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El caso Nisman, en un complejo juego de intereses geopolíticos
por : Claudia Cinatti

22 Jan 2015 | La crisis nacional desencadenada a partir de la reactivación de la denuncia del fiscal Nisman contra el gobierno argentino, acusado de encubrir a funcionarios iraníes en el atentado de la AMIA, y agravada por la muerte del fiscal en situación muy confusa, tiene indudablemente una dimensión internacional. De ahí que los principales medios del mundo (...)
El caso Nisman, en un complejo juego de intereses geopolíticos

La crisis nacional desencadenada a partir de la reactivación de la denuncia del fiscal Nisman contra el gobierno argentino, acusado de encubrir a funcionarios iraníes en el atentado de la AMIA, y agravada por la muerte del fiscal en situación muy confusa, tiene indudablemente una dimensión internacional. De ahí que los principales medios del mundo han reflejado la noticia según sus alineamientos y líneas editoriales.

Es sabido que los servicios de inteligencia estatal son en estos casos los “sospechosos de siempre” de las teorías conspirativas. Pero más allá de los relatos típicos de películas de espías, los intereses geopolíticos de los Estados, sobre todo de los más poderosos como Estados Unidos, indudablemente actúan y producen realidades.

En la causa AMIA hay indicios certeros de la influencia de Estados Unidos e Israel en señalar a altos funcionarios del régimen iraní como autores del atentado, supuestamente ejecutado por miembros de la milicia libanesa Hezbollah, y en el posicionamiento internacional de Argentina con respecto a Irán.

Como expuso en el periodista Santiago O’Donnell, a partir de su estudio de los cables diplomáticos filtrados en el escándalo conocido como Wikileaks referidos a la Argentina, no es ningún secreto que el fiscal Nisman tenía una estrecha relación con la Embajada norteamericana, a la que informaba de la marcha de la causa contra Irán, cuya acusación estaba basada exclusivamente en informes de inteligencia provistos por la CIA y el Mossad.

Recordemos que en 2003, durante la primera presidencia de Bush, Estados Unidos ubicó a Irán como uno de los integrantes, junto con Siria, del llamado “eje del mal”, que constituían los blancos de su doctrina de la guerra preventiva, a pesar de que Irán todavía estaba gobernado por el ala moderada y “reformista” encabezada por el entonces presidente Mohammad Khatami, que había iniciado un camino de acercamiento a Estados Unidos, inédito desde la revolución de 1979.

Poco después de la invasión a Irak, la administración republicana estadounidense acusó a Irán de estar desarrollando armamento nuclear. Con esta acusación, Estados Unidos buscó limitar la proyección de Irán como potencia regional, facilitada por el derrocamiento de Saddam Hussein en Irak y el ascenso al poder de la mayoría shiita iraquí, con estrechos lazos con el régimen iraní.

A partir de esta acusación Estados Unidos y sus aliados como Francia, para no hablar del estado de Israel, tuvieron una política de presión sobre Irán a través de un régimen de sanciones internacionales (muy similares al embargo que rige aun contra Cuba) que afectaron seriamente la economía del país y limitaron su capacidad de producción de petróleo y gas.

De esta polarización se benefició M . Ahmadinejad, ligado al sector más conservador del clero shiita, con un discurso populista y antinorteamericano.

Bajo la presidencia de Ahmadinejad se dio un doble estándar. A la vez que el enfrentamiento público era cada vez más subido de tono, funcionarios del gobierno de Bush negociaron secretamente con el régimen iraní su colaboración para controlar milicias shiitas radicalizadas (como la de Al Sadr) y tratar de lograr una relativa estabilidad en Irak, ocupado en ese momento por más de 140.000 soldados norteamericanos. Irán también tenía influencia sobre milicias afganas.

El Estado de Israel, preocupado por su seguridad y por que no se alteraran los equilibrios regionales, presionaba a Estados Unidos para ir a una línea más dura contra Irán, lo que implicaba pasar del hostigamiento diplomático y económico al ataque militar. Pero Estados Unidos que ya estaba complicado en dos guerras profundamente impopulares en Irak y Afganistán no estaba en condiciones de emprender otra aventura militar.

Durante estos años, el gobierno de Néstor primero, y luego el de Cristina siguieron obedientemente la línea norteamericana de la guerra contra el terrorismo, no presentaron ninguna objeción al carácter probatorio del primer dictamen del fiscal Nisman, construido sobre testimonios aportados por agentes de inteligencia de Estados con fuertes intereses en la cuestión, y un supuesto “arrepentido” iraní. Además, a instancias del kirchnerismo y pedido de Washington se aprobó la antidemocrática ley antiterrorista.

En el marco del estallido de la crisis capitalista, con el fracaso de la política guerrerista de Bush y la llegada de Obama a la Casa Blanca, Estados Unidos mantuvo la línea de presión sobre Irán, pero descartada la amenaza militar, esta era poco efectiva para imponer desde afuera condiciones al régimen de los ayatolás. La línea de Obama fue esperar que los golpes de la crisis económica que afectó seriamente a Irán, y las divisiones dentro del clero y el establishment político contribuyeran a la pérdida de popularidad de Ahmadinejad y al recambio por un gobierno más afín.

Esta posición de Obama, acorde con el debilitamiento del liderazgo norteamericano, llevó a que la administración demócrata tuviera una difícil relación con el gobierno ultraderechista israelí de B. Netanyahu, que llegó a amenazar con bombardear facilidades nucleares iraníes de manera unilateral.

Demás está decir que estas diferencias de ninguna manera ponen en cuestión el carácter estratégico de la alianza entre Estados Unidos e Israel.

El gobierno argentino trató de anticiparse a ese giro de la política de Occidente hacia una estrategia más dialoguista, lo que probablemente llevó al CFK a intentar un acuerdo con el régimen iraní por el atentado a la AMIA. Pero la jugada no fue exitosa. Los sectores que en ese momento estaban interesados en recomponer su imagen internacional y superar el aislamiento y sus dificultades económicas hoy ya no están en el poder en Irán.

Poco después de la firma del Memorandum de entendimiento, en junio de 2013 asumió la presidencia Hassan Rouhani, un representante del sector moderado del clero iraní que lanzó una línea de apertura de negociaciones con las potencias occidentales. El Memorandum quedó cajoneado y de hecho nunca fue ratificado por el parlamento iraní.
Estados Unidos y sus aliados asumieron que no era posible destruir el programa nuclear iraní y optaron por establecer un diálogo –a cargo del grupo P5+1 (los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania) para ir controlando el desarrollo de este programa nuclear.

La tapa de la revista Time dedicada al Secretario de Estado norteamericano John Kerry por su rol en establecer el diálogo con Irán es todo un símbolo de este cambio de política.

Esto no quiere decir que no haya tensiones en la negociación. Sin ir más lejos, las potencias occidentales se reservaron como carta de presión las sanciones económicas, cuyo levantamiento o no está condicionado al cumplimiento por parte de Irán de sus compromisos.

Esta política de Obama es fuertemente resistida dentro mismo de Estados Unidos tanto por demócratas como por republicanos. Ante la amenaza del Congreso (ahora de mayoría republicana) de votar una nueva ronda de sanciones contra Irán, Obama se vio obligado en su discurso anual sobre el Estado de la Unión a reiterar que vetaría cualquier ley que pusiera en peligro el diálogo con Irán.

Los enemigos de Irán en Medio Oriente, principalmente el Estado de Israel y Arabia Saudita, también están interesados en que este acuerdo fracase.

Detrás de todo este complejo entramado de intereses divergentes está la precaria situación geopolítica en el Medio Oriente. Estados Unidos, que intentaba salir de Irak y Afganistán para dedicarse a frenar el avance de China en el Asia Pacífico, ha vuelto a la guerra en Irak y Siria. Su enemigo actual, el Estado Islámico, una ruptura radicalizada de

Al Qaeda, ha surgido de las condiciones mismas de la guerra y ocupación norteamericana de Irak. Tiene como trasfondo el curso reaccionario que tomó la guerra civil en Siria, y, más en general, la liquidación de la posibilidad de que, tras la oleada de la primavera árabe contra los dictadores aliados de Estados Unidos, asumieran variantes islamistas moderadas como la Hermandad Musulmana, que pudieran encauzar un desvío de esos procesos. El golpe en Egipto y la persecución a los militantes de esta organización enterró esa perspectiva y abrió la caja de Pandora del islamismo radicalizado. Estados Unidos optó por sus alianzas tradicionales para tratar de restablecer algún precario equilibrio que aun está lejos. Las consecuencias de este escenario convulsivo se sienten más allá de la región, en los atentados de París contra el semanario Charlie Hebdo y un supermercado judío, y son las coordenadas internacionales de la crisis desatada en Argentina.

 

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