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Estrategia Internacional N° 18
Febrero 2002

LA SITUACIÓN MUNDIAL DESPUÉS DEL ATENTADO DEL 11/9
TESIS

 

Juan Chingo y Gustavo Dunga

1

 

El atentado del 11 de septiembre y la “guerra contra el terrorismo” han abierto una nueva situación internacional caracterizada por: el aumento de la agresividad y el guerrerismo imperialista, los realineamientos entre las grandes potencias y entre estas y los países semicoloniales, una crisis estructural de la economía mundial y una mayor tensión y polarización entre las clases.

 

Una ruptura del equilibrio inestable de los ´90

 

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La situación actual significa una ruptura del equilibrio inestable de los años 90. En este período EE.UU. recompuso relativamente su hegemonía frente a los imperialismos competidores y avanzó en su dominio económico y político -acompañado en esto por sus socios europeos y japoneses- sobre los países de la periferia, incluso en la llamada “segunda periferia” como demuestra el avance de la restauración capitalista en los países de Europa del este, la ex URSS y China. La caída de la URSS abrió un espacio de maniobra mayor para el imperialismo norteamericano en particular, que permitió extender las fronteras del capital a nuevas áreas geográficas (la llamada “globalización”) y profundizar la ofensiva neoliberal sobre todo el mundo.

Sin embargo, si durante los primeros años de la década se generó la ilusión de un avance “armónico y pacífico” de su dominio, con el paso del tiempo se fueron acumulando una serie de contradicciones y fuerzas antagónicas que, una a una, fueron saliendo a la superficie en los últimos años del siglo pasado: la crisis del Sudeste Asiático del 97 y las sucesivas crisis de los llamados “mercados emergentes” que hundieron a la mayoría de los países de la periferia; el surgimiento y el desarrollo del movimiento anticapitalista en los países centrales después de la “batalla de Seattle” a fines de 1999; el fracaso y la resistencia a los planes neoliberales en América Latina que se aceleraron a partir del año 2000; el estallido de la segunda Intifada en Palestina en agosto del año pasado y el creciente antinorteamericanismo en Medio Oriente y el conjunto del mundo islámico; el importante rechazo de la burocracia restauracionista rusa y china y de los gobiernos imperialistas europeos a los primeros seis meses del gobierno de Bush; el fin del crecimiento de la economía norteamericana que arrastró a la economía mundial en su conjunto a la recesión.

En este marco, el atentado del 11/9 actuó como catalizador y acelerador de todos estos elementos que se vinieron acumulando en la situación mundial señalando la ruptura del equilibrio inestable de la década pasada.

 

Vulnerabilidad histórica, mayor intervencionismo y agresividad militar

 

 

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A su vez el atentado puso en evidencia la mayor vulnerabilidad histórica de los EE.UU. El mayor dominio económico, político y militar del imperialismo sobre los pueblos del mundo significa una creciente penetración de todas las contradicciones y malestares de nuestro planeta en los cimientos del capital norteamericano.

Una muestra elocuente de esto es que el imperialismo no puede impedir que el estallido de conflictos regionales o de guerras civiles en zonas o estados tan alejados de su territorio, como Afganistán, afecten a su seguridad interna.

En este marco, la liquidación del aparato stalinista mundial, ha aumentado, en última instancia, su vulnerabilidad histórica.

Es que la colaboración contrarrevolucionaria del stalinismo como contenedor de la clase obrera y los movimientos de liberación nacional fue fundamental para mantener el statu quo mundial  después de la segunda posguerra. La pérdida de este adversario-aliado contrarrevolucionario implica que EE.UU. debe lidiar en soledad con todas las contradicciones de la política mundial lo que aumenta su exposición a los focos inestables del planeta.

En estas condiciones el “aislacionismo”, que era una opción en los años de su ascenso como potencia mundial, es no sólo inadecuado sino impensable por sus enormes compromisos externos. Una muestra indiscutible de esto es el giro en la política exterior de Bush. Este, que en los inicios de su presidencia preparaba el “gran repliegue” concentrándose en los puntos del planeta considerados vitales para su interés nacional, se ha convertido en cuestión de cuatro meses en el adalid de un “nuevo intervencionismo”: la presencia del ejército norteamericano en el mundo es probablemente la más importante desde la Segunda Guerra Mundial, extendiendo sus tentáculos en más de 140 países.

 

 

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La respuesta del imperialismo norteamericano a esta situación inédita ha sido una mayor agresividad tanto en su política exterior como interior, con el objetivo de recomponer la imagen de su poder imperial. El objetivo, utilizando su abrumadora superioridad militar, es hacer una demostración de fuerza contundente que le permita contener los elementos de inestabilidad e imponer un nuevo control social interno y un nuevo esquema de seguridad internacional. ¿Podrá el imperialismo norteamericano, en el próximo período, lograr estos objetivos? O por el contrario ¿fracasará en traducir su supremacía militar en un poder político equivalente? La respuesta a estos interrogantes determinará si en el próximo período EE.UU. podrá avanzar en un mayor dominio sobre el mundo que prolongue su hegemonía o, de no conseguirlo, pegue un salto en su declinación histórica iniciada a comienzos de los años ‘70.

 

Un nuevo unilateralismo basado en la fuerza y la centralidad del estado imperialista

 

 

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En la prosecución de este objetivo, es decir la reafirmación de su poderío, EE.UU. utiliza todos los enormes recursos políticos y militares a su alcance, superando todos los límites que se le interpongan en este camino. A esta lógica subordina todos los demás aspectos de su guerra contra el terrorismo: las objeciones de la alianza internacional que lo respalda o la aprehensión de los países musulmanes en el plano externo o las garantías constitucionales a las libertades democráticas y las atribuciones de los distintos poderes del estado, en el plano interno. Este es el contenido real de la llamada “Doctrina Bush”: una enorme concentración de poder en el ejecutivo para desarrollar un nuevo “unilateralismo” en la escena internacional. Esto es lo que se ve en la forma de conducir la guerra, donde las principales decisiones militares y políticas, incluso hasta en el nivel táctico, son tomadas exclusivamente y sin la menor consulta por Washington. Otra muestra es el retiro de EE.UU. del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM) para acelerar su polémico sistema nacional de defensa espacial, a fin del año pasado. Más recientemente, la Casa Blanca ha revelado planes para almacenar, no destruir, más de 4000 cabezas nucleares que deberían haber sido desmanteladas bajo los acuerdos de desarme desarrollados entre Rusia y EE.UU.. Esta decisión que busca asegurar la superioridad estratégica de EE.UU. en el largo plazo, ha significado un nuevo desplante a su más fervoroso aliado en la campaña antiterrorista, el gobierno de Putin, liquidando  todo vestigio del status de superpotencia de Rusia.

En este marco, el “multilateralismo” posterior al 11/9 no es más que la cobertura de este contenido o más precisamente un “multilateralismo a la carta” como lo llaman algunos analistas.

 

 

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La centralidad del estado imperialista, tanto en la dirección de la guerra como frente a la crisis económica y, sobre todo, en restaurar la confianza de los inversionistas en la invencibilidad y seguridad del poder imperial, desmiente la tesis de los principales teóricos del movimiento “antiglobalización”, que hablaban en términos de una “autonomía de las corporaciones internacionales”. La actual campaña antiterrorista dirigida por Washington pone de manifiesto que, a pesar de la mayor integración de la economía mundial de las últimas décadas, estos cambios no han dado lugar a un desplazamiento de la soberanía del estado nacional a una estructura “supranacional”, como sostienen los que plantean la existencia de un “Imperio” o un mundo post imperialista.

Aunque recubierta del llamado a la defensa de valores universales como “justicia infinita” o “libertad duradera”, el contenido palmario de la acción norteamericana es la prosecución de su propio interés nacional y la reafirmación de su poderío. Es esto lo que determina los objetivos y los medios de las operaciones militares. Ni siquiera recurrió en este caso a la cobertura formal de la ONU, como fue el caso de la guerra del Golfo en 1991, o de sus aliados de la OTAN como fue el caso de la guerra contra Yugoslavia en 1999. Aunque ambas instituciones votaron y aprobaron los objetivos generales de la campaña contra el terrorismo, en los fines políticos-militares de la acción punitiva han quedado claramente relegadas a un segundo plano. 

 

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La estructura conceptual dirección/hegemonía y dominación/coerción,  puede ser utilizada para determinar las formas en que se ejerce la supremacía de EE.UU., la que varía y oscila entre estos dos polos. La primera se reserva para su relación con sus aliados más cercanos, en particular los miembros de la OTAN y Japón. La segunda es la que caracteriza la relación de Washington con la periferia, en una proporción de consenso/coerción que depende tanto de la importancia económica como del interés estratégico de cada estado aliado o cliente.

Aunque la campaña antiterrorista ha permitido a Washington aumentar su hegemonía sobre las grandes potencias, ésta se basa esencialmente en el uso discrecional de la fuerza. Esto  determina el carácter de la coalición antiterrorista que respalda y legitima las acciones de Washington. En este sentido, la alianza de grandes potencias que lo respaldan es distinta de la alianza anticomunista que Washington lideró durante la llamada “guerra fría”. Allí, su hegemonía indiscutida le permitía ejercer el liderazgo sobre el bloque de las potencias occidentales y Japón detrás de sus propios objetivos, mientras ejercía una relación de dominio sobre las naciones de la periferia semicolonial (en el marco de la lucha de influencias y propagandística entre el mundo capitalista hegemonizado por EE.UU. y el bloque “socialista” liderado por Moscú). Hoy, liquidada la “guerra fría”, EE.UU. no puede lograr una aceptación automática del resto de las potencias imperialistas a sus dictados, lo que desplaza esta relación del consenso hacia grados de mayor coerción.

 

En relación con los países semicoloniales, el dominio que Washington ejerce se ha profundizado. El ultimátum de Bush -“están con nosotros o con el terrorismo”- disminuye el margen de maniobra de estos países, obligándolos a un alineamiento casi absoluto con los EE.UU. si no quieren sufrir su represalia diplomática y/o militar. A diferencia de la coalición contra Irak, que contó con la colaboración entusiasta de las potencias petroleras del Golfo, Egipto y Turquía y países tan lejanos del centro de los acontecimientos como Argentina, EE.UU. utiliza hoy el chantaje o la extorsión política, diplomática, económica y hasta militar en algunos casos, para vencer las reticencias de estos países. Es que en el año 91, el desmoronamiento de la URSS le permitió a Washington recubrir su dominio con ciertas dosis de consenso que se expresó en que los países de la periferia se abrazaran al “Consenso de Washington”. Hoy, el agravamiento de las condiciones económicas y sociales como consecuencia de la mayor penetración imperialista en la última década en la periferia hace que el alineamiento con Washington sea más un resultado de la presión que una opción estratégica.

 

 

 

El mayor dominio norteamericano principal fuente de tensiones en el sistema internacional

 

 

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Aunque en lo inmediato esto aumenta la influencia que Washington ejerce sobre los distintos países del mundo, este mayor dominio de EE.UU. es la principal fuente a mediano plazo de las enormes tensiones que se acumulan en el sistema internacional de estados y que pueden emerger a la superficie frente a cualquier giro de los acontecimientos, tanto en el plano político como militar. Estratégicamente, estas tensiones se derivan de la realidad insoslayable de la división del mundo en tres bloques económicos imperialistas de poder más o menos equivalentes en el marco de que el proceso de restauración capitalista en los antiguos “gigantes comunistas”, a pesar de sus importantes pasos, no ha logrado aún su completa semicolonización y de que el avance neocolonialista en la periferia ha exacerbado a grados insospechados el desarrollo desigual y combinado de los países semicoloniales.

Son estas condiciones estructurales las que convierten en una disfuncionalidad histórica todo intento de Washington de transformar su recomposición de la hegemonía, de carácter defensivo frente a los atentados del 11 de septiembre, en una política ofensiva de establecimiento de un nuevo orden a su imagen y semejanza (lo que algunos analistas llaman una “hiperpotencia”).

 

 

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De esta última cuestión se deriva una tensión en la orientación estratégica de la política exterior norteamericana posterior al 11 de septiembre y que se manifiesta en las dos corrientes de opinión en que se divide el establishment político militar norteamericano. Luego de los importantes éxitos iniciales de la primera fase de la campaña antiterrorista en Afganistán, esta división se expresa en el debate de los objetivos políticos-militares de la segunda fase y, en forma más general, en cómo lidiar con la enorme zona de desestabilización en Eurasia abierta con la caída de la ex URSS.

El “ala Powell” plantea una continuidad de la política de equilibrio de poderes (Irak-Irán o India-Pakistán) con la que Washington mantuvo su dominio en esta estratégica región, usando a su favor la dinámica del poder regional. El otro campo -cuyas principales figuras son el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de defensa, Donald Rumsfeld- plantea apoyarse en una alianza reaccionaria de naciones que, mediante una operación político-militar en gran escala o una dura presión diplomática, liquide o aísle a aquellos países que son vistos como amenazas a los intereses nacionales fundamentales de EE.UU.

Lo que trasunta esta discusión es una diferente concepción sobre la misión global de EE.UU.. Por un lado un ala más cauta y conservadora del statu quo mundial, más consciente de los límites históricos de la hegemonía norteamericana y cuyo eje es contener los focos de desestabilización regionales que afecten la seguridad de EE.UU.. Por el otro, un ala más aventurera y ofensiva que quiere revertir de cuajo los signos de decadencia histórica de los EE.UU. que la enorme humillación del atentado del 11 de septiembre puso de manifiesto.

Esta segunda variante es, desde el punto de vista de la relación de fuerzas, enormemente peligrosa para los intereses de largo plazo del imperialismo y puede, con su acción, desestabilizar más aún el planeta. Aunque la primera fase de la campaña antiterrorista mostró que ambas alas no son antagónicas y pueden convivir pacíficamente en el seno del gabinete Bush, el éxito en Afganistán ha inclinado fuertemente la balanza hacia el eje Cheney-Rumsfeld, el sector más unilateralista.

 

La derrota de los talibanes y la apertura de una coyuntura reaccionaria

 

 

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El derrocamiento del régimen talibán y la instalación de un gobierno interino en Kabul ha fortalecido al imperialismo norteamericano y a su presidente Bush, quien goza de una enorme popularidad gracias al triunfo militar, lo cual constituye el principal factor que otorga a la coyuntura un carácter reaccionario. La rapidez de la operación militar y su bajo costo en vidas norteamericanas es una muestra más del enorme poderío de EE.UU., que aumenta la confianza del estado mayor imperialista.

Junto con esto, el otro importante factor reaccionario de la coyuntura es que el giro hacia el combate al terrorismo como prioridad de la política exterior norteamericana está permitiendo un importante despliegue del militarismo de las grandes potencias, que acompañan la cruzada de Washington. Ellas están aprovechando la ocasión para avanzar en sus intereses nacionales bajo el paraguas de la potencia dominante. Así, Japón y Alemania han desplegado sus más importantes contingentes militares en el extranjero desde la Segunda Guerra Mundial –Japón al Océano Indico y Alemania al Cuerno de África-. Inglaterra lidera la fuerza de pacificación en Afganistán, reafirmando el objetivo de Londres de ubicarse como el principal aliado de EE.UU. quien le otorga un importante papel en la determinación del futuro de Afganistán. Este creciente guerrerismo de la política internacional es un aspecto saliente de la actual coyuntura reaccionaria.

 

El fortalecimiento de agentes regionales reaccionarios

 

 

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El otro aspecto reaccionario de la coyuntura está dado por el aprovechamiento, por parte de algunas potencias secundarias, de la nueva agenda norteamericana para presionar por objetivos locales o regionales.

Una muestra de esto es la nueva legitimidad de la campaña de agresión rusa en Chechenia que ya lleva más de dos años. En el pasado, la brutalidad de la intervención militar y  las violaciones a los derechos humanos del ejército ruso concentraban la atención internacional. En el nuevo clima internacional, dominado por la agenda antiterrorista de Washington, el gobierno de Putin ha tenido éxito en persuadir a Occidente en  frenar todo apoyo financiero y político a los chechenos.

A su vez la India ha aprovechado la oportunidad histórica de eliminar a los combatientes musulmanes cachemires y debilitar a su competidor regional Pakistán movilizando tropas a la frontera y amenazando implícitamente con una guerra nuclear. Mientras trata de  evitar que estalle una guerra regional,  Washington, utiliza esta presión para en una operación de “pinzas” obligar a Musharraf a que controle o elimine a los terroristas musulmanes, creados o alentados, como los talibanes en el pasado, por los servicios de inteligencia paquistaníes. El general pakistaní ha cedido a esta presión de la India y EE.UU. que significó un giro de ciento ochenta grados de la política interna de Pakistán y que ha implicado la proscripción de cinco partidos extremistas musulmanes y el encarcelamiento de cientos de partidarios del fundamentalismo islámico.

Si en la primera fase de la guerra en Afganistán, Washington mantuvo en caja a la India, con el objetivo de mantener la unidad de la coalición antiterrorista en el mundo musulmán, la agenda antiterrorista ha fortalecido las ambiciones reaccionarias de la India como aliado estratégico de Washington en el tablero asiático.

 

La escalada guerrerista de Sharon contra las masas palestinas

 

 

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Si al inicio de la guerra contra Afganistán, Washington lanzó una nueva iniciativa diplomática que postulaba el reconocimiento del estado Palestino, con el correr de los días, la política norteamericana fue virando hacia un apoyo abierto hacia las políticas duras y guerreristas del gobierno de Sharon. Este busca dar vuelta de modo completo el tablero del problema palestino-israelí y producir una brusca reducción de las aspiraciones nacionales del pueblo palestino. En otras palabras, la posibilidad de que el status final de Jerusalén desaparezca de la mesa de negociaciones, así como la reducción de los asentamientos judíos en tierras palestinas o de enterrar definitivamente el derecho al retorno de los refugiados.

En la prosecución de sus objetivos políticos, Sharon está dispuesto a utilizar todos los medios a su alcance, incluso la medida extrema de reocupar militarmente los territorios que fueron cedidos a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) como parte de los Acuerdos de Oslo. Esta escalada política y militar busca, en lo inmediato, chantajear a Arafat para que desarticule la Intifada y extermine a los grupos “extremistas” palestinos como el Hamas y la Jihad Islámica. Sin embargo, es difícil que Arafat pueda lograr esto acorralado entre la escalada israelí y la creciente oposición interna a su liderazgo. Por eso, el gobierno de Israel contempla también la variante del reemplazo de Arafat como jefe de la ANP, manteniendo el reconocimiento de la legitimidad de ésta como representativa de los intereses palestinos. Sectores más extremos del gabinete de Sharon  proponen ir más allá,  desmantelando toda la estructura de la ANP creada en 1993 al inicio del proceso de paz. A esta enorme presión se ha sumado, en los últimos días, el gobierno de Bush que ha dejado prácticamente aislado a Arafat y contempla un amplio rango de opciones, que incluso llegan a la ruptura de relaciones diplomáticas con la ANP.

 

Una creciente penetración interna

 

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A su vez, la lucha contra el terrorismo como eje de la política exterior norteamericana ha permitido una mayor penetración de Washington en los conflictos internos o guerras civiles que azotan a algunos países brindando apoyo político y hasta equipamiento y cooperación militar a los ejércitos de esos estados.

Este es el caso de Colombia donde el gobierno de Pastrana ha endurecido la negociación con  las FARC, poniendo en riesgo el proceso de paz y amenazando con un baño de sangre si la guerrilla no se aviene a sus exigencias. Esta mayor dureza del gobierno colombiano es una consecuencia, en nuestro continente, de la ofensiva reaccionaria que Washington ha lanzado sobre el mundo y de los dividendos del Plan Colombia, que permitió el rearme y el mejor entrenamiento del ejército colombiano y el establecimiento de lazos más estrechos con el ejército de EE.UU. Es que EE.UU. pretende imponer un control político en la zona de desestabilización que es el norte de América Latina cruzado por: la cuestión del narcotráfico,  la guerra de más de treinta años que llevan las FARC contra el estado colombiano y el deterioro de las relaciones con Venezuela desde que Chávez es presidente.

Pero este ejemplo es parte de una tendencia más general: EE.UU. ha dispuesto el envío de un contingente de marines a la isla de Mindanao en Filipinas para preparar operaciones conjuntas con el ejército de este país contra los grupos musulmanes extremistas ligados a Al Qaeda. Este despliegue del ejército norteamericano es el más importante fuera de Afganistán como parte del inicio de la segunda fase de la campaña antiterrorista. A su vez, en Indonesia, EE.UU. ha restablecido relaciones y financiamiento al ejército de este enorme país que se habían enfriado después de la caída de Suharto y los casos de violaciones a los derechos humanos en Timor Oriental.

Esta mayor penetración interna amenaza con desestabilizar a los gobiernos de estos países y despertar una oleada de antinorteamericanismo que se le vuelva en contra en el futuro.

 

Las “Jornadas Revolucionarias” en Argentina como contratendencia a la coyuntura reaccionaria

 

 

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Las “Jornadas Revolucionarias” en Argentina, que han provocado la caída revolucionaria del gobierno de De La Rúa y abierto una etapa revolucionaria, son una contratendencia a la coyuntura reaccionaria, signada por el guerrerismo y militarismo imperialista.

Aunque intenta ser expropiada por el nuevo gobierno peronista, estos acontecimientos revolucionarios pueden impactar en el Cono Sur de América Latina y estimular la resistencia de las masas obreras y populares de la región, sometidas a la dureza de la recesión económica, la voracidad imperialista y los planes de hambre y miseria del FMI y los gobiernos cipayos.

Los acontecimientos revolucionarios en Argentina son el puente, en la nueva situación mundial abierta tras los atentados del 11/9, del proceso de insurgencia de masas en Sudamérica abierto con la caída del gobierno de Mahuad tras el levantamiento campesino indígena y popular a principios del año 2000. El carácter revolucionario del  embate de las masas está dado por haber tirado dos gobiernos en Ecuador en los años 1997 y en el 2000, dando origen a una seminsurrección en la ciudad de Cochabamba en abril de 2000 y, meses más tarde, a un ascenso campesino y popular que puso al borde de la caída al gobierno de Banzer, las movilizaciones populares que llevaron a la renuncia de Fujimori, las movilizaciones populares que tiraron al gobierno de Cubas y derrotaron la asonada de Oviedo en Paraguay, por nombrar los hechos más importantes.

Todos estos acontecimientos ubican a la región como la avanzada del enfrentamiento a los planes neoliberales que se expandieron en el mundo semicolonial durante la década del 90. La crisis argentina, uno de los principales modelos en la aplicación del plan neoliberal en el continente y en el mundo,  es un salto en esta tendencia. Esto se manifiesta en la enorme  preocupación que ha generado en los círculos imperialistas el creciente peligro de un “contagio político”, que podría significar un golpe terminal al ya debilitado Consenso de Washington, que unificó a las distintas fracciones de la burguesía local detrás del plan imperialista. La división burguesa se agrava aún más ya que la región es un importante campo de disputa entre los EE.UU., el imperialismo hegemónico e históricamente dominante, y los imperialismos europeos, en particular el español, que avanzaron en forma vertiginosa en la década pasada al calor del proceso de privatizaciones. La recesión internacional ha aumentado sus roces, no sólo en el terreno económico, sino también en el terreno político, como demuestra la intervención europea en el proceso de paz colombiano.

En este marco, las disputas interimperialistas, la división en las clases dominantes y la emergencia revolucionaria de las masas pueden generar una importante zona de desestabilización en el “patio trasero” del imperialismo norteamericano que sea un importante obstáculo en su ofensiva reaccionaria.

 

¿Podrá Washington transformar su fortaleza coyuntural en éxitos más duraderos que permitan una nueva estabilidad relativa?

 

 

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La enorme popularidad de Bush, la facilidad con que cayó el régimen talibán, la ausencia de respuestas callejeras masivas en el mundo musulmán al ataque militar norteamericano sobre Afganistán y la aquiescencia de la comunidad internacional a los objetivos de guerra de EE.UU., ha alentado al establishment político y militar de Washington en su marcha guerrerista.

Ya en lo inmediato ha redoblado sus esfuerzos en la destrucción de Al Qaeda como red internacional en el conjunto de países donde esta organización está oculta o dispersa entre la población. Para ello estableció nuevas alianzas políticas y militares con Etiopía, Kenia, Yemen y Sudán con el objetivo de contar con aliados locales para tener éxito en su cometido. Esta es la lección que demuestra la campaña de Afganistán en forma exitosa. Al contrario, el fracaso de su intervención en Somalía persiguiendo al “señor de la guerra” en 1994  demuestra esta lección en forma trágica.

Pero es el triunfo en Afganistán, sobre todo, lo que ha llevado a especular sobre la preparación de operaciones de guerra mayores que la reciente campaña militar en Asia Central. Esto es lo que exigen abiertamente las alas más guerreristas del imperialismo, los llamados  “halcones”. Ellos ven la oportunidad histórica de fijar los términos de la política norteamericana en el próximo período, avanzando en un ataque militar sobre Irak, que derroque a Saddam Hussein, y cambie la relación de fuerzas en esta zona estratégica del planeta. Su objetivo, a nivel global, es demostrar la contundencia de EE.UU. mediante un golpe de mano y restablecer su invencibilidad militar de manera tal que les permita consolidar una situación reaccionaria a nivel internacional, un nuevo período de estabilidad relativa en el próximo lustro.

Haciendo a un lado la enorme oposición que una acción de este tipo podría despertar en el mundo islámico y en los mismos países imperialistas, a esta perspectiva se oponen los siguientes factores:

l    El fracaso en la caza de la mayoría de la dirección de Al Qaeda y del mismísimo Bin Laden. Bush ha liquidado a Afganistán como santuario de Al Qaeda pero no ha podido evitar que la alta cúpula de ésta, inclusive el mismísimo Bin Laden, se les haya escapado de las manos. Este sigue siendo uno de sus objetivos primordiales de su campaña antiterrorista, un déficit de la primera fase que todavía no ha podido cerrar exitosamente. Más aún, al personificar el gobierno norteamericano su campaña antiterrorista en Bin Laden, su captura se convierte en un problema de importancia para el gobierno de EE.UU. como demuestra la enorme presión que ejerce sobre Pakistán, donde se supone que podría estar oculto. El fracaso en su cacería podría abrir una crisis de confianza sobre la administración Bush.

l Una crisis velada con Arabia Saudita. Desde el 11/9, la guerra contra el fundamentalismo islámico ha abierto una crisis velada entre EE.UU. y Arabia Saudita. La raíz de esto se haya en que las razones históricas que mantuvieron la alianza estratégica entre la principal potencia petrolera del Golfo y Washington, como pivote de su política en Medio Oriente -junto a la existencia del estado de Israel y hasta el año 1979 el Sha de Irán-, han desaparecido. Esta alianza conservadora se forjó para contener la oleada nacionalista burguesa –que contaba con el apoyo de la URSS- de Nasser en Egipto y que logró transformaciones del mismo tipo en Irak y Siria. Esta alianza se reforjó contra la revolución iraní en 1979 apoyando a Irak en su guerra contra Irán y luego contra Saddam Hussein en la Guerra del Golfo. Hoy Irak está debilitado; la URSS desaparecida y el principal enemigo actual de EE.UU., el fundamentalismo islámico, tiene fuertes raíces en Arabia Saudita. Los islamistas, a pesar de oponerse brutalmente a la Casa Real saudí, tienen lazos y múltiples simpatizantes en ésta. Por eso el intento de EE.UU. de trasladar la guerra contra el terrorismo al Golfo Pérsico no cuenta con la simpatía de Arabia Saudita y puede llevar a un retiro de esta de la coalición encabezada por EE.UU.. Esto tendría enormes consecuencias estratégicas, aparte de obstaculizar grandemente todo plan de ataque contra Irak.

l    Nuevas tensiones entre Irán y EE.UU. Irán está preocupado por la extensión del poderío militar norteamericano en Medio Oriente, lo que lo lleva a obstaculizar, a diferencia de la Guerra del Golfo en el 91, una nueva intervención militar en la región. La raíz de esta ubicación es que Irán ve que los EE.UU. tienen en esta zona fuertes alianzas con Israel, Jordania, Turquía, Kuwait, Arabia Saudita, Egipto y con varios pequeños estados del Golfo Pérsico como Omán. Más aún, EE.UU. ha ampliado ahora su presencia militar en Afganistán (tropas norteamericanas están estacionadas a 100 km de la frontera oriental iraní) y en Asia Central. Por otra parte, la amplia definición de “guerra al terrorismo” le permite a EE.UU. actuar con una impunidad sin precedentes en Medio Oriente, sindicando a grupos como Hamas, Yihad Islámica en Palestina o Hezbollah en Líbano organizaciones todas que cuentan con lazos con Irán. Esto está creando nuevas tensiones entre Irán y EE.UU. como demuestra el affaire del barco cargado de armas para los palestinos y su hostilidad hacia el gobierno interino de Afganistán.

l    La bancarrota de Enron y sus implicancias sobre el gobierno Bush. Hasta ahora en el frente interno el nuevo patriotismo y el éxito militar abroquelaron a la población norteamericana detrás de su presidente a pesar de que debió cargar sobre sus espaldas los enormes costos de la recesión. El estallido del affaire Enron, la bancarrota más grande de la historia corporativa de EE.UU., podría salpicar a la presidencia, en un año que hay elecciones de medio término. Este caso de corrupción involucra a los  managers de la firma, importantes banqueros y miembros prominentes del establishment político norteamericano, particularmente del Partido Republicano, incluido el gabinete y el propio presidente. Si las maniobras para separar a la administración Bush de este escándalo no tienen éxito,  su potencial impacto podría afectar seriamente a la presidencia, confirmando la percepción de muchos norteamericanos  que ven que la misma le da un trato preferencial y ayuda a los ricos y a las grandes corporaciones. Se dé o no esta variante, los efectos de la recesión sobre las masas norteamericanas tienen la potencialidad de fracturar el frente interno a medida que los costos de la crisis recaigan más y más sobre la población trabajadora.

 

El tono duro y amenazante de Bush en su discurso sobre el “Estado de la Unión” expresó estos elementos. La alusión a Irak, Corea del Norte e Irán como “ejes del mal”, muestra que Bush se ha inclinado por la estrategia del ala dura de su gabinete en la segunda fase de la campaña contra el terrorismo, aunque aún no propuso ningún  curso de acción concreto.

La inclusión de Irán como estado que apoya al terrorismo redefine las alianzas en el Medio Oriente, siendo un incentivo para el acercamiento entre Bagdad y Teherán que, a pesar de su enemistad, ahora tienen el interés común de limitar el poderío de Estados Unidos en la región. El surgimiento de esta entente regional acelera el reposicionamiento de Arabia Saudita que  ahora exige la reducción de las tropas norteamericanas estacionadas en su territorio, ya que en el nuevo contexto ésto puede generar enormes costos políticos internos para la monarquía saudí.

EE.UU. busca, en esta estratégica región, delimitar más claramente a los estados “enemigos” de los “amigos”. Este último es el caso de Egipto, más preocupado por el fundamentalismo islámico que por las consecuencias de la Intifada palestina. Este país, junto a su tradicional aliado, Israel, sería el eje para contrarrestar el bloque de Irák-Iran. Por su parte, Siria deberá alinearse en alguno de los dos campos.

 

 

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El enorme consenso que Washington logró durante la campaña en Afganistán, como consecuencia del gran estupor que provocó el atentado y el rechazo internacional al régimen taliban, difícilmente pueda repetirse en la segunda fase de la guerra contra el terrorismo. La determinación de los próximos objetivos es motivo de entredicho  entre los aliados de EE.UU.. La legitimidad y las dificultades operacionales que podría tener una operación sobre los “failed states” (estados fracasados) como Somalia, no es la misma que la que tendría una operación sobre los “rogue states” (estados villanos) como Irak. Una intervención sobre este país sería vista como una muestra abierta de “unilateralismo” de Washington.

A su vez la prosecución de actividades de inteligencia, seguridad o policiales por las fuerzas de seguridad norteamericana en su propio territorio como en el extranjero requiere de un grado de confianza en las “buenas intenciones” y competencia de los EE.UU. que puede generar mayores tensiones sobre la coalición. Ya el plan norteamericano de llevar a terroristas extranjeros sospechosos ante tribunales militares, la perspectiva de que cualquier acusado de terrorismo sea sometido a la pena de muerte y las condiciones a las que están sometidos los prisioneros de Al Qaeda en Guantánamo han generado una importante preocupación en Europa sobre la necesidad de preservar  los “derechos humanos” (o una cobertura de legitimidad) en la campaña contra el terrorismo. Mantener la coalición en esas circunstancias será mucho más dificultoso que en cualquier momento de la guerra en Afganistán.

 

Una recesión mundial sincronizada

 

 

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El éxito de la ofensiva imperialista estará signado, junto con los avances de su campaña diplomática y militar, por el desarrollo de la crisis de la economía capitalista mundial. Por primera vez desde los años 73/75 el mundo está sufriendo la primera recesión económica sincronizada que abarca a la tríada de grandes potencias (EE.UU., Alemania y el resto de Europa y Japón) y a los países de la periferia capitalista. Esta recesión no es simplemente el fin de una recuperación cíclica. No se inició con una corrección en los mercados financieros sino con una caída real de las ganancias. Es una crisis estructural que señala el agotamiento de la ofensiva neoliberal con la cual la burguesía mundial, y la norteamericana en particular, intentó salir de la crisis de acumulación que la economía mundial viene atravesando desde  los años 70 (los que marcaron el fin de los años dorados del boom de la posguerra). A pesar de las políticas activas monetarias y fiscales de los bancos centrales y los gobiernos de las potencias imperialistas para revivir la economía, este carácter estructural de la crisis impide que la economía mundial se recupere hasta que tenga lugar una importante destrucción de capitales. Por eso, la perspectiva más probable es una profundización y prolongación de la recesión durante el año que viene e, incluso, no puede descartase una depresión económica generalizada.

 

 

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El origen más general de la crisis actual debe encontrarse en los cambios que se desarrollaron en la economía mundial en las últimas décadas. El aumento de la tasa de explotación en los países metropolitanos y la relocalización del capital en países de mano de obra barata, junto al avance tecnológico y por tanto de la productividad en ciertas ramas, permitió, desde el inicio de los años 80, una recuperación de la tasa de ganancia, aunque no a los niveles de posguerra. Como resultado de esto, el relanzamiento de la  acumulación de capital fue acompañado de una creciente financierización de la economía (y de consiguientes burbujas especulativas). Los sectores geográficos o ramas dinámicas de la economía que absorbieron el excedente de capitales gozaron de altas tasas de crecimiento - comparado con la situación deprimida del conjunto de los países de la economía mundial y el resto de las ramas de la economía- durante el período del boom, dejando una enorme sobreacumulación cuando éste se vino a pique. Este fue el caso, primero del sudeste asiático en 1997, los llamados “mercados emergentes” en crisis de etapas sucesivas desde ese entonces y, por último, de la rama de alta tecnología, que impulsó el fuerte crecimiento de EE.UU. durante el período 1995/2000. En una economía mundial con una dependencia cada vez mayor de Norteamérica, como mercado de última instancia, y en ausencia de una locomotora alternativa de crecimiento – e impulsado por los lazos sin precedentes del comercio mundial que representan un 24% del producto bruto mundial- la economía mundial entró rápidamente en una recesión sincronizada.

 

 

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La salida de este círculo vicioso de recesión sincronizada es enormemente complicada. La razón de esto radica en que no hay un nuevo motor de crecimiento que reemplace la abdicación de la economía norteamericana.

A principios del 2001, Europa se jactaba de ser la alternativa a la locomotora de crecimiento norteamericana. Pero en el marco del aumento del desempleo y el parate de la inversión, e impedida de tener una política monetaria y fiscal activa por las constricciones del tratado de Maastrich y del Pacto de estabilización, las perspectivas de que juegue este rol son muy débiles.

Difícilmente Japón esté en condiciones de empujar el mundo fuera de la recesión sincronizada. La depreciación del yen es una muestra de que las autoridades de este país sólo ven una salida de estímulo monetario que motorice la demanda externa como única alternativa en la coyuntura. La demanda interna carece del más mínimo impulso en el medio de un  desempleo récord y el crecimiento de las bancarrotas industriales y comerciales cuyos efectos sobre los bancos, amenazan casi con certeza con desatar una crisis financiera a lo largo del año –cuya severidad e impacto internacional tiene al mundo en vilo.

Tampoco los países de la periferia capitalista pueden ayudar a activar a la economía internacional. La ofensiva imperialista de las últimas décadas, que implicó una enorme apertura de la economía y un consecuente achicamiento del mercado interno, ha liquidado toda fuente autónoma de demanda doméstica. Más que nunca, con respecto al pasado, estos países son altamente dependientes de la demanda externa impulsada por el comercio internacional. Como consecuencia de ello, estos países  hoy no juegan el rol acolchonador de los países centrales que tuvieron en las anteriores recesiones desde comienzos de los 70.

La excepción a esta tendencia es China, que en el marco de la fuerte recesión mundial, todavía mantiene altos índices de crecimiento. Pero esto es insuficiente en términos de la economía internacional, ya que la economía china es aún un porcentaje muy insignificante del producto mundial.

Por descarte, la búsqueda de un motor de la economía internacional termina nuevamente en la economía norteamericana. Sin embargo, sus perspectivas  tampoco son muy alentadoras. La fragilidad de su economía no garantiza una recuperación vigorosa. Es que, plagada de una enorme sobrecapacidad productiva y con niveles de rentabilidad que algunos analistas consideran los más bajos desde la depresión de los años ‘30, es difícil que la inversión de capital encabece la recuperación económica. Tampoco es probable que el impulso provenga de la demanda externa en el marco de la recesión sincronizada y de la fortaleza del dólar. El único impulso restante es la continuidad del consumo. Pero ésta es una fuente de crecimiento, a lo sumo, de corto plazo. Más aún, cuando las condiciones de la década pasada que posibilitaron un importante nivel de endeudamiento de las empresas y los particulares, juntamente con un rápido crecimiento del valor de los activos (efecto riqueza) se han ido. Hoy, el nivel de endeudamiento en el marco de la caída de los ingresos por la recesión y los despidos, son una pesada carga sobre los hombros de los consumidores. Las medidas neo-keynesianas de Greenspan buscan aliviarla bajando las tasas de interés para alentar la demanda. Pero esto difícilmente pueda sostenerse en el tiempo. Las perspectivas, por lo tanto, son de una débil recuperación, incluso no puede descartase que esta variante sea de corta duración (uno o dos trimestres) y la economía entre en un nuevo pico recesivo. Pero más allá que se dé esta última opción o no, lo que sí es seguro es que la economía mundial no volverá a disfrutar del ímpetu de una economía norteamericana vigorosa que fue la realidad de fines de los años 90. Estas son las condiciones que empujan a un panorama negro a la economía mundial, sin motores de crecimiento.

 

 

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Los países de la periferia son los eslabones débiles de la crisis de la economía mundial capitalista. Plagados de altos niveles de endeudamiento y en el marco de una fuerte deflación de los precios de las materias primas, sus economías pueden implosionar y disparar una nueva crisis de la deuda que amenace a los bancos imperialistas y al sistema financiero internacional. Este ha sido el caso del default argentino que, a pesar de haber sido largamente anunciado,  ha dejado muy expuestos a los bancos y firmas españolas que se expandieron en forma meteórica en la última década.

La severidad de la crisis se manifiesta en que no hay zona de la periferia que no haya sido afectada. La excepción a esto son los casos de China, Rusia y la India, países que conservan importantes grados de proteccionismo, lo que, a pesar de la caída de determinadas ramas -sobre todo las ligadas al comercio exterior-, le ha permitido amortiguar el impacto de la crisis internacional.

Las plataformas exportadoras del Sudeste de Asia, la principal zona de acumulación de la economía mundial durante las últimas tres décadas, es una de las zonas más golpeadas. Sus economías están hoy duramente afectadas, por un lado, por el fin del ciclo de alta tecnología del cual dependían en gran medida y, por el otro, por los cambios en la división mundial del trabajo frente al avance de China, que la relega como principal destino de las inversiones que buscan mano de obra barata.

En el Medio Oriente, la caída de los precios del petróleo y la enorme disminución de la industria del turismo podría generar un nuevo shock económico de consecuencias políticas desestabilizadoras en esta volátil región.

También es la realidad de las viejas semicolonias de América Latina e, incluso, de los países de Europa del este como Polonia. Frente a la reversión del proceso de entradas de capitales, de la cual gozaron durante los 90, no encuentran un nuevo motor dinámico que les permita reactivar sus economías. El default argentino es la muestra más palmaria de esto. Las medidas devaluatorias y el impulso exportador no son hoy una alternativa fácil frente a una economía mundial en recesión. La continuidad de la deflación y la recesión alternadas con momentos de muy débil crecimiento será probablemente una característica que acompañe a estas regiones durante toda la década.

 

Guerras comerciales, proteccionismo y el fantasma de los años 30

 

 

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El estrechamiento de la economía mundial aumenta las perspectivas de que los roces y las disputas económicas entre las distintas potencias imperialistas disparen una guerra comercial y una escalada proteccionista que afecte duramente al sistema de comercio internacional. 

Una muestra de esto es el fallo de la OMC en contra de los subsidios norteamericanos a sus exportaciones, que le ha brindado a la Comunidad Europea el derecho de imponer sanciones comerciales a las exportaciones de EE.UU., si éste no se aviene a su cumplimiento. La imposición de tales sanciones desataría una guerra comercial que dejaría maltrechas las relaciones entre las potencias transatlánticas, cuestión que ambos quieren evitar por lo destructivo que sería tal perspectiva. Sin embargo, el margen de maniobra para resolver esta disputa es excesivamente estrecho. Es que las chances de que la administración Bush persuada a un reluctante Congreso norteamericano de cambiar la legislación son prácticamente nulas. Peor aún, el intento de forzar una votación podría desatar demandas de un retiro de EE.UU. de la OMC que abriría daños irreparables en el sistema de comercio internacional. Esto en el marco de que el clima de confianza entre ambos bloques ya se encuentra bastante emponzoñado  por la amenaza de EE.UU. de imponer cuotas a la importación de acero a su mercado interno.

Sin embargo, esta disputa comercial no es un ejemplo aislado. La decisión de Japón de devaluar su moneda amenaza con desatar una oleada de devaluaciones competitivas en la región que enturbie las relaciones entre los distintos países del Sudeste Asiático y en particular con China transmitiendo presiones deflacionarias a EE.UU. y Europa. La política japonesa de exportar la crisis sobre los países vecinos y sobre el resto del mundo con el objetivo de apropiarse de una porción del mercado mundial puede agriar aún más las relaciones entre las principales potencias imperialistas y socavar las  frágiles bases sobre las que aún se sostiene el sistema de comercio internacional (la presión que EE.UU. ha vuelto a ejercer sobre Japón ya es una muestra de esto).

Esto puede empantanar en forma indefinida el avance de la nueva ronda de negociaciones de la OMC, que EE.UU. tuvo éxito en lanzar en Qatar a fines de noviembre, a dos años del fracaso de la cumbre de Seattle. Junto con las mayores restricciones al comercio mundial, como consecuencia de las medidas de seguridad adoptadas por la guerra contra el terrorismo y el creciente cuestionamiento al manejo del FMI en la crisis de los países semicoloniales, como Argentina, puede significar  un retroceso de las tendencias a la integración de la economía mundial que caracterizaron a las últimas décadas. El mito de la globalización, que era presentado por los propagandistas del capitalismo como una tendencia imparable, podría ser uno de los primeros en caer si la recesión sincronizada se transforma en una depresión abierta, profundizando las tendencias a la regionalización.

 

 

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La recesión sincronizada, el enorme endeudamiento internacional y el peligro de default en varios países, la fuerte contracción del comercio internacional –la más rápida en toda su historia-, el aumento del desempleo y de las bancarrotas de las grandes empresas, las tendencias deflacionarias y las crecientes disputas monetarias y comerciales que amenazan con desatar guerras comerciales y una escalada proteccionista; todo esto muestra que la economía internacional tiene un aroma cada vez más nítido de los años ‘30.

En este marco, el precio elevado de las acciones,  mientras las ganancias de las corporaciones como porcentaje del ingreso nacional han venido cayendo desde 1997, no permite descartar la perspectiva ominosa de un  crack accionario. La burbuja especulativa impulsada por la enorme liquidez que la Reserva Federal ha inyectado después del shock del 11/9 y basada en la expectativa de una rápida y vigorosa recuperación y, sobre todo, en la creencia profundamente arraigada en los inversores de que EE.UU. podría repetir nuevamente el crecimiento extraordinario de fines de los 90, podría pincharse de entrar la economía norteamericana en una recesión más prolongada.

Peor aún, la bancarrota de Enron ha abierto interrogantes sobre la fortaleza de los activos norteamericanos. Lejos de ser un “caso enfermo” podría marcar un síntoma del estado de salud del sistema financiero norteamericano. Esto puede disminuir el atractivo  que los mercados financieros norteamericanos tienen para los inversores internacionales.

Esto último sería enormemente peligroso, ya que ha sido el flujo de capitales el que ha mantenido el enorme déficit de cuenta corriente de EE.UU.. Este ha alcanzado cifras récords y a pesar de la recesión, lejos de disminuir se ha ampliado, como consecuencia de una caída más rápida de las exportaciones, debido a la recesión sincronizada, con respecto a las importaciones. Las proyecciones lo ubican, según algunos analistas, en 6,2% del PBI a mediados del 2003 ó 660.000 millones de dólares, un récord histórico que necesitaría que EE.UU. atrajera 2000 millones de dólares por día para financiarlo. En otras palabras EE.UU. está manteniendo un déficit de cuenta corriente insostenible. El desenlace de este enorme punto de tensión clave podría provocar una caída en picada del dólar y disparar una enorme fuga de capitales con desastrosas consecuencias para los mercados financieros norteamericanos atados todavía a la percepción de su pasado glorioso reciente. Pero a su vez este enorme déficit de cuenta corriente es una manifestación de una desigualdad de la economía mundial que se ha convertido en fuertemente dependiente del motor norteamericano como su principal fuente de crecimiento y vitalidad económica. Visto desde este ángulo, la liquidación del déficit de cuenta corriente norteamericano podría ser un tiro de gracia que aceleraría las tendencias depresivas obligando al resto de los países a crecer por sus propios medios profundizando las tendencias proteccionistas.

 

China y Rusia en el mundo post 11 de septiembre

 

 

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Juntamente con los realineamientos que genera la crisis económica internacional, el atentado del 11 de septiembre y la respuesta norteamericana al mismo están provocando grandes cambios en las relaciones interestatales. El más significativo de todos ha sido el giro del presidente ruso Putin hacia Occidente, en particular hacia los EE.UU..

Luego del default de 1998, que señaló el fracaso de las reformas de mercado, el ascenso de Putin significó un avance de un régimen bonapartista apoyado en el aparato de seguridad como sostén principal, con el objeto de salvar el proceso de restauración capitalista de conjunto.

En el plano interno su avance implicó un mayor centralismo frente a la autonomía de las regiones y una mayor dureza frente a las nacionalidades oprimidas como en Chechenia. Ubicado como árbitro de las distintas fracciones restauracionistas,  controló y suprimió a determinados grupos oligárquicos y, ayudado por la devaluación del rublo y el aumento de los precios del petróleo, impulsó un proceso de acumulación capitalista, luego de años de destrucción de fuerzas productivas, desinversión y fuga de capitales.

En el campo externo, Putin intentó discutir desde una relación de fuerzas con el imperialismo, en particular con EE.UU., la ubicación de Rusia como eventual potencia capitalista, apoyándose en el aparato nuclear,  en las relaciones con los llamados estados villanos y, sobre todo, en el bloque más o menos informal con la burocracia restauracionista de Pekín contra el “mundo unipolar” hegemonizado por EE.UU..

El giro dado en la política exterior desde el 11/9 significa un abandono de esta política hacia una de colaboración circunstancial (¿o estratégica?) con EE.UU., ubicándose como uno de los mejores peones de éste en el mantenimiento del statu quo mundial,  en especial contra el enemigo común, el fundamentalismo islámico. La base económica de este nuevo rol está en el enorme cambio de Rusia en la división mundial del trabajo, que ha pasado de productor de productos industriales y herramientas para el tercer mundo a exportador esencialmente de recursos naturales como minerales y fundamentalmente gas y petróleo. Esta nueva ubicación en el mercado mundial puede apreciarse en  la “guerra de precios” que Rusia ha lanzado contra la OPEP,  violando toda imposición de cuotas que reduzcan la producción de crudo.

La nueva orientación de la política exterior de Putin complementa esta transformación económica, buscando seducir y reganar la confianza del capital financiero internacional que hasta ahora fue reacio a comprometerse nuevamente en Rusia, para consolidar y completar  el proceso de restauración capitalista. Esto abre la posibilidad histórica de un salto en la semicolonización de Rusia por parte del imperialismo, cuestión que, de darse, tendría enormes consecuencias mundiales. La propuesta de admitir a Rusia en la OMC en el 2003 podría ser un anticipo.

Los próximos años serán decisivos y definirán el curso de la restauración en este país. No está descartado que los vaivenes de la guerra contra el terrorismo generen nuevos distanciamientos, cortocircuitos o marchas atrás en su flirteo con Norteamérica. El interrogante sobre la instalación de tropas permanentes de los EE.UU. en las ex repúblicas soviéticas de Asia Central podría ser uno de ellos. Tampoco puede descartarse que, en el plano interno -donde aún debe aplicar importantes reformas que implicarán fuertes sacrificios a la población, como la liquidación de los subsidios a la vivienda-, su política genere fuertes reacciones. Por eso, a pesar de lo importante de su alineación con EE.UU. y de las concesiones que esté dispuesto a dar al imperialismo, nada garantiza que Putin en su coqueteo con Occidente no termine siendo visto como un nuevo Gorbachov y termine generando una nueva oleada de antinorteamericanismo que se vuelva contra él.

 

 

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La entrada de China en la OMC en noviembre del 2001 es un hecho significativo. Señala un avance importante –ciertamente- en la integración de China en la economía mundial capitalista. Esto implicará la liquidación, en los próximos años, de las principales trabas a la penetración de las multinacionales sobre su economía (y su mercado interno) lo que redundará en la multiplicación de millones de despidos que se suman a los ya existentes.

En el marco de la recesión de la economía mundial los índices de crecimiento del 7%, aunque bajo para los promedios de los últimos años -como consecuencia de la fuerte desaceleración de las exportaciones- resultan sorprendentes. China es hoy la principal fuente de atracción de inversiones a escala internacional no sólo como ensamblador sino, crecientemente, como fabricante integral en ciertas ramas de la industria. Sus “talleres del sudor”, están desplazando a otros países cercanos como  fuente de mano de obra barata aunque otros más lejanos, como las maquiladoras mexicanas, también se sienten amenazados.

Pero a pesar de estos éxitos políticos y económicos de la burocracia restauracionista de Pekín y de formar parte –aunque con un perfil más bajo- de la alianza antiterrorista, China teme verse, estratégicamente, marginada políticamente del “orden mundial” diseñado por Bush.

El avance de la restauración ha significado un importante crecimiento económico pero a costa de exacerbar las desigualdades internas entre la franja costera ligada al mercado mundial y la China interior que amenaza potencialmente su unidad nacional. Este fortalecimiento  económico ha potenciado las aspiraciones de China a ser respetada como una potencia regional que aspira a ocupar una posición de peso en el sistema de relaciones internacionales. Su emergencia choca con los intereses creados por las potencias imperialistas que dominan el mercado mundial. Lejos de poder admitir la emergencia de nuevas potencias competidoras éstos necesitan estabilizar duraderamente y profundizar más aún su penetración y el dominio en estas zonas geográficas, fuentes de mercados, mano de obra barata y de materias primas para el capitalismo mundial, lo que implica su completa semicolonización. A esto se oponen en forma decisiva los intereses materiales de las masas oprimidas y explotadas que se niegan a aceptar el enorme costo que la consumación de la restauración-semicolonización implica y choca también con las ambiciones de las burocracias restauracionistas que se niegan, en su transformación como nueva clase burguesa, a verse condenados a una posición secundaria en la política mundial.

Esto último es lo que teme la burocracia de Pekín. Aunque desplazado a un segundo plano, por la guerra en Afganistán, las disputas entre China y EE.UU., que en abril del 2001 generaron un fuerte roce diplomático, seguirán siendo una importante fuente de tensión en el próximo período. Esto ya lo anticipan las suspicacias de la burocracia china hacia las maniobras de Bush con Putin, que ya ha redundado en un enfriamiento de las relaciones con su socio estratégico, Rusia, y los planes del presidente norteamericano de seguir adelante con el desarrollo del escudo antimisiles que amenaza con transformar en obsoleto su armamento nuclear.

 

 

El Euro y la marcha de la integración europea

 

 

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La introducción del Euro como moneda común es, sin lugar a dudas, un importante desarrollo y un avance de las potencias imperialistas europeas. Su lanzamiento es un acicate para el desarrollo del comercio interbloque y puede actuar como un importante estímulo para la inversión de las grandes transnacionales europeas. A pesar de que el dólar sigue siendo en forma casi abrumadora la moneda de reserva mundial –con todas las ventajas económicas que esto trae aparejado para los EE.UU.- la aparición del Euro plantea potencialmente la posibilidad de que Europa compita con los EE.UU. en este terreno,  cuestión  que tendría enormes consecuencias geopolíticas. En este sentido representa un paso significativo en el proyecto de integración europea.

Sin embargo, a pesar de estos éxitos, la recesión en curso lo someterá a una prueba de fuego. En el marco de una crisis mundial con dinámica a prolongarse, creciente desempleo y una intensificación de la pelea por los mercados, las rígidas condiciones de los acuerdos de Maastrich agravarán la crisis y aumentarán las contradicciones entre los distintos estados europeos. Un ejemplo de esto es la dura política restrictiva del Banco Central Europeo cuya prioridad sigue siendo el combate a la inflación. Esto, que fue establecido en el pasado para evitar que la debilidad de las monedas de los estados más débiles socavara la estabilidad del poderoso deutchmark (moneda alemana), hoy choca con los intereses de Alemania cuya economía está en una importante recesión y necesita una política monetaria y de gastos estatales más expansiva. Frente a las elecciones del corriente año el estado de la economía puede propinar una derrota al canciller alemán Schroeder, que asumió prometiendo que bajaría el desempleo que se encuentra hoy al mismo nivel (4 millones de desocupados) que cuando asumió hace cuatro años.

A su vez,  la guerra en Afganistán y las discusiones sobre subsidios y los arreglos para adecuar las instituciones europeas al proceso de extensión hacia el este han mostrado importantes diferencias entre los pequeños estados europeos con las principales potencias de la región que se sienten desplazados por el mayor peso en la toma de decisiones de estos últimos. Dentro de las grandes potencias, Francia que hasta comienzo de los 90 era junto a Alemania el eje indiscutido de la Comunidad Europea, ve su dominio diluido por la extensión hacia el este y por el creciente desafío que significa el avance de Alemania en la arena internacional. A su vez, el lanzamiento del Euro ya ha provocado una importante crisis en el gobierno italiano.

 

El agotamiento de la política de “reacción democrática”

 

 

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La guerra contra el terrorismo ha significado un ataque sin precedentes a las libertades democráticas y una centralización en los órganos ejecutivos en los países imperialistas. EE.UU. es el lugar donde estos cambios son más evidentes. Bush que asumió profundamente deslegitimado después del escándalo-fraude electoral, hoy goza de una popularidad del 90%. En los pasados dos meses hemos observado el nacimiento de “presidencia imperial”, moldeada por los poderes unilaterales de la administración para ejecutar las leyes. La nueva USA Patriotic Act, votada por el congreso, retira de la justicia gran parte de su poder para revisar y monitorear la vigilancia electrónica de las agencias de inteligencia o del FBI o la posibilidad de detenciones de largo plazo y posiblemente indefinidas sobre extranjeros sin la existencia de una acusación formal. Pero la rama ejecutiva ha asumido también nuevos poderes judiciales sin la autorización del congreso, como la orden del ejecutivo que establece tribunales militares para los sospechosos de terrorismo o la nueva regulación del Departamento de Justicia permitiendo a los agentes federales grabar las conversaciones entre los prisioneros y sus abogados sin solicitar permiso a ninguna corte. A causa de la débil frontera entre las operaciones de inteligencia y el control de los delitos, los nuevos poderes que disfruta la rama ejecutiva, no están limitados a los casos que involucran al terrorismo sino que pueden extenderse a investigaciones criminales ordinarias. Lo que demuestra todo esto es que está en juego una cruzada reaccionaria de largo plazo que busca nuevos mecanismos de control social que van dirigidos fundamentalmente hacia los inmigrantes pero que amenazan al conjunto de la población. Estas tendencias han sido intensificadas desde el 11/9, pero han estado creciendo durante años y buscan limitar los derechos legales logrados como subproducto de grandes luchas a lo largo del siglo por las minorías raciales, las mujeres, el movimiento gay y otros sectores .

 

 

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En los países semicoloniales, la recesión mundial y la ofensiva diplomática y en algunos casos militar  norteamericana, están llevando a una enorme polarización social y política. Esto se expresa en la debilidad de los gobiernos y en la erosión de las bases sociales de apoyo y los mecanismos habituales de contención de los regímenes democráticos burgueses sometidos a la tenaza de la presión económica y política del imperialismo, por un lado, y las demandas obreras y populares, por el otro.

En Latinoamérica no hay lugar donde estas tendencias sean más visibles que en Argentina. Un país semicolonial, urbano y altamente industrializado e históricamente el de mayor nivel de ingresos de su población en la región.  Por primera vez en su historia, las masas derribaron a un gobierno surgido del sufragio universal. Los fusibles de la democracia burguesa fueron incapaces de contener las tensiones acumuladas y saltaron por los aires, dando lugar al surgimiento de un régimen y un gobierno débil que intenta expropiar y desviar el embate de masas. En el marco del despertar político de las masas y su movilización revolucionaria es improbable que, en forma pacífica, se pueda restaurar el viejo orden de dominio. Lo más probable es que por un largo período surjan gobiernos más o menos inestables que se apoyen en alguna de las dos fuerzas fundamentales en conflicto: la burguesía imperialista o el movimiento obrero y de masas. En este marco, y frente a la creciente presión imperialista, no puede descartarse la emergencia de gobiernos bonapartistas sui generis que, apoyándose en la movilización de las masas, nacionalicen importantes activos que hoy están en manos de las multinacionales y los bancos imperialistas como forma de salvar el régimen burgués y evitar la maduración de la revolución proletaria.

Débilmente, tendencias de este tipo ya se advierten en Venezuela donde una nueva legislación chavista que amenaza tibiamente los derechos de propiedad de los terratenientes y aumenta la participación nacional en la renta petrolera ha generado un duro enfrentamiento con las principales cámaras patronales y las organizaciones terratenientes.

 

 

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La centralización de poder en el Ejecutivo, la cruzada reaccionaria sobre los derechos democráticos en los países imperialistas y el debilitamiento de los regímenes en las semicolonias están marcando los límites de la política de reacción democrática (o contrarrevolución democrática) que el imperialismo impulsó en las últimas décadas como complemento de sus intervenciones militares. Esta política fue utilizada en forma cada vez más privilegiada por el imperialismo luego de su derrota en Vietnam, primero en forma defensiva y luego, durante la década de los ochenta y los noventa, en forma cada vez más ofensiva. En especial se aplicó en forma preventiva en muchos países semicoloniales en los que durante la mayor parte del siglo XX, como consecuencia de la enorme inestabilidad política, económica y de los altos niveles de lucha de clases, la democracia burguesa fue una excepción.

Esta política fue un instrumento del imperialismo norteamericano para administrar el declive de su hegemonía. Durante los noventa fue acompañada de intervenciones militares de tipo “humanitario” sobre algunos puntos álgidos del planeta como los Balcanes o Indonesia/Timor Oriental y pactos reaccionarios como el acuerdo de Oslo o el proceso de paz en Irlanda.

Ya antes del 11/9 las enormes contradicciones de la situación mundial y la asunción del nuevo gobierno Bush señalaban el agotamiento de estos mecanismos como contenedores de las tensiones sociales  internas e internacionales.

La guerra contra el terrorismo ha acentuado esta tendencia. Esto hace prever que, en el próximo período, los mecanismos democráticos burgueses, las intervenciones humanitarias, y los pactos regionales sean probablemente la excepción. El carácter abiertamente reaccionario de la guerra en Afganistán, el fracaso de cada intento de reiniciar las negociaciones entre árabes e israelíes y la escalada belicista de estos últimos y el avance de medidas o el apoyo del imperialismo a regímenes  reaccionarios (de tipo bonapartista en términos marxistas) así lo demuestra.

 

Una situación transitoria

 

 

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La magnitud y el carácter estructural de la crisis económica, que significa un shock al “paradigma” neoliberal (como la crisis de los ‘70 lo representó para el “paradigma” keynesiano), los trastrocamientos del sistema interestatal, con el cuestionamiento a la imagen de superpotencia de EE.UU.;  las tensiones y polarización abierta entre las clases; confirman que después del 11/9  se abrió una nueva situación internacional.

Este cambio no es de carácter coyuntural. La profundidad de las contradicciones que hemos enumerado señala la apertura de una situación transitoria que tenderá a definir una nueva relación de fuerzas entre las clases: a favor del imperialismo, o a favor del movimiento de masas. Su carácter  no se terminará de definir hasta que no se resuelvan las enormes fuentes de inestabilidad que se han acumulado en la economía, la política y entre las clases, que hoy atraviesan el sistema mundial. Esto presupone grandes luchas nacionales, como el actual enfrentamiento árabe-israelí, conflictos interestatales como la escalada entre India y Pakistán y grandes combates de clase. La clase obrera mundial y los pueblos oprimidos del mundo dan un salto en su resistencia abriendo situaciones o procesos revolucionarios en algunos países de la periferia y/o de los países centrales, o el imperialismo, mediante una sucesión de golpes y derrotas impone una nueva salida reaccionaria.

El 11/9 señaló el fin de la etapa preparatoria en donde la ofensiva neoliberal se iba desgranando  evolutiva y gradualmente. Abrió un período de enorme tensión entre las clases en donde los contornos de la revolución o el de la contrarrevolución tenderán a asomarse en forma más nítida comparado con el nivel más bajo de la lucha de clases de las últimas décadas después que, el desvío en los países centrales y los golpes contrarrevolucionarios o las guerras de baja intensidad en la periferia, clausuraron la etapa revolucionaria 68/81.

 

 

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Desde el punto de vista de las relaciones interimperialistas, este nuevo período que se abre no se caracteriza aún por una disputa abierta por la hegemonía mundial. La abrumadora superioridad política y militar del imperialismo norteamericano hace impensable, en el corto plazo, un cuestionamiento a su dominio por las otras potencias competidoras.

Este desequilibrio de poder entre EE.UU. y el resto de sus aliados es lo que explica el acomodamiento de estos últimos a los designios políticos y militares de EE.UU., a pesar de las grandes contradicciones en el plano económico, en menor medida en el plano político y en forma más subordinada en el plano militar.

En lo inmediato, los mayores riesgos a su hegemonía provienen del enorme costo que significa ser la única superpotencia que puede garantizar el orden de dominio. Un traspié en su objetivo de recomponer la imagen de su poderío imperial herido puede generar un vacío estratégico que acelere la disputa con las potencias competidoras obligándolas a jugar un papel mayor en el mantenimiento de la seguridad y los focos de desestabilización en sus zonas de influencias y a asumir posiciones de liderazgo en los asuntos internacionales que choquen con los intereses estratégicos de EE.UU.

 

La situación de la lucha de clases

 

 

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Desde el punto de vista del movimiento de masas, la respuesta de la clase obrera y las masas oprimidas del mundo a la nueva situación de crisis económica y agresividad imperialista es, aunque con desigualdades, el elemento más retrasado.

Los trabajadores, desocupados, el pueblo pobre y sectores de la clase media que protagonizaron las “Jornadas Revolucio-narias” del 19 y 20 de diciembre en Argentina son sin lugar a dudas el elemento más avanzado, el polo de vanguardia de la lucha del movimiento obrero y de masas a nivel mundial. La caída del gobierno de De la Rúa es el último ejemplo de una serie de levantamientos de masas que en los últimos años han tirado abajo odiados dictadores y gobiernos que aplican los planes del FMI (Albania en 1997, Indonesia en mayo de 1998, Ecuador 1997 y 1999, Serbia en el 2000) y que muestran la potencialidad revolucionaria del movimiento de masas. En el caso de Argentina el carácter urbano del proceso puede preanunciar una nueva oleada de luchas en América Latina que signifique un salto al carácter campesino y popular de las luchas que desde Chiapas,  Ecuador o Bolivia marcaron a la vanguardia latinoamericana desde mediados de la década pasada.

En el otro polo, conservador, se ubica el movimiento obrero y de masas en EE.UU.,  que se ha encolumnado detrás de su gobierno por la histeria de guerra y el patriotismo  alentado por el chovinismo de la burocracia sindical de la AFL-CIO. Esto ha permitido que pasara sin resistencia alguna salvo contadísimas excepciones, una de las más importantes y rápida oleada de despidos de la historia de EE.UU. que ha afectado particularmente a muchos trabajadores inmigrantes e indocumentados, las primeras víctimas de la recesión económica que ya está abarcando al centro del proletariado industrial como a los obreros de las automotrices.

La clase obrera europea, en especial los trabajadores franceses e italianos que, a mediados de los 90, fueron la vanguardia del enfrentamiento a los gobiernos neoliberales expresado en la tendencia a la huelga general política, se encuentra - aunque en el medio de innumerables conflictos parciales- aún a la defensiva después del desvío que significó la asunción de gobiernos socialdemócratas y en el marco de la recesión y el clima reaccionario imperante en los países centrales. Probablemente sea en Italia donde el nuevo gobierno de Berlusconi quiere introducir una mayor flexibilidad en materia de pensiones y empleos en beneficio de las empresas y que ya ha llevado a la ruptura del diálogo de los sindicatos con el gobierno donde primero se rompa la tregua social que imperó en los últimos años.

 

 

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Entre las nacionalidades oprimidas, el punto claramente más álgido es la heroica resistencia de las masas palestinas. Su lucha de liberación nacional se ha transformado de una revuelta de masas en los primeros meses en una guerra de aparatos con métodos terroristas y guerrilleros que ha afectado la seguridad del estado sionista. La presión política y militar sobre Arafat y otros dirigentes de Al Fatah, que busca que estos controlen y encarcelen a los grupos guerrilleros, si bien ha dado períodos de precaria tregua, no puede descartarse que genere una guerra civil interna contra la dirección desprestigiada de Arafat si éste busca acomodarse cada vez más a los requerimientos del estado sionista. Por otro lado, un salto en la escalada militar sionista puede desencadenar una guerra de liberación nacional de masas contra el Estado de Israel. Esta perspectiva puede desestabilizar a los gobiernos árabes moderados e incluso tiene la potencialidad de provocar una guerra regional. Aunque hasta ahora, durante la campaña de agresión militar contra Afganistán, las masas de la región no se han expresado en grandes demostraciones de fuerza – en parte debido a la poca simpatía que despertaba el policíaco régimen talibán y a las medidas represivas preventivas de los gobiernos de la región-, una nueva humillación a la causa palestina o un ataque al martirizado pueblo de Irak pueden desatar el antinorteamericanismo latente de los pueblos de la región y dirigirse en forma revolucionaria contra sus propios gobiernos.

 

 

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El movimiento anticapitalista, que se venía transformando en un actor político de consideración  en los países centrales, ha quedado inicialmente preso de la confusión como consecuencia del carácter reaccionario del atentado del 11/9 y de la campaña y de las medidas antidemocráticas en los países centrales que implicaron la agresión imperialista a Afganistán. Aprovechando el clima reaccionario reinante, se ha consolidado y fortalecido el ala reformista de este movimiento que separa la lucha contra las corporaciones de la lucha antiimperialista y busca aislar y separar del movimiento a los jóvenes más radicalizados, que protagonizaron las acciones de vanguardia más importantes en la “Batalla de Génova”. Las políticas de la socialdemocracia europea, que como en el caso de Jospin ha avalado la Tasa Tobin, han significado una fuerte cooptación de importantes dirigentes de este movimiento.

Aunque no logró desarrollarse en forma masiva por el rápido fin de la guerra en Afganistán, otra parte del movimiento se recicló en un movimiento antiguerra cuyas máximas manifestaciones han sido en Inglaterra y en Italia. En este último país, este movimiento se combinó con las primeras luchas obreras importantes contra el gobierno de Berlusconi. Estos antecedentes, en dos países centrales importantes aliados de EE.UU., son una pequeña muestra de que, en una eventual segunda fase de la guerra contra el terrorismo, estos movimientos  tienen la potencialidad  de pegar una salto en la radicalización obrera y popular contra los propios gobiernos imperialistas.

 

¿Adónde va la situación mundial?

 

 

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Visto desde la coyuntura, desde el prisma del exitismo y triunfalismo del estado mayor norteamericano, del poder sin límites y casi sin oposición de los primeros meses de su campaña contra el terrorismo, pareciera ser que la situación mundial se encamina hacia un dominio indiscutido de EE.UU.. Ese es el programa en el que hoy están embarcados los principales miembros del establishment político y militar de Washington, convencidos de que una vez restaurada su invencibilidad militar, la economía internacional se restaurará y el “gran país del Norte” volverá a gozar de la invulnerabilidad de la cual se jactaba.

No es esto lo que puede preverse, sin embargo, desde una mirada de más largo plazo, una mirada que tome en cuenta la enorme acumulación de contradicciones en la economía, las relaciones interestatales, y a nivel de la lucha de clases. Enceguecido en su campaña contra el terrorismo, Washington está ignorando los peligros de la situación mundial. La profundización de la recesión internacional -como muestra el estado crítico de la economía japonesa- la fuerte competencia interimperialista y la irrupción violenta de estallidos revolucionarios como el de Argentina, muestran que a pesar del enorme poderío de Washington éste no puede controlar el conjunto de los acontecimientos y tensiones que emergen de la situación internacional.

No podemos descartar que EE.UU. intente frenar de cuajo el desarrollo de esta situación mediante una operación política y militar de envergadura. En caso contrario lo más probable es que las tendencias a la inestabilidad que ya se perciben, tiñan la situación internacional en los primeros años del siglo  XXI, que amenazan con repetir y multiplicar las atrocidades, las convulsiones y el enfrentamiento revolución-contrarrevolución que caracterizó al siglo XX. Para esta perspectiva nos preparamos los revolucionarios dejando atrás tantas sandeces y discurso interesado de la década pasada, que nos hablaba de un mundo globalizado armónico y pacífico que se ha mostrado totalmente falaz después de los atentados del 11/9.

 

 

 

   

 

   
  La Fracción Trotskista está conformada por el PTS (Partido de Trabajadores por el Socialismo) de Argentina, la LTS (Liga de Trabajadores por el Socialismo) de México, la LOR-CI (Liga Obrera Revolucionaria por la Cuarta Internacional) de Bolivia, ER (Estrategia Revolucionaria) de Brasil, Clase contra Clase de Chile y FT Europa. Para contactarse con nosotros, hágalo al siguiente e-mail: ft@ft.org.ar