contrarrestar la influencia del secularismo de Egipto bajo
el gobierno de Nasser.
27 ídem 25.
28 Los grupos opositores son ilegales. La principal organización
política chiíta la Organización de
la Revolución Islámica en la Península
Arábiga, está organizada principalmente en
el exilio. También existió marginalmente el
Partido Arabe de Acción Socialista y otras organizaciones
como el Partido de Dios.
29 Edward Said, “Arqueology of the roadmap”,
Al Ahram, 12-18 de junio de 2003.
30 Uri Avnery, “To Aqaba and Back”, PalestineChronicle.com,
13-6-03.
31 León Trotsky, “La Revolución china”,
en La teoría de la revolución permanente,
CEIP, Buenos Aires, 2000.
32 El fenómeno conocido como “Islam político”
es relativamente reciente. Si bien la mayoría de
sus expresiones pueden rastrearse en las organizaciones
surgidas durante la ocupación colonial, como los
Hermanos Musulmanes, fundada en Egipto en 1928, la explosión
de este Islam militante se remite a las últimas dos
décadas del siglo pasado, tomando como punto de referencia
la revolución iraní de 1979 y el nuevo impulso
que le dio Arabia Saudita a la difusión del islamismo
wahabita.
El fracaso del “panarabismo” dio auge al “panislamismo”
que tenía una presencia activa en la mayoría
de los países de la región. Estas corrientes
reaccionarias proponían la vuelta a las viejas tradiciones
islámicas y propiciaban la fundación de estados
basados en el Corán como constitución. Al
igual que el nacionalismo burgués, el islamismo repudia
y combate a las ideologías como el marxismo que sacan
a luz la división en clases de la sociedad y se basa
en la ilusión de la unidad de la “comunidad
de los creyentes”. Mientras que el chiísmo
radical surgido de la revolución iraní atraía
la simpatía de la juventud plebeya y marginada que
intentaba convertir al islamismo en un movimiento antiimperialista,
la monarquía saudita propiciaba la difusión
en los países musulmanes de una variante islámica
conservadora financiando la construcción de mezquitas
y madrasas (escuelas religiosas para la educación
de niños de sectores populares). Esto no impedía
que la monarquía siga siendo el principal aliado
norteamericano. En la década de 1980, este “petro-islam”
que tenía como donantes también a las ricas
monarquías del Golfo, transformó a la “jihad
afgana” en la causa militante islámica. Políticamente
era la antítesis del proceso revolucionario en Irán
que tenía en su raíz la lucha contra Estados
Unidos. Los “jihaidistas” afganos tenían
como causa la lucha contra la Unión Soviética,
para liberar a Afganistán de los “infieles”
e “impíos”. Estados Unidos apoyaba y
también financiaba a los militantes de la “jihad”
a los que llamaba los “combatientes de la libertad”,
aprovechando el profundo anticomunismo y el carácter
reaccionario de este movimiento, que después de una
década de combates obligó a retirarse al Ejército
Rojo, lo que aceleró la caída de la propia
Unión Soviética. Pero la jihad afgana desarrollaba
su propia dinámica en los campos de entrenamiento
de Pakistán y Afganistán que atraían
combatientes de todo el mundo islámico. Osama bin
Laden se transformó en el principal organizador de
los campos afganos y de la base de datos que había
creado con los combatientes que habían pasado por
los campos, surgió posteriormente Al Qaeda.
A diferencia de grupos como Al Qaeda, el GIA argelino o
el talibán, las organizaciones islámicas palestinas
– el Movimiento de Resistencia Islámico (Hamas)
y Jihad Islámica- son parte de movimientos más
amplios de liberación nacional, de donde surge su
legitimidad incluso de sus acciones militares como forma
de enfrentar al estado de Israel, un estado terrorista y
colonialista muy superior desde el punto de vista militar.
Para un estudio profundo del islam político ver por
ejemplo: Gilles Kepel, La Yihad. Expansión y declive
del islamismo, Península, 2001; Tariq Ali, The clash
of fundamentalis. Crusades, Jihads and Modernity, Verso,
Londres 2002.

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